Las 52 profecías (17 page)

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Authors: Mario Reading

Tags: #Intriga

BOOK: Las 52 profecías
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Había, no obstante, un aspecto del chasco de Rocamadour que todavía le irritaba. Nunca antes había perdido un arma, ni durante sus años de servicio activo en la Legión, ni como resultado de las muchas actividades a las que se había dedicado al servicio del
Corpus Maleficum
después de esa etapa. Y menos aún un arma que le había dado en persona el difunto
Monsieur
, su padre adoptivo.

Le tenía muchísimo cariño a la pequeña Remington 51 calibre 38 semiautomática. Pequeña y fácil de esconder, tenía ochenta años y era una de las últimas unidades salidas de fábrica. Batida a mano para reducir su brillo, estaba provista de un sistema particularmente eficaz de obturación retardada por cierre de masas que aseguraba que el carro y el obturador corrieran a la par un corto trecho después de cada disparo, haciendo que el carro pasara otra vez sobre el resorte de recuperación, tiempo durante el cual el obturador se frenaba en su recorrido antes de seguir adelante para volver a unirse al carro. De este modo se expulsaba el cartucho gastado, el mecanismo volvía a montarse en un único movimiento, y con el golpe de retroceso se cargaba una nueva bala. Brillante. A Bale le gustaban las máquinas que funcionaban como debían.

Pero lamentarse era cosa de perdedores. La devolución de la pistola podía esperar. Ahora que tenía su copia de los versos de Rocamadour, podía olvidarse del fracaso y ponerse manos a la obra. La novedad más importante era que ya no tenía que seguir a nadie, ni utilizar la violencia para extraerles sus secretos. Y eso le sentaba de maravilla. Porque no era un hombre brutal o vengativo por naturaleza. En su opinión, sólo estaba cumpliendo con su deber para con el
Corpus Maleficum
. Porque, si él y los suyos no actuaban cuando hacía falta, Satán, el Gran Chulo, y su hetaira, la Gran Ramera, se apoderarían del mundo y el reino de Dios llegaría a su fin. «Quien lleva cautivos, cautivo va; quien a hierro mata, a hierro ha de morir. He aquí la paciencia y la fe de los santos».

Ése era el motivo por el que, en un mundo sobre el que pesaba una amenaza inminente, Dios había dado a los seguidores del
Corpus Maleficum
rienda suelta para desatar el caos cuando y donde quisieran. Únicamente diluyendo la maldad absoluta y convirtiéndola en su variante incompleta y controlable podía detenerse a Satán. Ése era el propósito último de los tres anticristos que profetizaba el Apocalipsis, tal y como
Madame
, su madre adoptiva, le había dicho al explicarle por primera vez su misión. Napoleón y Adolf Hitler, los dos anticristos anteriores (junto con el Grande, aún por llegar) eran seres diseñados expresamente por Dios para impedir que el mundo se entregara al Diablo. Actuaban como su correlato objetivo: lo aplacaban, por así decirlo, y aseguraban que se mantuviera en un estado de perpleja satisfacción.

Por eso a Bale y a los demás adeptos del
Corpus Maleficum
se les había encomendado la tarea de proteger al Anticristo, y, si ello era posible, sabotear la llamada Segunda Venida, a la que debía llamarse más correctamente el Segundo Gran Placebo. Era esa Segunda Venida la que sacaría al Diablo de su interregno y desencadenaría el Conflicto Final. Con este propósito, se necesitaban discípulos que rayaran, en sí mismos, la perfección. «Éstos son los que no se mancillaron con mujeres: porque son vírgenes. Éstos siguen al Cordero por dondequiera que vaya… Y no se halló mentira en su boca: porque están sin mácula ante el trono de Dios».

Era una carga fácil de sobrellevar, una carga que Achor Bale había asumido durante toda su vida con fervor evangélico. «Vi también como un mar de vidrio mezclado con fuego, y a los que habían vencido a la bestia, y a su imagen, y al número de su nombre, en pie sobre el mar de vidrio, con las arpas de Dios».

Bale estaba orgulloso de su iniciativa de investigar a Sabir. Orgulloso de haber pasado la mayor parte de su vida cumpliendo el solemne deber de la cautela.

—No somos antinada, somos antitodo.

—¿No era así como se lo había explicado
Madame
, su madre adoptiva? Es imposible desenmascararnos, porque nadie lo creería. No hay nada escrito. Nada transcrito. Ellos construyen; nosotros destruimos. Es así de sencillo. Porque sólo de lo fluido puede emerger el orden.

59

—¿Sabía usted que Novalis creía que, después de la Caída del Hombre, el paraíso se desintegró y que sus fragmentos se esparcieron por toda la Tierra? —Calque se puso más cómodo—. ¿Y que por eso ahora es tan difícil encontrar un pedazo?

Macron levantó los ojos al cielo, confiando en que la penumbra del atardecer, que iba cayendo rápidamente, ocultara su irritación. Se estaba acostumbrando a las inconsecuencias de Calque, pero todo aquello le resultaba aún extrañamente inquietante. ¿Lo hacía Calque a propósito, para que se sintiera inferior? Y si era así, ¿qué motivos tenía?

—¿Quién era Novalis?

Calque suspiró.

—Novalis era el seudónimo de Georg Philipp Friedrich Freiherr von Hardenberg. En la Alemania prerrepublicana, un
Freiherr
era, grosso modo, el equivalente de un barón. Novalis fue amigo de Schiller y contemporáneo de Goethe. Un poeta. Un místico. Y qué sé yo qué más. También trabajó en minas de sal. Novalis creía en una
Liebesreligion
, una Religión de Amor. En la vida y la muerte como conceptos entrelazados, con un mediador necesario entre Dios y el Hombre. Pero ese mediador no tiene por qué ser Jesucristo. Puede ser cualquiera. La Virgen María. Los santos. La amada muerta. Hasta un niño.

—¿Por qué me cuenta eso, señor? —Macron notaba que las palabras se le apelmazaban en la garganta como polvo de galletas—. Ya sabe que yo no soy un intelectual. No como usted.

—Para pasar el rato, Macron. Para pasar el rato. Y para intentar dar sentido a la aparente memez que encontramos en la base de la Moreneta.

—Ah.

Calque gruñó como si alguien le hubiera dado de pronto un codazo en las costillas.

—Fue ese capitán de policía catalán, Villada. Un hombre extremadamente bien educado, como todos los españoles. Me hizo pensar en todo eso por algo que dijo sobre la literalidad y la paradoja.

Macron cerró los ojos. Tenía ganas de dormir. En una cama. Con un edredón de plumas y su novia acurrucada a su lado, con el trasero bien pegado a su entrepierna. No quería estar allí, en España, a causa de un mensaje escrito por un lunático que llevaba quinientos años muerto, vigilando una figurilla de madera sin valor alguno junto a la cual brotaban dos falos erectos, y en compañía de un capitán de policía amargado que hubiera preferido pasar su jornada laboral en una biblioteca universitaria. Aquélla era la segunda noche seguida que pasaban al raso. La policía catalana ya empezaba a mirarlos con recelo.

Sintió un zumbido en el bolsillo. Se sobresaltó, y enseguida se repuso. ¿Había notado Calque que se había quedado dormido? ¿O estaba tan enfrascado en sus cálculos, en sus mitos y sus filosofías que ni se enteraría si Ojos de Serpiente aparecía tras él y le rajaba el hígado?

Miró la pantalla iluminada de su teléfono móvil. Algo se removió dentro de él cuando leyó el mensaje: un genio fatalista que acechaba en sus entrañas y aparecía en momentos de peligro e incertidumbre para reprenderle por su falta de imaginación y sus dudas infinitas y desastrosas.

—Es Lamastre. Captaron la señal de Ojos de Serpiente hace cuatro horas. A veinte kilómetros de aquí. Cerca de Manresa. Debe de estar buscando a Sabir.

—¿Hace cuatro horas? Será una broma.

—Está claro que alguien se fue a casa sin informar.

—Está claro que alguien va a volver a patrullar las calles con la próxima paga. Quiero que me consiga su nombre, Macron. Luego pasaré sus tripas por una máquina de hacer salchichas y se las daré para desayunar.

—Hay una cosa más, capitán.

—¿Qué? ¿Qué más puede haber?

—Ha habido un asesinato. En Rocamadour. Anoche. Al parecer, no se lo dijeron a la policía. Así que no pudieron relacionarlo con el caso. Y luego no estaban seguros de cómo contactar con usted, como se niega a llevar móvil cuando está de servicio… La víctima es el guardia de seguridad nuevo. Le rompieron el cuello. Y el que le mató se cargó también a su perro. Lo tiró contra la pared y le pisoteó la cabeza. Una técnica nueva, que yo sepa.

Calque cerró los ojos con fuerza.

—¿La Virgen ha desaparecido?

—No. Por lo visto no. Ese tipo debía de ir buscando lo mismo que nosotros. Y que Sabir. Y que el gitano. —Macron sintió momentáneamente la tentación de hacer una broma sobre la repentina popularidad de las vírgenes, pero se contuvo. Levantó la vista del teléfono—. ¿Cree que Ojos de Serpiente ha estado aquí y ya se ha ido? Le habría dado tiempo, si vino derecho aquí después de cargarse al guardia de seguridad. Es todo autopista. Podría haber hecho fácilmente un promedio de ciento sesenta.

—Imposible. Hay diez hombres armados diseminados por estos edificios y al pie de los montes. Ojos de Serpiente no ha llegado volando en ultraligero, ni se ha escondido dentro del santuario, faltaría más. No. El tren deja de funcionar por las noches, así que el único modo lógico que tiene de llegar hasta aquí es la carretera principal. Voy a bajar a advertir a Villada.

—Pero, señor, estamos vigilando. Nadie debe moverse de sus posiciones. Puedo mandarle un mensaje al capitán. Y adjuntarle el de Lamastre.

—Necesito hablar con él personalmente, no escribirle una puñetera carta. Espere aquí, Macron. Y mantenga los ojos bien abiertos. Use la cámara de visión nocturna, si es necesario. Y si sospecha que Ojos de Serpiente está armado, mátelo.

60

Achor Bale se arrodilló detrás de una roca. Algo se movía delante de él. Escudriñó la penumbra, pero no se dio por satisfecho con los pocos detalles que logró distinguir. Empuñando la Redhawk, comenzó a avanzar lentamente por la ladera del monte. Lo que se movía estaba armando un escándalo. Se oía cómo rodaban las piedras, y hasta se sintió un gruñido cuando aquella cosa se topó con un obstáculo inesperado. Así pues, no era una cabra montes, sino un hombre. La brisa levemente cálida llevó hasta Bale un olor a sudor y a humo de tabaco rancio.

Estaba a diez metros de Macron cuando por fin vio movimiento. Macron seguía con la lente de visión nocturna los atormentados intentos de su jefe por bajar la falda del monte sin hacer ruido. Bale apuntó la pistola con silenciador hacia su nuca. Pero lo que vio por la mira no le satisfizo, y hurgó en su bolsillo en busca de un trocito de papel blanco. Se metió el papel en la boca, lo ensalivó, hizo una pelota con él como si fuera de papel maché y la pegó a la punta roja del saliente de la mira, de modo que se irguiera sobre el silenciador. Alineó de nuevo la mira con la cabeza del policía y soltó luego un largo suspiro de decepción. Estaba demasiado oscuro para dar en el blanco.

Se enfundó la Redhawk y buscó la porra a tientas. Con ella en la mano, comenzó a arrastrarse sobre las piedras hacia Macron, aprovechando el ruido que a lo lejos hacía aún Calque.

En el último instante, Macron notó algo y retrocedió, pero el primer golpe de Bale le dio a un lado de la cabeza, y se desplomó con los brazos pegados al cuerpo. Bale se acercó con cautela y escudriñó su cara. Así pues, no era Sabir. Ni tampoco el gitano. Era una suerte no haber usado la pistola.

Sonriendo, Bale hurgó en los bolsillos de Macron hasta que encontró su teléfono móvil. Encendió la pantalla y buscó los mensajes. Luego, con un gruñido de enfado, pisoteó el teléfono contra el suelo. Sólo a un policía podía ocurrírsele cifrar sus mensajes de texto y, una vez cifrados, hacerlos accesibles únicamente mediante contraseña: era como llevar cinturón y además tirantes.

Siguió hurgando en los bolsillos de Macron. Dinero. Documentación. Una fotografía de una chica de color con vestido blanco y unos dientes de conejo que sus padres, por tacañería o por pobreza, no habían procurado corregir. Teniente Paul Macron. Una dirección en Créteil. Bale se guardó el fajo de documentos.

Alargó los brazos, le quitó los zapatos y los arrojó entre la maleza, a su espalda. Acto seguido, cogiendo primero un pie y luego el otro, como una gata que asiera del cogote a sus gatitos, le asestó con la zapa sendos y fuertes golpes en el empeine.

Satisfecho con su trabajo, recogió la cámara de visión nocturna e inspeccionó la ladera del fondo. Tuvo el tiempo justo de ver la pálida cabeza de Calque desaparecer como un espectro tras un peñasco, seiscientos metros más abajo.

¿Qué estaba pasando? ¿Qué sabía la policía de él? Estaba claro que también a ellos los había subestimado: tenían que haber encontrado el mensaje escondido en la base de la Virgen, gracias a la treta de Sabir de no llevarse la imagen cuando tuvo ocasión.

Ahora se arrepentía de haber dejado inconsciente a Macron. Una oportunidad perdida. Habría sido su primera vez, interrogar a un hombre en silencio absoluto, y en la falda de un monte vigilado por la policía. ¿Cómo se las habría arreglado? Sólo había un modo de averiguarlo.

Salió del escondite y echó a andar hacia el peñasco. Saltaba a la vista que aquellos idiotas estaban buscándole sólo en el valle: hacía falta mucho ingenio para imaginárselo atravesando un monte baldío y prácticamente intransitable. Lo cual significaba que se toparía con ellos viniendo desde atrás.

Cada cincuenta metros se paraba y aguzaba el oído con la boca abierta y las manos tras las orejas. Cuando estaba a unos doscientos metros del barranco, dudó. Más humo de tabaco. ¿Era el mismo, que volvía? ¿O era uno de los guardias de seguridad, echando una rápida calada a escondidas?

Se alejó del peñasco y bajó hacia el último despeñadero, frente a la explanada del monasterio. Sí. Distinguió una cabeza de hombre cuya silueta se recortaba contra el fondo casi luminoso del zócalo de piedra.

Se abrió paso sigilosamente hacia el escondite del policía. Tenía una idea. Una buena idea. Y pensaba ponerla a prueba.

61

Calque se dejó caer en el asiento delantero del coche, junto a Villada. Éste le saludó fugazmente con una mirada y siguió observando la vía del ferrocarril y los edificios contiguos.

Después de comprobar que nada se movía, bajó los prismáticos de visión nocturna y se volvió hacia Calque.

—Creía que estaba montando guardia en la falda del monte.

—He dejado allí a Macron. —Se encorvó hacia el salpicadero y encendió un cigarrillo, tapándolo con las dos manos—. ¿Quiere uno?

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