—¿Y qué?
—Una comprobación que hice. Después de nuestras pesquisas en Gourdon. Marqué los nombres de toda la gente a la que entrevistamos. Y avisé en la oficina de que me informaran de cualquier incidente en el que estuviera implicado algún gitano. Para cotejar los nombres, en otras palabras.
—Sí, Macron. Ya me ha impresionado. Ahora déme mi recompensa.
Macron volvió a encender el motor. Más valía no sonreír, se dijo. Que no se le notara ninguna emoción.
—La policía está buscando a un tal Gavril La Roupie en relación con los hechos.
Gavril se había olvidado de Badu y Stefan. Estaba tan eufórico por haber descubierto el plan para secuestrar a santa Sara que no había reparado en que los parientes de Bazena eran dos de los hombres más feroces a aquel lado de la montaña Sainte-Victoire. Las historias que circulaban sobre ellos eran legión. Padre e hijo siempre actuaban juntos, sirviéndose mutuamente de elementos de distracción. Sus peleas en los bares eran legendarias. Se rumoreaba que entre los dos se habían cargado a más gente que la primera bomba atómica.
El viaje a Saintes-Maries había tenido la culpa. Estaban los dos extrañamente condescendientes. Las fiestas eran para ellos el momento culminante del año: abundaban allí las ocasiones de saldar viejas rencillas y crear otras nuevas. Gavril estaba tan cerca de ellos, y destacaba tanto, que no contaba. Se habían acostumbrado a él. No se les habría ocurrido que pudiera cometer la estupidez de obligar a Bazena a echarse a la calle. Así que le habían arrastrado a su mundillo violento y habían hecho de él, aunque fuera fugazmente, su cómplice instigador.
Ahora Stefan iba a por él, y lo único que tenía Gavril para defenderse era una navaja Opinel. Cuando Badu consiguió zafarse por fin de su hija, Gavril comprendió que estaba acabado. Iban a coserlo a puñaladas.
Gavril lanzó la navaja a Stefan con todas sus fuerzas y salió luego por piernas atravesando el gentío. Oyó un rugido a su espalda, pero no hizo caso. Tenía que salir de allí. Después podría decidir cómo reparar los daños. Aquello era cuestión de vida o muerte.
Zigzagueó entre los gitanos como un loco: como un jugador de fútbol americano esquivando a la defensa contraria. Utilizando intuitivamente las cinco campanas de la torre de la iglesia como punto de referencia, corrió hacia los muelles con la idea de robar una barca. Sólo había tres carreteras para salir del pueblo, y teniendo en cuenta que durante los días previos a las fiestas el tráfico se movía a paso de tortuga en ambos sentidos, era el único modo sensato de salir de allí.
Luego, en el cruce de la Rue Espelly y la Avenue Van Gogh, justo enfrente de la plaza de toros, vio a Alexi. Y detrás de él a Bale.
Alexi había estado a punto de devolver la efigie de santa Sara a su pedestal, asqueado. Todo aquello había sido una pérdida de tiempo absurda. ¿Por qué esperaba Sabir que cosas que habían pasado hacía cientos de años tuvieran algún efecto en la vida moderna? Era un disparate.
A él, por su parte, le resultaba casi imposible remontarse veinte años atrás, por no hablar de quinientos. Los garabatos que Sabir había descifrado con tanta convicción no le parecían más que las divagaciones de un loco. Aquella gente se lo tenía merecido, por empeñarse en escribirlo todo y comunicarse de esa manera. ¿Por qué no hablaban entre sí, sencillamente? Si todo el mundo hablara, el mundo tendría mucho más sentido. Las cosas serían inmediatas. Como en su mundo. Él se despertaba cada mañana y pensaba en cómo se sentía en ese momento. No en el pasado. Ni en el futuro. Sino en el ahora.
Estuvo a punto de no ver el tapón de resina. Con el paso de los siglos se había desgastado hasta adquirir una pátina marrón parecida al resto del pedestal pintado. Pero tenía una consistencia distinta. Al hurgar en él con la navaja no levantó polvillo, sino espirales parecidas a virutas de madera. Alexi hizo palanca hasta que saltó. Metió el dedo dentro del agujero. Sí. Había algo allí dentro.
Introdujo la navaja en el agujero y la giró. Salió un bulto de tela. Alexi extendió la tela sobre su mano y la miró. Nada. Sólo era un trozo de lino apolillado y lleno de agujeros.
Miró por el agujero, pero no vio nada. Intrigado, dio un golpe con la imagen sobre el suelo. Y luego otro. Salió un tubo de caña. ¿De caña? ¿Dentro de una figurilla?
Se disponía a partir el tubo en dos cuando oyó unos pasos que se acercaban por la ancha escalera de piedra que llevaba a la cripta.
Borró rápidamente las huellas de su paso por allí y volvió a colocar la imagen en su sitio. Luego se postró en el suelo, ante ella.
Oyó acercarse los pasos. ¡Malos
mengues
! ¿Y si era Ojos de Serpiente? Estaría indefenso.
—¿Tú qué haces aquí?
Alexi se incorporó y parpadeó. Era el vigilante.
—¿Tú qué crees? Estoy rezando. Esto es una iglesia, ¿no?
—No hace falta enfadarse. —Estaba claro que el vigilante había tenido encontronazos con otros gitanos y no quería que volviera a ocurrirle. Sobre todo, después de lo que acababa de ver en la plaza.
—¿Dónde se ha metido todo el mundo?
—¿No te has enterado?
—¿De qué? Estaba rezando.
El vigilante se encogió de hombros.
—Dos de los vuestros. Estaban discutiendo por una mujer. Uno le ha tirado la navaja al otro. Le ha dado en el ojo. Había sangre por todas partes. Me han dicho que el ojo le colgaba de un hilillo por la mejilla. Qué asco. Pero les está bien empleado por pelearse en día de fiesta mayor. Deberían haber estado aquí, como tú.
—Tirando una navaja no se saca un ojo a nadie. Te lo estás inventando.
—No, no, he visto la sangre. La gente estaba chillando. Un policía tenía el ojo en una libreta y estaba intentando meterlo otra vez.
—Madre de Dios. —Alexi se preguntó si sería Gavril quien había perdido el ojo. Aquello le chafaría los planes. Le pararía un poco los pies. Quizá si le faltaba un órgano no sería tan propenso a reírse de las taras ajenas.
—¿Puedo besarle los pies a la Virgen? —Alexi había visto unas virutas de resina en el suelo: un soplido rápido y acabarían bajo las faldas de santa Sara.
El guarda miró alrededor. La cripta estaba desierta. Estaba claro que la gente seguía atenta a lo que pasaba en la plaza.
—Está bien. Pero date prisa.
Bale había empezado a seguir a Alexi casi en cuanto éste salió de la iglesia. Pero el gitano estaba alerta. Como un galgo después de una carrera. Lo que había hecho dentro, fuera lo que fuese, le había aguzado los sentidos y disparado la adrenalina.
Bale esperaba a medias que el gitano volviera enseguida a la plaza para ver qué estaba pasando y buscar a Sabir. Pero había cruzado a toda prisa la Place Lamartine camino de la playa. ¿Por qué? ¿Había encontrado algo allí dentro?
Bale decidió seguirle fuera del pueblo. Siempre convenía alejarse de las zonas más pobladas. En lo que a la policía respectaba, el lugar de la muerte importaría tan poco como el resultado final. Sería sólo otra reyerta más entre gitanos. Pero de ese modo tendría tiempo de sobra para registrarle los bolsillos a Alexi y encontrar lo que había birlado o copiado en la capilla. Así pues, sacrificó su invisibilidad y apretó el paso, contando con resguardarse entre la multitud.
Fue entonces cuando Alexi le vio. Bale se dio cuenta porque el gitano se tropezó del susto y cayó un momento de rodillas. Alexi no iba mirando a las musarañas, como Gavril.
Bale empezó a correr. Era ahora o nunca. No podía dejar que el gitano se le escapara. Llevaba algo apretado contra el pecho, y como no podía usar uno de los brazos, corría más despacio. Así que, fuera lo que fuese aquello, era importante para él. Y, por tanto, también para Bale.
Iba hacia la plaza de toros. Bien. En cuanto saliera a la Esplanade, sería más fácil verle. Mucho más fácil distinguirle entre la muchedumbre.
La gente se volvía para mirarlos cuando pasaban a su lado, empujando.
Bale estaba en forma. Tenía que estarlo. Desde sus tiempos en la Legión sabía que el estar en forma equivalía a estar sano. El cuerpo te escuchaba. Estando en forma, uno se liberaba de la opresión de la gravedad. Si encontrabas el equilibrio perfecto, casi podías volar.
Alexi corría ligero, pero no podía decirse que estuviera en forma. En realidad, no había hecho ejercicio en toda su vida. Se limitaba a llevar sin proponérselo una vida sana, en armonía natural con sus instintos, que le impulsaban a sentirse sano más que a encontrarse mal. Los gitanos solían morir jóvenes. Normalmente por culpa del tabaco, los genes y el alcohol. A Alexi, en cambio, nunca le había dado por fumar. Respecto a sus genes, no podía hacer nada. Pero el alcohol siempre había sido su debilidad, y todavía notaba los efectos del atracón de la boda y del golpe que le había asestado un hombre tirándose sobre él desde una altura considerable atado a una silla. El mismo hombre que ahora le perseguía.
Notó que empezaba a resollar. Le faltaban quinientos metros para llegar a los caballos. Ojalá hubieran dejado las sillas puestas. Si no se equivocaba, la familia de Bouboul ni siquiera se habría molestado en tocar a los caballos después de que, dos horas antes, Yola, Sabir y él llegaran al pueblo desde el
maset du triarais
y los dejaran a su cuidado. Los caballos eran su única oportunidad de escapar. Había tenido ocasión de inspeccionarlos a su antojo, y sabía que la yegua de patas negras era de lejos la mejor. Si Ojos de Serpiente no le cogía antes de que llegara donde Bouboul, quizá tuviera alguna oportunidad. Hasta podía montar a pelo, si no le quedaba más remedio.
Echar carreras a caballo se le daba de perlas. Lo había hecho desde niño.
Ahora sólo le quedaba llegar a la playa y rezar.
Gavril iba ofuscándose a medida que seguía a Alexi y Bale. Era culpa de aquellos dos que le hubieran pasado tantas desgracias seguidas. Si no se hubiera enfrentado a Alexi, no habría conocido al payo. Y si el payo no le hubiera pinchado en la pierna, no habría tenido aquel encontronazo con la policía. Y, por tanto, no habría oído hablar de la recompensa. ¿O había sido al revés? A veces se le iba la cabeza y perdía el hilo de lo que pasaba.
Era cierto, en todo caso, que aun así habría ido a Saintes-Maries, pero habría sido él quien controlara los acontecimientos y no al revés. Podría habérselas visto con Alexi cuando le hubiera venido en gana, cuando aquel imbécil estuviera bien borracho. Gavril era un maestro en cuestión de golpes bajos; de actuar de cara a la galería. Lo que no le gustaba era que las cosas fijas cambiaran de repente y sin venir a cuento.
Quizá todavía pudiera huir de la quema. Si dejaba que el payo se las viera con Alexi, aquel tipo perdería la concentración. Se volvería vulnerable. Y teniéndolos a los dos a mano, él tendría algo que venderle a la policía. Bastaría con una simple llamada. Luego, cuando le hubieran pagado la recompensa, podría negociar con la policía para que advirtiera a Badu y Stefan que no se metieran con él. La cárcel metía el miedo en el cuerpo a cualquier gitano. Sería lo único capaz de controlarlos.
Quizá todavía pudiera casarse con Yola. Sí. Así no tendría que cambiar de planes. Todo podría arreglarse.
Mientras seguía a toda prisa a los dos hombres, se preguntó vagamente cuánto dinero habría conseguido sacar Bazena a los turistas antes de que el metomentodo de su padre pusiera punto final a aquello.
Sabir buscaba en vano a Alexi. ¿Qué había hecho aquel idiota? La última vez que le había visto, iba hacia la iglesia. Pero Sabir había ido a mirar a la capilla y no le había visto por ninguna parte. Y aquella capilla no era como la de Rocamadour. Allí no había donde esconderse, a no ser que hubiera conseguido meterse bajo las muchas faldas de santa Sara.
Volvió al ayuntamiento, como habían acordado.
—¿Le has encontrado?
Yola negó con la cabeza.
—¿Y qué hacemos, entonces?
—Puede que haya vuelto al
maset
. O que haya encontrado algo. ¿Le viste entrar en la iglesia?
—No se veía nada, con tanto jaleo.
Instintivamente, sin decirse nada, echaron a andar por la Avenue Léon Gambetta, hacia la Plage des Amphores y los caballos.
Sabir miró a Yola.
—Estuviste brillante, por cierto. Sólo quería decírtelo. Eres una
agent provocateur
nata.
—
Agent provocatrice
. ¿Quién te enseñó francés?
Sabir se rió.
—Mi madre. Pero no puso mucho empeño. Quería que fuera todo un americano, como mi padre. Pero yo la defraudé. Me convertí en un todo o nada.
—No te entiendo.
—Yo tampoco.
Habían llegado a la caravana de Bouboul. La estaca a la que deberían haber estado atados los caballos estaba vacía.
—Genial. Alguien se ha largado con todo el lote. O puede que Bouboul los haya vendido por carne de perro. ¿Sabes lo que es ir a pata, Yola?
—Espera, ahí está Bouboul. Voy a preguntarle qué ha pasado con los caballos.
Yola cruzó corriendo la carretera. Mientras la miraba, Sabir se dio cuenta de que se había perdido algo: una pista que ella ya había captado. Cruzó la carretera tras ella.
Bouboul levantó las manos. Hablaba en sinti. Sabir intentó seguirle, pero lo único que alcanzó a entender fue que había pasado algo inesperado y que Bouboul aseguraba no tener ninguna culpa en ello.
Por fin, cansado de la perorata de Bouboul, Sabir se llevó a Yola a un lado.
—Traduce, por favor. No entiendo ni una palabra de lo que dice este tío.
—Es malo, Damo. Lo peor que podía pasar.
—¿Dónde están los caballos?
—Alexi se llevó uno. Hace veinte minutos. Estaba agotado. Llegó corriendo. Según dice Bouboul, estaba tan cansado que casi no pudo subirse al caballo. Medio minuto después llegó otro hombre corriendo. Pero no estaba cansado. Dice Bouboul que tenía unos ojos muy raros. No miró a nadie. Ni habló con nadie. Sólo cogió otro caballo y salió detrás de Alexi.
—Santo Dios, lo que nos hacía falta. ¿Y Bouboul no intentó decirle nada?
—¿Es que tiene pinta de tonto? Los caballos no eran suyos. Ni siquiera eran nuestros. ¿Por qué iba a arriesgarse por lo que no era suyo?
—Sí, por qué. —Sabir seguía intentando deducir qué había desencadenado la persecución—. ¿Dónde está el otro caballo? ¿Y llevaba algo Alexi? Pregúntale.
Yola se volvió hacia Bouboul. Cambiaron unas pocas frases en sinti.