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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia, Ensayo

Las amenazas de nuestro mundo (26 page)

BOOK: Las amenazas de nuestro mundo
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Sin embargo, justamente antes de que la Luna estalle, las mareas serán tan enormes en la Tierra, que el océano, curvándose a una altura de varios kilómetros, cubrirá por completo los continentes, en avance y retroceso. Y puesto que el período rotacional de la Tierra puede ser inferior a unas diez horas, en esa época, las mareas ascenderán y retrocederán cada cinco horas.

No es probable que ni la tierra ni el mar, en semejantes condiciones, posean la estabilidad necesaria para poder albergar formas de vida, excepto aquellas sumamente especializadas y muy simples en su estructura.

No obstante, imaginemos que los seres humanos, si entonces existen todavía, hayan desarrollado una civilización subterránea a medida que la Luna se aproximaba (aproximación que sería muy lenta realmente y no constituiría una sorpresa). Tampoco esto podría salvarles, pues bajo los impulsos de la marea, la misma esfera terrestre se hallaría sujeta a constantes terremotos.

Sin embargo, no es necesario preocuparse sobre el destino de la Tierra por el acercamiento de la Luna, pues mucho antes la Tierra ya sería inhabitable.

Contemplemos otra vez la visión de la Tierra y la Luna dando vueltas una alrededor de otra, al estilo de las pesas, cada 47 días. En ese caso, la Tierra ya sería un mundo muerto. Imaginemos la superficie de la Tierra expuesta a la luz del Sol por un período de 47 días. Seguramente la temperatura aumentaría lo suficiente para hervir el agua. Imaginemos la superficie de la Tierra expuesta a la oscuridad durante un período de 47 días. La temperatura sería polar.

Naturalmente, las zonas polares están expuestas a la luz del Sol durante períodos más largos de 47 días, pero es un sol bajo en el horizonte.

En una Tierra que girase lentamente las regiones tropicales estarían sujetas a un sol tropical durante 47 días… muy diferente.

Es seguro que las temperaturas extremas harían de la Tierra un lugar inhabitable para la mayor parte de las formas de vida. Por lo menos, sería inhabitable en la superficie, aunque podemos imaginar que los seres humanos se establezcan en civilizaciones subterráneas según he mencionado anteriormente.

A pesar de todo, no es necesario que nos preocupemos de la rotación de pesas del sistema Tierra-Luna, porque, por extraño que parezca, nunca sucederá.

Si el día terrestre está ganando un segundo de duración cada 62 500 años, en los siete mil millones de años durante los cuales el Sol permanecerá en la secuencia principal, el día ganaría unas 31 horas y tendría una duración de 2,3 del día actual. Sin embargo, durante ese intervalo la Luna estará retrocediendo y sus efectos de atracción disminuirán de modo que sería correcto decir que al final del período de siete mil millones de años, el día de la Tierra tendría una duración aproximada del doble de su duración actual.

No tendría posibilidades de prolongarse, ni tan sólo la posibilidad de alargarlo de modo que girara con la Luna al estilo de las pesas, y mucho menos, naturalmente, comenzar juntas una espiral que desarrollara esos gloriosos anillos. Mucho antes de que todo eso pueda suceder, el Sol se habrá dilatado y convertido en gigante rojo, destruyendo al mismo tiempo a la Tierra y a la Luna.

Por lo tanto, resulta que la Tierra continuará siendo habitable, en cuanto se refiere a su período de rotación, durante toda su existencia, aunque con un día de doble duración las temperaturas extremas durante el día y la noche pueden ser mucho más elevadas de lo que ahora son y bastante incómodas.

Sin embargo, en esa época la Humanidad ya habrá abandonado seguramente el planeta (suponiendo que la Humanidad sobreviva esos miles de millones de años) y habrá sido la dilatación del Sol, y no el retraso en la rotación, lo que la habrá ahuyentado.

IX. EL DESPLAZAMIENTO DE LA CORTEZA
Calor interno

Puesto que no parece que los voluminosos cuerpos celestes (incluyendo la Luna), amenacen seriamente a la Tierra mientras el Sol permanezca en la secuencia principal, olvidemos de momento
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el resto del universo y concentrémonos en el planeta Tierra.

¿Podría ocurrir alguna catástrofe que implicara a la Tierra sin que interviniera ningún otro cuerpo? Por ejemplo, ¿podría el planeta estallar momentáneamente sin previo aviso? ¿Podría partirse en dos? O ¿podría ser amenazada su integridad tan drásticamente desde todos los aspectos como para llegar a una catástrofe de tercera clase que pusiera fin a la Tierra como mundo habitable?

Después de todo, la Tierra es un cuerpo excesivamente caliente; sólo es fría su superficie.

La fuente original del calor fue la energía dinámica del movimiento de los cuerpos pequeños que se acumularon y se estrellaron juntos para formar la Tierra hace unos cinco mil millones de años. La energía dinámica se convirtió en calor suficiente para derretir el interior. Durante los miles de millones de años que han transcurrido desde entonces, el interior de la Tierra no se ha enfriado. Por una parte, las capas exteriores de roca constituyen buenos aislantes del calor que conducen con extrema lentitud. Por esta razón, es muy poco el calor que relativamente se filtra de la Tierra hacia el espacio que la rodea.

Naturalmente escapa calor, pues no existe un aislante perfecto, pero, aun así, no se produce enfriamiento. En las capas exteriores de la Tierra existen ciertas variedades de átomos que son radiactivos. Cuatro de ellos revisten especial importancia: uranio-238, uranio-235, torio-232 y potasio-40. Estos átomos se degradan muy lentamente y en el curso de los miles de millones de años de existencia de la Tierra algunas de estas variedades existen intactas todavía. Hay que decir que la mayor parte del uranio-235 y el potasio-40 ya han desaparecido en la actualidad; no así el uranio-238, del que queda una mitad y una quinta parte tan sólo del torio-232.

La energía del desgaste se convierte en calor, y aunque la cantidad de calor producida por el desgaste de un solo átomo es insignificante, el calor total producido por grandes proporciones de átomos destruidos iguala la cantidad de calor perdida en el interior de la Tierra. Por tanto, la Tierra está, en todo caso, ganando calor antes que perdiéndolo.

Por consiguiente, es posible que el voraz calor interno (algunos estiman que la temperatura llega a los 2.700° en el centro) produzca una fuerza expansiva que surja a través de la fría superficie como una enorme bomba planetaria, dejando tan sólo un cinturón de asteroides en donde en otros tiempos existió la Tierra.

De hecho, lo que convierte esta posibilidad en plausible, es el hecho de que ya
existe
un cinturón de asteroides entre las órbitas de Marte y de Júpiter. ¿De dónde procede ese cinturón? En 1802, el astrónomo alemán Heinrich W. M. Olbers (1758-1840) descubrió el segundo asteroide, Palas, y en seguida consideró que los dos asteroides, Ceres y Palas, eran pequeños fragmentos de un gran planeta que en otro tiempo giró en órbita entre Marte y Júpiter y estalló después. Ahora que sabemos que hay decenas de millares de asteroides, la mayor parte de ellos no superiores a un par de kilómetros de diámetro, esta teoría nos parece mucho más plausible todavía.

Otro punto de evidencia que parece confirmar esa teoría radica en los meteoritos que han aterrizado en nuestro planeta (y que se supone desprendidos del cinturón asteroidal); un 90 % es roca y el 10 % níquel-hierro. Esto parece confirmar que son fragmentos de un planeta con el centro de níquel-hierro y una envoltura de roca a su alrededor.

La Tierra posee esa composición con el centro que constituye un 17 % del volumen del planeta. Marte es algo menos denso que la Tierra, y, por tanto, debe poseer un centro (la parte más densa del planeta) más pequeño en proporción al resto del planeta del que posee la Tierra. Si el planeta que estalló fuese semejante a Marte, se justificaría la proporción de los meteoritos en níquel-hierro y piedra.

Queda incluso un 2 % de meteoritos de roca que son «condritas carbonosas» y contienen cantidades importantes de los elementos ligeros incluso agua y compuestos orgánicos. El origen de estos meteoritos podría ser la corteza exterior del planeta estallado.

Sin embargo a pesar de la lógica de esa teoría respecto al origen explosivo de los asteroides, los astrónomos no la han aceptado. La mejor valuación que tenemos de la masa total de los asteroides es que representan 1/10 parte de la masa de la Luna. Si todos los asteroides constituyen un único cuerpo, éste alcanzaría un diámetro de unos 1.600 kilómetros (1.000 millas). Cuanto más pequeño el cuerpo, tanto menor es el calor, y menores los motivos que provoquen una explosión. No parece lógico que explote un cuerpo del tamaño de un satélite normal.

Parece mucho más lógico suponer que, a medida que Júpiter crecía, se mostró tan eficiente arrastrando hacia sí la masa adicional de sus proximidades (gracias a su ya enorme masa), que dejó muy poco en lo que ahora es el cinturón de asteroides para poder acumularse y formar un planeta. Ciertamente, dejó tan poco que Marte no pudo aumentar hasta el tamaño logrado por la Tierra y Venus. Simplemente, no había suficiente materia.

Por consiguiente, pudo suceder que la materia asteroidal tuviese una masa demasiado pequeña y generase un campo gravitacional total demasiado reducido para reunirse y formar un solo planeta, especialmente teniendo en cuenta que los efectos de atracción del campo gravitacional de Júpiter actuaban en contra de ello. En su lugar, pudieron haberse formado algunos asteroides de tamaño mediano y los choques entre ellos haber dado como resultado una enorme pulverización de cuerpos más pequeños.

En resumen, ahora se ha llegado a un acuerdo general de que los asteroides no son el producto de un planeta que estalló, sino el material de una planeta que nunca llegó a formarse.

Si no hubo explosión de un planeta, en el espacio comprendido entre Marte y Júpiter, tenemos menos motivos para creer que cualquier otro planeta vaya a explotar. Además, no hemos de subestimar el poder de la gravedad. El campo gravitacional de un cuerpo del tamaño de la Tierra es dominante. La influencia expansiva del calor interno es mucho más que suficiente para vencer la presión gravitacional hacia el interior.

Cabría pensar si la desintegración de átomos radiactivos en el cuerpo de la Tierra no podría elevar la temperatura hasta alcanzar un punto peligroso. En cuanto pueda referirse a la explosión, ese temor no es razonable. Si la temperatura se elevara lo suficiente para poder derretir toda la Tierra, la atmósfera y el océano actuales podrían perderse, pero el resto del planeta seguiría girando como una enorme gota de líquido que la gravedad mantendría segura sobre sí misma. (El planeta gigante, Júpiter, se cree ahora justamente que es una gota de líquido a semejanza de la mencionada, con temperaturas en su centro tan elevadas como 54.000° C, aunque, hay que decir, el campo gravitacional de Júpiter es trescientas dieciocho veces tan intenso como el de la Tierra.)

Naturalmente, si la Tierra se calentara lo bastante para derretir todo el planeta, incluida la corteza, eso sería una auténtica catástrofe de tercera clase. Ya no tendríamos por qué esperar una explosión.

No obstante, esto no es probable que suceda. La radiactividad natural de la Tierra está en continuo descenso. Ahora, en conjunto, es menos de la mitad de lo que lo fue al principio de la historia planetaria. Si la Tierra no se ha derretido ya durante sus primeros miles de millones de años de vida, no irá a hacerlo ahora. E incluso, aunque la temperatura de la Tierra haya estado elevándose durante toda su vida en una proporción constantemente decreciente, y no ha conseguido todavía fundir la corteza, pero ése es el objetivo hacia el que se encamina, la temperatura se elevará con tanta lentitud que proporcionará a la Humanidad el tiempo suficiente para escapar del planeta.

Es mucho más probable que el calor interno de la Tierra esté, en el mejor de los casos, manteniéndose, y que cuando la radiactividad del planeta siga disminuyendo comience a registrarse una pérdida de calor muy lenta. En ese caso podríamos predecir un futuro muy lejano en el que la Tierra cada vez será más fría.

¿Afectará esto de algún modo a la vida que pueda ser considerado catastrófico? En lo que se refiere a la temperatura de la superficie de la Tierra, seguramente no. Casi todo el calor de nuestra superficie proviene del Sol. Si el Sol dejara de brillar, la temperatura de la superficie terrestre descendería a niveles más bajos de los polares y el calor interno del planeta produciría un efecto moderador insignificante. Si el calor interno de la Tierra descendiera a cero, por otro lado, y el Sol siguiera brillando, nosotros nunca notaríamos la diferencia en cuanto a la superficie de la Tierra se refiere. Sin embargo, el calor interno de nuestro planeta refuerza ciertos acontecimientos familiares a los seres humanos. ¿Constituiría una catástrofe su pérdida, aunque el Sol siguiera brillando?

Ésta no es una cuestión que deba preocuparnos porque nunca surgirá. El descenso de radiactividad y la pérdida de calor tendrían lugar con tanto lentitud, que es seguro que la Tierra continuará siendo un cuerpo con calor interno, como hoy día, en el momento en que el Sol abandone la secuencia principal.

Catastrofismo

Pasemos ahora a aquellas catástrofes de tercera clase que, aun sin comprometer la integridad de la Tierra como un conjunto, la convertirían, no obstante, en inhabitable.

Los temas míticos con frecuencia hablan de desastres mundiales que ponen fin a toda, o casi toda, la vida. Es posible que esos mitos tuvieran su origen en desastres menores que el recuerdo exageró y la leyenda lo hizo más todavía.

Por ejemplo, las civilizaciones más antiguas se establecieron en los valles, a orilla de los ríos, y tales lugares están sujetos ocasionalmente a inundaciones desastrosas. Una inundación especialmente calamitosa que barriera toda la zona conocida por los habitantes de aquel lugar (y los habitantes de las civilizaciones antiguas tenían una apreciación muy limitada de la extensión de la Tierra) sería para ellos una destrucción de características mundiales.

Los antiguos sumerios, que habitaron el valle del Tigris-Éufrates, en lo que ahora es Irak, parecen haber sufrido una inundación especialmente desastrosa alrededor del año 2800 a. de JC. La impresión que produjo y el impacto que causó en su mundo fueron suficientes para que en lo sucesivo marcara un hito en los hechos que fueron «antes del Diluvio» y «después del Diluvio».

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