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Authors: Julio Cortázar

Tags: #Cuentos y Relatos

Las Armas Secretas (20 page)

BOOK: Las Armas Secretas
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—Te imaginaba curada de todo aquello —dice Babette con una voz demasiado desapegada—. En fin, Pierre no es tonto y comprenderá. Yo creía que estaba enterado desde hace rato.

—Iba a decírselo, quería decírselo y entonces… Babette, te juro que me habló tartamudeando, y antes, antes…

—Ya me dijiste, pero estás exagerando. Roland también se peina a veces como le da la gana y no por eso lo confundes, qué demonios.

—Y ahora se ha ido —repite monótonamente Michèle.

—Ya volverá —dice Babette—. Bueno, prepara algo sabroso para Roland que está cada día más hambriento.

—Me estás difamando —dice Roland desde la puerta—. ¿Qué le pasa a Michèle?

—Vamos —dice Babette—. Vamos en seguida.

El mundo se maneja con un cilindro de caucho que cabe en la mano; girando apenas a la derecha, todos los árboles son un solo árbol tendido a la vera del camino; entonces se hace girar una nada a la izquierda, el gigante verde se deshace en cientos de álamos que corren hacia atrás, las torres de alta tensión avanzan pausadamente, una a una, la marcha en una cadencia feliz en la que ya pueden entrar palabras, jirones de imágenes que no son las de la ruta, el cilindro de caucho gira a la derecha, el sonido sube y sube, una cuerda de sonido se tiende insoportablemente, pero ya no se piensa más, todo es máquina, cuerpo pegado a la máquina y viento en la cara como un olvido, Corbeil, Arpajon, Linas-Montlhéry, otra vez los álamos, la garita del agente de tránsito, la luz cada vez más violeta, un aire fresco que llena la boca entreabierta, más despacio, más despacio, en esa encrucijada tomar a la derecha, París a dieciocho kilómetros, cinzano, París a diecisiete kilómetros. «No me he matado», piensa Pierre entrando lentamente en el camino de la izquierda. «Es increíble que no me haya matado». El cansancio pesa como un pasajero a sus espaldas, algo cada vez más dulce y necesario. «Yo creo que me perdonará», piensa Pierre. «Los dos somos tan absurdos, es necesario que comprenda, que comprenda, que comprenda, nada se sabe de verdad hasta no haberse amado, quiero su pelo entre mis manos, su cuerpo, la quiero, la quiero…». El bosque nace al lado del camino, las hojas secas invaden la carretera, traídas por el viento. Pierre mira las hojas que la moto va tragando y agitando; el cilindro de caucho empieza a girar otra vez a la derecha, más y más. Y de pronto es la bola de vidrio que brilla débilmente en el nacimiento del pasamanos. No hay ninguna necesidad de dejar la moto lejos del pabellón, pero Bobby va a ladrar y por eso uno esconde la moto entre los árboles y llega a pie con las mismas luces, entra en el salón buscando a Michèle que estará ahí, pero Michèle no está sentada en el sofá, hay solamente la botella de coñac y los vasos usados, la puerta que lleva a la cocina ha quedado abierta y por ahí entra una luz rojiza, el sol que se pone en el fondo del jardín, y solamente silencio, de modo que lo mejor es ir hacia la escalera orientándose por la bola de vidrio que brilla, o son los ojos de Bobby tendido en el primer peldaño con el pelo erizado, gruñendo apenas, no es difícil pasar por encima de Bobby, subir lentamente los peldaños para que no crujan y Michèle no se asuste, la puerta entornada, no puede ser que la puerta esté entornada y que él no tenga la llave en el bolsillo, pero si la puerta está entornada ya no hay necesidad de llave, es un placer pasarse las manos por el pelo mientras se avanza hacia la puerta, se entra apoyando ligeramente el pie derecho, empujando apenas la puerta que se abre sin ruido, y Michèle sentada al borde de la cama levanta los ojos y lo mira, se lleva las manos a la boca, parecería que va a gritar (pero por qué no tiene el pelo suelto, por qué no tiene puesto el camisón celeste, ahora está vestida con unos pantalones y parece mayor), y entonces Michèle sonríe, suspira, se endereza tendiéndole los brazos, dice: «Pierre, Pierre», en vez de juntar las manos y suplicar y resistirse dice su nombre y lo está esperando, lo mira y tiembla como de felicidad o de vergüenza, como la perra delatora que es, como si la estuviera viendo a pesar del colchón de hojas secas que otra vez le cubren la cara y que se arranca con las dos manos mientras Michèle retrocede, tropieza con el borde de la cama, mira desesperadamente hacia atrás, grita, grita, todo el placer que sube y lo baña, grita, así, el pelo entre los dedos, así, aunque suplique, así entonces, perra, así.

—Por Dios, pero si es un asunto más que olvidado —dice Roland, tomando un viraje a toda máquina.

—Eso creía yo. Casi siete años. Y de golpe salta, justamente ahora…

—En eso te equivocas —dice Roland—. Si alguna vez tenía que saltar es ahora, dentro de lo absurdo resulta bastante lógico. Yo mismo… A veces sueño con todo eso, sabes. La forma en que matamos al tipo no es de las que se olvidan. En fin, uno no podía hacer las cosas mejor en esos tiempos —dice Roland, acelerando a fondo.

—Ella no sabe nada —dice Babette—. Solamente que lo mataron poco después. Era justo decirle por lo menos eso.

—Por supuesto. Pero a él no le pareció nada justo. Me acuerdo de su cara cuando lo sacamos del auto en pleno bosque, se dio cuenta inmediatamente de que estaba liquidado. Era valiente, eso sí.

—Ser valiente es siempre más fácil que ser hombre —dice Babette—. Abusar de una criatura que… Cuando pienso en lo que tuve que luchar para que Michèle no se matara. Esas primeras noches… No me extraña que ahora vuelva a sentirse la de antes, es casi natural.

El auto entra a toda velocidad en la calle que lleva al pabellón.

—Sí, era un cochino —dice Roland—. El ario puro, como lo entendían ellos en ese tiempo. Pidió un cigarrillo, naturalmente, la ceremonia completa. También quiso saber por qué íbamos a liquidarlo, y se lo explicamos, vaya si se lo explicamos. Cuando sueño con él es sobre todo en ese momento, su aire de sorpresa desdeñosa, su manera casi elegante de tartamudear. Me acuerdo de cómo cayó, con la cara hecha pedazos entre las hojas secas.

—No sigas, por favor —dice Babette.

—Se lo merecía, aparte de que no teníamos otras armas. Un cartucho de caza bien usado… ¿Es a la izquierda, allá en el fondo?

—Sí, a la izquierda.

—Espero que haya coñac —dice Roland, empezando a frenar.

Autor

Julio Cortázar
(Bruselas, 1914-París, 1984), narrador, poeta y ensayista, es uno de los escritores argentinos más importantes de todos los tiempos. Tras realizar estudios de Letras y trabajar como docente en Argentina, se mudó en 1951 a París, donde creó una obra literaria única dentro de la lengua castellana. A través de una imaginación y una originalidad deslumbrantes, llevó a la perfección el género del relato corto; destacan entre sus obras las recopilaciones de cuentos
Bestiario
(1951),
Final del juego
(1956),
Historias de cronopios y de famas
(1962) o
Todos los fuegos el fuego
(1966). Fue, asimismo, un maravilloso novelista, como demostró en
Los premios
(1960),
62/Modelo para armar
(1968) y, sobre todo,
Rayuela
(1963), una de las obras maestras de la narrativa del siglo XX.

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