Read Las aventuras de Huckleberry Finn Online
Authors: Mark Twain
Tags: #Narrativa, Aventuras, Clásico
Al decir esto último se echó la escopeta al brazo izquierdo y la amartilló.
El grupo retrocedió de golpe y después se separó, y cada uno se fue a toda prisa por su cuenta, y Buck Harkness fue detrás de ellos, con un aire bastante derrotado. Yo podría haberme quedado si hubiera querido, pero no quería.
Fui al circo y me quedé dando vueltas por la trasera hasta que pasó el vigilante y después me metí por debajo de la lona. Tenía mi moneda de oro de veinte dólares y algo más de dinero, pero calculaba que más me valía ahorrarlo, porque nunca se sabe cuándo se va a necesitar cuando anda uno lejos de casa y entre desconocidos y esas cosas. Hay que andarse con mucho cuidado. Yo no tengo nada en contra de gastar el dinero en circos cuando no queda más remedio, pero tampoco tiene sentido tirarlo en ellos.
Era un circo verdaderamente estupendo. Era lo más maravilloso que se ha visto cuando llegaban todos a caballo de dos en dos, caballeros y damas al lado, los hombres en calzoncillos y camisetas, sin zapatos ni estribos y con las manos apoyadas en los muslos, tan tranquilos y tan cómodos, por lo menos veinte de ellos, y cada dama tan fina y todas tan guapas como una pandilla de reinas de verdad, con unos vestidos que costaban millones de dólares y todos llenos de diamantes. Verdaderamente daba gusto verlas; nunca he visto nada más bonito. Y después se fueron poniendo en pie uno por uno y fueron dando vueltas en torno al anillo, los hombres muy altos, esbeltos y erguidos, con las cabezas moviéndose un poco y casi rozando el techo de la carpa, y con los vestidos de color de hoja de rosa de las damas dándoles vueltas en las caderas e inflados, de forma que parecían unos parasoles preciosos.
Y después comenzaron a ir cada vez más rápido, bailando todos ellos, primero con un pie en el aire y luego con el otro, con los caballos cada vez más inclinados y el jefe de pista dando vueltas al poste central, chasqueando el látigo y gritando «¡Jai! ¡Jai!», y el payaso contando chistes detrás de él, hasta que todos dejaron caer las riendas y cada una de las damas se puso las manos en las caderas y cada uno de los caballeros se cruzó de brazos, ¡y entonces fueron los caballos y se inclinaron hasta quedar de rodillas! Así que fueron saltando al anillo uno después de otro, con las reverencias más bonitas que he visto en mi vida, y después se fueron y todo el mundo se puso a aplaudir como si se hubiera vuelto loco.
Bueno, todos los del circo hicieron las cosas más asombrosas, y todo el tiempo el payaso hacía unos chistes que la gente casi se moría. El jefe de pista no podía decirle una palabra sin que el otro le contestara rápido como el rayo con las cosas más divertidas del mundo, y lo que yo no podía entender en absoluto era cómo se le podían ocurrir tantas, tan de repente y tan oportunas. Hombre, si a mí no se me hubieran ocurrido en todo un año. Y después un borracho trató de meterse en la pista y dijo que quería montar a caballo, y que sabía montar tan bien como el mejor. Discutieron con él y trataron de impedírselo, pero él no les hizo caso y todo el espectáculo se paró. Entonces la gente empezó a gritarle y a reírse de él, y él se enfadó y empezó a decir barbaridades, así que el público se enfadó y muchos hombres empezaron a bajar de los bancos hacia la pista, diciendo: «¡Que le den una paliza! ¡que lo echen!» Y una o dos mujeres empezaron a gritar. Entonces el jefe de pista hizo un discursito diciendo que esperaba que no hubiera incidentes, y que si el hombre prometía que no armaría más jaleo, le dejaría montar a caballo si creía que no se iba a caer. Así que todo el mundo se echó a reír y dijo que bueno, y el hombre montó. En cuanto estuvo montado, el caballo empezó a saltar, brincar y corvetear, con los empleados del circo agarrados de la brida, tratando de frenarlo, y el borracho colgado del cuello del caballo, con los pies volando por el aire a cada salto, y toda la gente de pie, gritando y riéndose tanto que se le caían las lágrimas. Y por fin, claro, a pesar de los empleados del circo, el caballo se soltó y salió corriendo como un desesperado, con el borracho pegado a él y agarrado al cuello, primero con una pierna caída de un lado hasta tocar casi el suelo y después con la otra del otro lado y la gente muerta de la risa. A mí no me parecía nada divertido; gritaba del miedo que me daba. Pero en seguida logró volver a la silla y agarrarse a la brida, cayéndose primero de un lado y luego del otro, y al cabo de un momento dio un salto y dejó caer la brida, ¡y se puso en pie!, con el caballo corriendo como un loco. Ahí se quedó, en pie, dejando que el caballo corriese, tan tranquilo, como si nunca hubiera estado borracho en la vida, y después empezó a quitarse la ropa y tirarla al suelo. Se quitó tantas cosas que prácticamente llenaban el aire, y en total soltó diecisiete trajes. Y ahí se quedó, esbelto y bien parecido, vestido de la forma más bonita y llamativa del mundo, y le dio al caballo con el látigo para hacerle correr todavía más, y después se bajó de un salto, hizo una reverencia y se fue bailando a los vestuarios, y todo el mundo venga de gritar de asombro y de alegría.
Entonces el jefe de pista vio que le habían engañado, y creo que nunca he visto a un jefe de pista tan desanimado. ¡Pero si era uno de sus propios hombres! Se le había ocurrido aquella broma por su cuenta, sin decírselo a nadie. Bueno, yo también me sentía bastante tonto por haberme dejado engañar, pero no hubiera querido estar en el lugar de aquel jefe de pista, ni por mil dólares. No sé; quizá haya circos mejores que aquél, pero todavía no he visto ninguno. En todo caso, para mí era buenísimo, y cuando vuelva a encontrármelo, puede contar con este cliente en cuanto que lo vea.
Bueno, aquella noche tocaba nuestro espectáculo, pero no había más que doce personas, justo lo suficiente para pagar los gastos. Y se estuvieron riendo todo el tiempo, con lo que el duque se cabreó, y, encima, todos se marcharon antes de que terminara la obra, salvo un muchacho que se había quedado dormido. Así que el duque dijo que aquellos campuzos de Arkansaw no entendían a Shakespeare; lo que les gustaba eran las bufonadas, según parecía. Dijo que ya veía por dónde respiraban. Así que a la mañana siguiente consiguió unas grandes hojas de papel de envolver y pintura negra, preparó octavillas y las distribuyó por todo el pueblo. Las octavillas decían:
¡EN LA SALA DEL JUZGADO!
¡Sólo tres noches!
Los actores de fama mundial
¡DAVID GARRICK EL JOVEN!
Y
¡EDMUND KEAN EL VIEJO!
de los Teatros de Londres
y
del continente,
En su emocionante tragedia de
EL CAMELOPARDO DEL REY
O
¡¡LA REALEZA SIN PAR!!
Entrada 50 centavos.
Y al final, la línea más grande de todas, que decía:
PROHIBIDA LA ENTRADA DE SEÑORAS Y NIÑOS
—Vale —dijo—, si con esto último no vienen, ¡entonces es que no conozco Arkansaw!
B
UENO
, el rey y él estuvieron trabajando todo el día, montando un escenario y un telón y una fila de velas para que hicieran de candilejas; y aquella noche la sala se llenó de hombres en un momento. Cuando ya no cabían más, el duque dejó la taquilla, dio la vuelta por detrás, subió al escenario y se puso delante del telón, donde soltó un discurso en el que elogió la tragedia y dijo que era la más emocionante jamás vista, y después dándose aires con la tragedia y con Edmund Kean el viejo, que iba a interpretar el principal papel, y cuando por fin los tuvo a todos impacientes porque empezase, corrió el telón y al momento siguiente apareció el rey a cuatro patas, desnudo, pintado por todas partes de anillos y rayas de todos los colores, espléndido como un arco iris. Y… pero el resto de su atavío no importa; era una verdadera locura, aunque muy divertido. El público casi se murió de la risa, y cuando el rey terminó de hacer piruetas y desapareció detrás del escenario, se puso a gritar y a aplaudir, a patear y a carcajearse hasta que volvió y lo repitió, y después todavía le obligaron a repetirlo otra vez. Yo creo que hasta una vaca se habría reído con las tonterías que hacía aquel viejo idiota.
Después el duque bajó el telón, hizo una reverencia al público y dijo que la gran tragedia sólo se interpretaría dos noches más, por tener compromisos urgentes en Londres, donde estaban vendidas todas las entradas en Drury Lane, y después hizo otra reverencia, y dijo que si había logrado que se divirtieran y se instruyeran, les agradecería mucho que se lo mencionaran a sus amigos para que también fueran a verla.
Veinte voces gritaron:
—¿Cómo, ha terminado? ¿Eso es todo?
El duque va y dice que sí. Entonces se armó una buena. Todo el mundo se puso a gritar: «¡Estafadores!» y se levantó furioso y se lanzó hacia el escenario y los actores trágicos. Pero un hombre corpulento y de buen aspecto saltó a un banco y gritó:
—¡Calma! Sólo una palabra, caballeros —y se detuvieron a escucharlo—. Nos han estafado, y estafado bien. Pero no queremos que todo el pueblo se ría de nosotros, creo yo, y que nos den la lata toda la vida. No. Lo que queremos es irnos de aquí con calma para hacer una buena propaganda del espectáculo, ¡y engañar al resto del pueblo! Entonces estaremos todos en las mismas. ¿No os parece lo más sensato? («¡Seguro que sí! Tiene razón el juez!», gritaron todos.) Bueno, pues entonces, ni palabra a nadie de esta estafa. Todo el mundo a casa a decirles a los demás que vengan a ver la tragedia.
Al día siguiente en el pueblo no se hablaba más que de lo espléndida que había sido la función. La sala volvió a llenarse aquella noche y la estafa se repitió igual que la anterior. Cuando el rey, el duque y yo volvimos a la balsa cenamos todos, y al cabo de un rato hicieron que Jim y yo la sacáramos flotando hasta la mitad del río y la escondiéramos unas dos millas abajo del pueblo.
La tercera noche la sala volvió a llenarse, y aquella vez no había espectadores nuevos, sino gente que ya había venido las otras dos. Me quedé con el duque en la taquilla y vi que todos los que pasaban llevaban los bolsillos llenos o algo escondido debajo de la chaqueta, y también me di cuenta de que no olían precisamente a rosas, ni mucho menos. Olí huevos podridos por docenas, coles podridas y cosas así, y si alguna vez he olido a un gato muerto, y aseguro que sí, entraron sesenta y cuatro de ellos. Aguanté un momento, pero era demasiado para mí; no podía soportarlo. Bueno, cuando ya no cabía ni un espectador más, el duque le dio a un tipo un cuarto de dólar, le dijo que se quedara en la taquilla un minuto y después fue hacia la puerta del escenario, conmigo detrás; pero en cuanto volvimos la esquina y quedamos en la oscuridad, va y me dice:
—Ahora echa a andar rápido hasta que ya no queden casas, ¡y después corre hacia la balsa como alma que lleva el diablo!
Así lo hice, y él igual. Llegamos a la balsa al mismo tiempo, y en menos de dos segundos íbamos deslizándonos río abajo, en la oscuridad y el silencio, avanzando hacia la mitad del río, todos bien callados. Calculé que el pobre rey lo iba a pasar muy mal con el público, pero ni hablar; un minuto después salió a cuatro patas del wigwam y dijo:
—Bueno, ¿cómo ha salido esta vez, duque? —ni siquiera había ido al pueblo.
No encendimos ni una luz hasta que estuvimos unas diez millas más abajo del pueblo. Allí cenamos, y el rey y el duque se desternillaron de la risa con la forma en que habían engañado a aquella gente. El duque decía:
—¡Pardillos, paletos! Ya sabía yo que los de la primera sesión no dirían nada y dejarían que engañásemos al resto del pueblo, y sabía que se iban a vengar la tercera noche, pensando que les había llegado la vez a ellos. Bueno, ya les llegó, y daría algo por saber cómo se lo van a tomar. Ya me gustaría saber cómo van a aprovechar la oportunidad. Siempre se pueden ir de merienda si quieren. Llevaron bastantes provisiones.
Aquellos sinvergüenzas habían sacado cuatrocientos sesenta y cinco dólares en tres noches. Yo nunca había visto entrar el dinero así, a carretadas.
Después, cuando ya se habían dormido y roncaban, Jim va y dice:
—¿No te extraña cómo se porta ese rey, Huck?
—No —respondí—, nada.
—¿Por qué no, Huck?
—Bueno, pues no, porque lo llevan en la sangre. Calculo que son todos iguales.
—Pero, Huck, estos reyes nuestros son unos sinvergüenzas; eso es lo que son, unos sinvergüenzas.
—Bueno, eso es lo que decía; todos los reyes son prácticamente unos sinvergüenzas, que yo sepa.
—¿Es verdad?
—No tienes más que leer lo que han hecho para enterarte. Fíjate en Enrique VIII; este nuestro es un superintendente de escuela dominical a su lado. Y fíjate en Carlos II y Luis XIV, y Luis XV y Jacobo II y Eduardo II y Ricardo III y cuarenta más; además de todas aquellas heptarquías sajonas que andaban por ahí en la antigüedad armando jaleos. Pero tendrías que haber visto al tal Enrique VIII cuando estaba en forma. Era una joya. Se casaba con una mujer nueva cada día y le cortaba la cabeza a la mañana siguiente. Y le importaba tanto como si estuviera pidiendo un par de huevos. «Que traigan a Nell Gwynn», decía. Se la traían. A la mañana siguiente: «¡Que le corten la cabeza!» Y se la cortaban. «Que traigan a Jane Shore», decía, y ahí llegaba. A la mañana siguiente: «Que le corten la cabeza». Y se la cortaban. «Que traigan a la bella Rosamun», y la bella Rosamun respondía ala campana. A la mañana siguiente: «Que le corten la cabeza». Y hacía que cada una de ellas le contase un cuento cada noche y así hasta que reunió mil y un cuentos, y entonces los metió todos en un libro y lo llamó el Libro del juicio, que es un buen título, y que lo aclara todo. Tú no conoces a los reyes, Jim, pero yo sí; este pícaro nuestro es uno de los más decentes que me he encontrado en la historia. Bueno, al tal Enrique le da la idea de que quiere meterse en líos con este país. Y, ¿qué hace... avisa de algo? ¿Se lo dice al país? No. De golpe va y tira por la borda todo el té que hay en el puerto de Boston y se inventa una declaración de independencia y les dice que a ver si se atreven. Así era como hacía él las cosas. Nunca le daba una oportunidad a nadie. Sospechaba algo de su padre, que era el duque de Wellington. Y, ¿qué hace? ¿Le dice que se presente? No: lo ahoga en una barrica de malvasía, como si fuera un gato. Imagínate que alguien dejase dinero olvidado donde estaba él; ¿qué hacía? Se lo guardaba. Imagínate que tenía un contrato para hacer algo y le pagabas y no te quedabas ahí sentado a ver cómo lo hacía; ¿qué hacía él? Siempre lo contrario. Imagínate que abría la boca; ¿qué pasaba? Si no la cerraba inmediatamente, soltaba una mentira por minuto. Así era de bicho el tal Enrique, y si hubiera estado él con nosotros en lugar de nuestros reyes, habría estafado a ese pueblo mucho más que los nuestros. No digo que los nuestros sean unos corderitos, porque no lo son y sería mentir, pero no son nada en comparación con aquel viejo cabrón. Lo único que te digo es que los reyes son los reyes y hay que dejarles un margen. Así, en bloque, son bastante gentuza. Es por cómo los crían.