Las aventuras de Huckleberry Finn (34 page)

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Authors: Mark Twain

Tags: #Narrativa, Aventuras, Clásico

BOOK: Las aventuras de Huckleberry Finn
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—Búscate tres —dice él—; nos hace falta uno para convertirlo en serrucho.

—Tom, si no va contra el reglamento ni contra la religión que te lo sugiera —dije yo—, hay un serrucho viejo y oxidado medio tapado debajo de la tejavana que está detrás del ahumador de carne.

Me miró como cansado y desalentado y dijo:

—No se te puede enseñar nada, Huck. Ve a buscar los cuchillos, y que sean tres —y así lo hice.

Capítulo 36

A
QUELLA NOCHE
, en cuanto calculamos que todos se habían dormido, bajamos por el pararrayos, nos encerramos en el cobertizo y sacamos nuestro montón de «fuego de zorro» y nos pusimos a trabajar. Despejamos todo a nuestro alrededor, unos cuatro o cinco pies a lo largo del tronco de abajo. Tom dijo que ya estábamos justo detrás de la cama de Jim y que cavaríamos por debajo, y cuando llegáramos allí nadie se daría cuenta de que había un agujero, porque la colcha de Jim colgaba casi hasta el suelo y habría que levantarla para mirar por debajo para verlo. Así que nos pusimos a cavar con los cuchillos hasta casi medianoche, cuando nos sentimos cansadísimos, con las manos llenas de ampollas, y sin embargo casi no se notaba lo que habíamos hecho. Por fin dije yo:

—Esto no va a durar treinta y siete años; este trabajo es para treinta y ocho años, Tom Sawyer.

No dijo nada. Pero suspiró y en seguida dejó de cavar y luego vi que pensaba durante un rato. Después dijo:

—Esto no marcha, no va a funcionar. Si fuéramos prisioneros funcionaría, porque tendríamos todos los años que quisiéramos sin ninguna prisa, y no podríamos cavar más que unos minutos al día, mientras cambiaban la guardia, de forma que no nos saldrían ampollas en las manos, y podríamos seguir constantemente, un año tras otro, y hacerlo bien, como hay que hacer las cosas. Pero nosotros no podemos perder tiempo, tenemos que darnos prisa; no tenemos tanto tiempo. Si pasamos otra noche igual, tendríamos que descansar una semana para que se nos curasen las manos; tardaríamos todo ese tiempo en volver a tocar un cuchillo de cocina.

—Entonces, ¿qué vamos a hacer, Tom?

—Te lo voy a decir. No está bien, y no es moral, y no me gustaría que se supiera, pero es la única forma: tenemos que sacarlo con los picos y hacer como que son cuchillos de cocina.

—¡Eso es hablar! —dije yo—. Cada vez piensas mejor, Tom Sawyer. Lo que conviene son los picos, sean morales o no, y lo que es a mí me importa un pito la moral. Cuando se me ocurre robar un negro, o una sandía, o un libro de la escuela dominical, no me importa mucho cómo con tal de hacerlo. Lo que quiero es mi negro o mi sandía o mi libro de la escuela dominical, y si lo que mejor viene es un pico, con eso es con lo que voy a sacar a ese negro, o esa sandía, o ese libro de la escuela dominical, y me importa un pimiento lo que digan de eso los autores más autorizados.

—Bueno —va y dice—, hay una excusa para utilizar los picos y hacer como que son otra cosa en un caso así; si no, yo no lo aprobaría, ni permitiría que se infringiera el reglamento, porque lo que está bien está bien y lo que está mal está mal, y uno no tiene por qué hacer las cosas mal cuando no es ignorante y sabe lo que está bien. Estaría bien que tú sacaras a Jim con un pico, sin fingir que es otra cosa, porque no sabes qué es lo que está bien, pero no estaría bien que lo hiciera yo, porque sí lo sé. Pásame un cuchillo de cocina.

Tenía el suyo a su lado, pero le pasé el mío. Lo tiró al suelo y dijo:

—Dame un cuchillo de cocina.

Yo no sabía qué hacer, pero después lo pensé. Busqué entre las herramientas viejas y encontré un pico, se lo pasé y él lo agarró y se puso a trabajar sin decir ni una palabra.

Siempre era así de especial. Todo principios.

Entonces yo agarré una pala y nos pusimos a dar al pico y la pala, por turnos, como posesos. Así seguimos una media hora, que fue todo lo que aguantamos; pero a cambio habíamos hecho un buen agujero. Cuando subí al piso de arriba miré por la ventana y vi que Tom hacía todo lo que podía con el pararrayos, pero no conseguía subir de lo agrietadas que tenía las manos. Por fin dijo:

—Es inútil, no puedo. ¿Qué crees que debo hacer? ¿No se te ocurre nada?

—Sí —dije yo—, pero supongo que no está en el reglamento. Sube por las escaleras y haz como que son un pararrayos.

Así lo hizo.

Al día siguiente, Tom robó una cuchara de peltre y un candelabro de cobre de la casa para hacerle unas plumas a Jim, además de seis velas de sebo, y yo me quedé en torno a las cabañas de los negros esperando una oportunidad y robé tres platos de estaño. Tom dijo que no bastaba, pero yo le contesté que nadie vería jamás los platos que tirase Jim, porque caerían entre los matojos y las malas hierbas debajo de la ventana, así que los podíamos recuperar para que los volvieran a utilizar otra vez. Entonces Tom se convenció. Después, va y dice:

—Ahora lo que tenemos que estudiar es cómo llevarle las cosas a Jim.

—Se las damos por el agujero —dije—, cuando lo hayamos terminado.

Me miró despectivo y dijo algo así como que nunca había oído una idea tan idiota, y después se puso a estudiarlo. Al cabo de un rato anunció que ya había descubierto dos o tres formas, pero que todavía no era necesario decidirse por una. Dijo que primero teníamos que avisar a Jim.

Aquella noche bajamos por el pararrayos poco después de las diez, con una de las velas, escuchamos bajo la ventana y oímos roncar a Jim, así que se la tiramos adentro y no lo despertamos. Después nos pusimos a darle al pico y la pala, y al cabo de unas dos horas y media habíamos terminado el trabajo. Nos metimos en la cabaña por debajo del catre de Jim y estuvimos buscando hasta que encontramos la vela y la encendimos, y nos quedamos mirando un rato a Jim hasta comprobar su aspecto fuerte y sano, y después lo despertamos lentamente y con suavidad. Se alegró tanto de vernos que casi se echó a llorar y nos llamó sus niños y todas las cosas cariñosas que se le ocurrieron, y nos pidió que buscáramos un cortafríos para quitarle la cadena de la pierna inmediatamente y que él se pudiera marchar sin perder tiempo. Pero Tom le demostró que aquello no sería reglamentario y se sentó a contarle nuestros planes y cómo podíamos cambiarlos en un momento si había motivos de alarma y que no tuviera ningún temor, porque nos encargaríamos de que se escapara, sin duda. Entonces Jim dijo que estaba bien y nos quedamos un rato charlando de los viejos tiempos, y después Tom hizo un montón de preguntas, y cuando Jim le dijo que el tío Silas venía a diario o cada dos días a rezar con él y que tía Sally le visitaba para ver si estaba cómodo y tenía suficiente comida y que los dos eran muy amables, Tom dijo:

—Ahora ya sé cómo organizarlo. Te enviaremos algunas cosas con ellos.

—Ni se te ocurra; es una de las ideas más idiotas que he oído en mi vida —dije yo, pero no me hizo caso y siguió adelante. Era lo que pasaba cuando había hecho un plan.

Entonces le dijo a Jim que tendríamos que pasarle el pastel con la escala de cuerda y otras cosas de buen tamaño con Nat, el negro que le llevaba la comida, y tenía que estar alerta y no sorprenderse ni dejar que Nat lo viera cuando las abría, y que las cosas pequeñas las meteríamos en los bolsillos de la chaqueta del tío y tenía que robárselas, y que si teníamos la oportunidad ataríamos cosas en las cintas del mandil de la tía o se las pondríamos en el bolsillo del mandil, y le dijo lo que serían y para qué. También le pidió que llevase un diario escrito con sangre en la camisa y todas esas cosas. Se lo dijo todo. Jim no entendía la mayor parte, pero reconoció que como éramos blancos sabíamos más que él, así que se quedó tan contento y afirmó que lo haría todo tal como se lo había dicho Tom.

Jim tenía bastantes pipas de maíz y tabaco, así que lo pasamos muy bien en su compañía; después salimos a cuatro patas por el agujero y fuimos a acostarnos, con las manos en carne viva. Tom estaba muy animado. Dijo que aquello era lo más divertido de su vida y lo más intelectual, y que si pudiera arreglárselas nos pasaríamos la vida en ello y dejaríamos a Jim para que lo sacaran nuestros hijos, pues creía que a Jim le gustaría cada vez más a medida que se fuera acostumbrando. Dijo que de seguir así duraría por lo menos ochenta años y batiría todos los récords de tiempo. Y añadió que nos haría famosos a todos los que hubiéramos intervenido en aquello.

Por la mañana fuimos al montón de leña, partimos el candelabro de cobre en varios pedazos más manejables y Tom se los metió en el bolsillo con la cuchara de peltre. Después fuimos adonde estaban las cabañas de los negros, y mientras yo distraía a Nat, Tom metió un trozo del candelabro en medio del pan de borona que había en la escudilla para Jim y fuimos con Nat a ver cómo salía el asunto, que funcionó estupendamente; cuando Jim le dio un mordisco casi se rompió todos los dientes, y aquello era señal de lo bien que marchaba todo. Lo dijo el propio Tom. Jim no dijo de qué se trataba, sino que hizo como que era una piedrecita o alguna de esas cosas que se meten siempre en el pan, ya sabéis; pero a partir de entonces nunca le pegó un mordisco a nada sin antes haberle clavado el tenedor tres o cuatro veces.

Y mientras estábamos de pie en aquella penumbra, aparecieron dos de los perros que se habían metido en el agujero debajo del catre de Jim y siguieron llegando y llegando hasta que hubo once de ellos y apenas quedaba sitio ni para respirar. ¡Diablos, se nos había olvidado cerrar la puerta del cobertizo! El negro Nat no hizo más que gritar «Brujas» una sola vez y se arrodilló en el suelo entre los perros y empezó a gemir como si se estuviera muriendo. Tom abrió la puerta de golpe, tiró por ella un trozo de la carne de Jim y los perros se lanzaron a buscarla, y en dos segundos él mismo salió, volvió y cerró la puerta, y comprendí que también había cerrado la otra. Después se puso a hablarle al negro, en plan muy comprensivo y cariñoso, preguntándole si se había imaginado que había vuelto a ver algo. El negro levantó la cabeza, parpadeó y dijo:

—Sito Sid, se va usted a creer que soy un tonto, pero que me muera aquí mismo si no me ha parecido ver casi un millón de perros, o de diablos o de algo. Le aseguro que sí, sito Sid. Los toqué... Los toqué, señorito; estaban por todas partes. Dita sea, ojalá pudiera echarle la mano encima a una de esas brujas sólo una vez, una vez nada más, es lo único que pido. Pero sobre todo que me dejen en paz, eso sería lo mejor.

Tom va y dice:

—Bueno, te voy a decir lo que pienso. ¿Por qué vienen aquí precisamente a la hora del desayuno de este negro fugitivo? Es porque tienen hambre, y nada más. Tienes que hacerles un pastel de brujas. Eso es.

—Pero, por Dios, sito Sid, ¿cómo voy a hacerles un pastel de brujas? No sé cómo se hace. En mi vida había oído hablar de nada semejante.

—Bueno, entonces tendré que hacerlo yo mismo.

—¿Querrá usted hacerlo, mi niño? ¿Querrá de verdad? ¡Besaré el suelo que pisa usted, de verdad!

—Muy bien, te lo haré porque se trata de ti y porque te has portado bien con nosotros y nos has enseñado al negro fugitivo. Pero tienes que andarte con mucho cuidado. Cuando aparezcamos tienes que volverte de espaldas, y entonces, pongamos lo que pongamos en la escudilla, tienes que hacer como que no lo ves. Y no tienes que mirar cuando Jim vacíe la cazuela, porque puede pasar algo. No sé qué. Sobre todo, no toques las cosas de las brujas.

—¿Tocarlas, sito Sid? ¿Qué me dice usted? No les pondría ni un dedo encima, aunque tuviera cien mil millones de dólares, de verdad.

Capítulo 37

A
QUELLO QUEDÓ ARREGLADO
. Entonces nos fuimos al vertedero del patio de atrás, donde tienen las botas viejas, los trapos, las botellas rotas y las cosas gastadas y todo eso, y estuvimos buscando hasta que encontramos una palangana vieja de estaño, tapamos los agujeros lo mejor que pudimos para hacer el pastel en ella y la bajamos al sótano para llenarla de harina robada, y cuando íbamos a desayunar encontramos un par de clavos que, según Tom, vendrían muy bien para que un prisionero escribiera su nombre y sus penas en las paredes de la mazmorra, y dejamos uno de ellos en el bolsillo del mandil de la tía Sally, que estaba colgado en una silla, y el otro lo clavamos en la cinta del sombrero del tío Silas, que estaba en el escritorio, porque oímos decir a los niños que su padre y su madre pensaban ir aquella mañana a ver al negro fugitivo, y después fuimos a desayunar y Tom dejó la cuchara de peltre en el bolsillo de la chaqueta del tío Silas, pero como tía Sally todavía no había llegado tuvimos que esperar un rato.

Cuando llegó estaba toda acalorada, colorada y de mal humor, y casi no pudo esperar a la bendición de la mesa, sino que se puso a servir el café con una mano y a darle con el dedal en la cabeza al niño que tenía más cerca, mientras decía:

—He buscado por todas partes y no entiendo qué ha pasado con tu otra camisa.

Se me hundió el corazón entre los pulmones y los hígados y todo eso y se me clavó en la garganta un trozo duro de corteza de maíz, así que me puse a toser, la eché por toda la mesa y le di a uno de los niños en un ojo, de forma que se retorció como si fuera un gusano en el anzuelo y soltó un grito como un indio en pie de guerra, y Tom se puso rojo como una amapola, y entonces se armó un buen lío durante un cuarto de minuto o así y yo por mí lo habría confesado todo allí mismo a las primeras de cambio. Pero después todo se volvió a arreglar, porque la sorpresa nos había agarrado a todos en frío. El tío Silas dijo:

—Resulta de lo más curioso. No puedo comprenderlo. Sé perfectamente que me la quité, porque...

—Porque ahora no tienes más que una puesta. ¡Qué cosas dices! Ya sabía yo que te la habías quitado y lo recuerdo mejor que tú, porque ayer estaba en el tendedero y la he visto yo misma. Pero ha desaparecido y no hay más que hablar, así que tendrás que ponerte una roja de franela hasta que encuentre el tiempo para hacerte otra. Y será la tercera que te haga en dos años. Sólo en coserte camisas me paso la mitad del tiempo, y lo que no entiendo es qué diablo haces con ellas. Lo lógico sería que a tu edad ya hubieras aprendido a cuidarlas un poco.

—Ya lo sé, Sally, y lo intento todo lo que puedo. Pero no debe de ser todo culpa mía, porque ya sabes que no las veo ni tengo nada que ver con ellas salvo cuando las llevo puestas, y no creo que haya perdido ninguna llevándola encima.

—Bueno, eso no es culpa tuya; ya las habrías perdido si pudieras, creo yo. Además no ha desaparecido sólo la camisa. También falta una cuchara, y no es eso todo. Había diez y ahora sólo quedan nueve. A lo mejor la ternera se ha comido la camisa, pero lo que te aseguro es que la ternera no se ha comido la cuchara.

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