Las correcciones (10 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

BOOK: Las correcciones
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—Tómatelo —le dijo ella, mientras cerraba la puerta del automóvil.

—¿Qué es esto? ¿Una especie de éxtasis?

—No. Es Mexican A.

A Chip le entró la ansiedad cultural. Estaba aún muy cercano el tiempo en que no había una droga que él no conociera.

—¿Qué hace?

—Todo y nada —dijo ella, tragándose una pastilla—. Ya verás.

—¿Qué te debo por esto?

—No te preocupes.

Durante un rato, la droga, en efecto, dio la impresión de no hacer nada. Pero en la zona industrial de Norwich, cuando todavía les quedaban dos o tres horas para llegar a Cape Cod, Chip bajó el volumen del
hip hop
que había puesto Melissa y comunicó a ésta:

—Tenemos que parar ahora mismo a echar un polvo.

Ella se rió.

—Supongo que sí.

—Voy a aparcar en el arcén —dijo él.

Ella volvió a reírse.

—No, vamos mejor a buscar una cama.

Pararon en un albergue de la cadena Comfort Inn que había perdido la franquicia y ahora se llamaba Comfort Valley Lodge. La recepcionista de noche era obesa y tenía el ordenador colgado. Tomó nota manual del ingreso de Chip, respirando trabajosamente, como quien acaba de sufrir un mal funcionamiento del sistema. Chip colocó una mano en el vientre de Melissa y estaba a punto de introducirla por debajo del pantalón cuando se le ocurrió pensar que meterle mano a una mujer en público no sólo no era correcto, sino que además podía traerle problemas. Por muy parecidos motivos, puramente racionales, se suprimió el impulso de sacarse el pito de los pantalones y enseñárselo a la sudorosa y resollante empleada. No pensó que le interesara verlo.

Hizo que Melissa se tendiera en la moqueta de la habitación 23, perdigada de quemazones de cigarrillo, sin molestarse siquiera en cerrar la puerta.

—Es muchísimo mejor así —dijo ella, cerrando la puerta con el pie. Se quitó los pantalones de un tirón, aullando prácticamente de placer—. ¡Es muchísimo mejor así!

Chip no se vistió en todo el fin de semana. La toalla que se puso para abrirle la puerta al pizzero se le cayó antes de que el hombre pudiera darse media vuelta.

—Hola, cariño mío, soy yo —dijo Melissa a su teléfono móvil, mientras Chip, tendido a su lado, le trabajaba el cuerpo. La chica, manteniendo libre el brazo del teléfono, emitía sonidos filiales de apoyo—. Ay, ay… Ay, ay… Claro, claro… No, eso es muy difícil, mamá… Que no, que tienes razón, que eso es muy difícil —repitió, con un centelleo en la voz, en tanto que Chip ajustaba la postura para obtener un poquito más de deliciosa penetración mientras se corría.

El lunes y el martes le dictó prolongados fragmentos de un trabajo trimestral sobre Carol Gilligan, porque Melissa estaba demasiado cabreada con Vendía O'Fallon como para escribirlo ella. Su recuerdo casi fotográfico de las exposiciones de Gilligan y su dominio total de la teoría lo excitaron de tal manera que le dio por atizar el pelo de Melissa con la erección. Luego pasó la punta, arriba y abajo, por el teclado del ordenador y dejó un borrón brillante en la pantalla de cristal líquido.

—Cariño —dijo ella—, haz el favor de no corrérteme en el PC.

Él le apretó las mejillas y los oídos y le hizo cosquillas en las axilas y finalmente la puso contra la puerta del cuarto de baño mientras ella lo bañaba en su sonrisa de color cereza.

Todas las noches, a la hora de cenar, cuatro noches consecutivas, Melissa abría la maleta y sacaba otras dos tabletas doradas. Luego, ya el miércoles, Chip la llevó a un multicine y por el precio especial de la matinée vieron de gorra otra película y media. Cuando volvieron al Comfort Valley Lodge, tras una cena tardía a base de tortitas, Melissa llamó a su madre y la conversación se prolongó de tal modo que Chip se quedó dormido sin haberse tomado su pastilla.

Despertó el día de Acción de Gracias iluminado por la luz grisácea de su yo sin drogas. Durante un buen rato, mientras escuchaba los escasos ruidos del tráfico vacacional de la Route 2, no consiguió localizar qué era lo que había cambiado. En el cuerpo dormido a su lado había algo que lo hacía sentirse incómodo. Le vino el impulso de darse la vuelta y hundir el rostro en la espalda de Melissa, pero pensó que la chica tenía que estar harta de él. Difícilmente le entraba en la cabeza que no le hubieran molestado sus agresiones, tanto apretujón, tanto agarrarla por todas partes, tanto zarandeo; que no la hubieran hecho sentirse como una especie de trozo de carne puesto a su entera disposición.

En cuestión de segundos, igual que un mercado bajo el impacto del pánico vendedor, se encontró sumido en la vergüenza y los complejos. No podía seguir ahí acostado ni un momento más. Se puso los calzoncillos y agarró al paso la bolsa de aseo de Melissa y se encerró en el cuarto de baño.

Su problema consistía en un ardiente deseo de no haber hecho lo que había hecho. Y su cuerpo, su química, tenía una clarísima percepción intuitiva de qué era lo que tenía que hacer para que desapareciera ese ardiente deseo. Tenía que meterse otro Mexican A.

Registró minuciosamente la bolsa de aseo. Nunca le había parecido posible tamaña dependencia de una droga sin ningún toque hedonístico, una droga que la noche antes de su quinta y última toma ni siquiera había tenido la sensación de necesitar para nada. Desenroscó los lápices de labios de Melissa y extrajo dos tampones gemelos de un estuche de plástico y hurgó con una horquilla en el frasco de limpiador cutáneo. Nada.

Con la bolsa en la mano, volvió al dormitorio, donde ya había penetrado la plena luz del día, y musitó el nombre de Melissa. En vista de que no obtenía respuesta, se puso de rodillas y empezó a registrar su maleta de lona. Rebuscó con los dedos en las copas vacías de los sujetadores. Estrujó los rollos de calcetines. Palpó los diversos bolsillos y compartimentos privados de la maleta. Esta nueva y diferente violación de Melissa le resultaba sensacionalmente dolorosa. A la luz anaranjada de su vergüenza, se sintió como si estuviera abusando de los órganos internos de la chica; como un cirujano que le manoseara atrozmente los jóvenes pulmones, que le mancillara los riñones, que le hincara el dedo en el perfecto y tierno páncreas. La suavidad de sus pequeños calcetines, que más pequeños aún habrían sido no mucho tiempo antes, en la cercanísima infancia de Melissa, y la imagen de una brillante alumna de segundo año preparando las maletas para irse de viaje con su muy estimado profesor… Cada una de aquellas asociaciones sentimentales añadía leña al fuego de su vergüenza, cada imagen le recordaba la grosera y nada divertida comedia que le había infligido a la chica. A topetazos en el culo, gruñendo como un cerdo. Con las pelotas zarandeándosele frenéticamente.

Su bochorno había alcanzado tal grado de ebullición, que bien podía reventar y destrozarle cosas dentro del cerebro. No obstante, sin quitar ojo del bulto durmiente de Melissa, se las apañó para volver a hurgarle en la ropa. Tuvo que estrujar y manosear de nuevo cada objeto para llegar a la conclusión de que el Mexican A tenía que estar en el bolsillo lateral exterior de la maleta. Descorrió la cremallera diente por diente, apretando los suyos, para mejor sobrevivir al ruido. Había abierto lo suficiente como para introducir la mano en el bolsillo lateral (y la zozobra por esta última penetración le produjo nuevos accesos de memoria inflamable; era una verdadera mortificación para él pensar en cada una de las libertades manuales que se había tomado con Melissa aquí, en la habitación 23, por culpa de la insaciable avidez lujuriosa de sus dedos;
ojalá hubiera podido dejarla en paz),
cuando tintineó el teléfono móvil que habían dejado encima de la mesilla de noche, y Melissa se despertó con un gemido.

Sacó inmediatamente la mano del lugar prohibido, corrió al cuarto de baño y se dio una prolongada ducha. Cuando volvió al dormitorio, Melissa estaba ya vestida y tenía la bolsa preparada. Su aspecto, a la luz del día, estaba totalmente desprovisto de carnalidad. Silbaba una alegre cancioncilla.

—Cambio de planes, cariño —dijo—. Mi padre, que en realidad es un tipo encantador, va a pasar el día en Westport. Y yo quiero estar allí con ellos.

Chip habría querido no sentir la vergüenza, lo mismo que ella no la sentía; pero mendigarle otra pastilla le resultaba extremadamente embarazoso.

—¿Y qué hay de nuestra cena?

—Lo siento. Es verdaderamente importante que esté allí.

—O sea que no basta con que te pases dos horas al día charloteando por teléfono con ellos.

—Lo siento, Chip, pero estamos hablando de mis dos mejores amigos.

A Chip nunca le había parecido bien lo que le contaba ella de Tom Paquette: al principio, rockero aficionado; luego, niñato de fondo fiduciario; para al final marcharse con una patinadora. Y, durante los últimos días, la ilimitada capacidad de Clair para hablar de sí misma sin parar, mientras Melissa escuchaba, le habían ganado también la animadversión de Chip.

—Muy bien. Pues te llevo a Westport —dijo él.

Melissa sacudió la cabeza de modo tal que la melena le recorrió la espalda de un lado a otro.

—No seas loco, cariño.

—Si no quieres ir a Cape Cod, no quieres ir a Cape Cod. Te llevo a Westport.

—Muy bien. ¿Te vistes?

—Lo único, Melissa, es que, la verdad, hay algo un poco enfermizo en estar tan cerca de los propios padres.

Ella no dio señal de haberlo oído. Fue al espejo y se puso rímel. Se pintó los labios. Chip seguía plantado en mitad de la habitación, con una toalla en la cintura. Se sentía egregiamente repulsivo. Le constaba que Melissa tenía todos los motivos del mundo para estar asqueada de él. Aun así, quería dejar las cosas claras.

—¿Entiendes lo que te digo?

—Cariño, Chip —juntó los labios recién pintados—, vístete, anda.

—Te digo, Melissa, que los hijos no deben llevarse bien con sus padres; que tus padres no deben ser tus mejores amigos; que ha de haber algún tipo de rebeldía. Así es como llegas a definirte en cuanto individuo.

—Así será como te definiste tú —dijo ella—. Pero, mira, tampoco eres el spot del perfecto adulto.

Él absorbió aquello con una sonrisa.

—Yo me gusto a mí misma —dijo ella—. Tú, en cambio, no pareces gustarte un pelo.

—También tus padres parecen muy a gusto consigo mismos —dijo Chip—. Se diría que en vuestra familia todos estáis la mar de a gusto con vosotros mismos.

Nunca antes había visto a Melissa enfadada de verdad.

—Me quiero a mí misma —dijo—. ¿Qué hay de malo en ello?

Chip no era capaz de explicarle qué había de malo en ello. No era capaz de explicar qué había de malo en nada de lo tocante a Melissa: sus padres y el amor que a sí mismos se tenían, su teatralidad y su confianza, su enamoramiento del capitalismo, su falta de amigos de su edad. La sensación que tuvo el último día de Narrativa de Consumo, la sensación de estar en un completo error desde todos los puntos de vista, que al mundo no le ocurría nada malo, que no había nada malo en ser feliz, que el problema era suyo y sólo suyo, le volvió con tanta fuerza, que se vio obligado a sentarse en la cama.

—¿Cómo andamos de material? —preguntó.

—No nos queda nada —le contestó Melissa.

—Vale.

—Pillé seis tabletas y cinco de ellas te las metiste tú.

—¿Qué?

—Y evidentemente fue un tremendo error no haberte dado las seis.

—¿Qué has tomado tú?

—Advil, cariño —su tono, en este último apelativo, había pasado de levemente irónico a descaradamente irónico—. Para las agujetas.

—Nunca te pedí que pillaras el Mexican A.

—No, directamente, no —dijo ella.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Anda que nos íbamos a haber divertido mucho sin el Mexican A…

Chip no le pidió que se explicase. Temía que la explicación consistiese en decirle que había sido un amante espantoso e inseguro hasta que tomó la droga. Y por supuesto que había sido un amante espantoso e inseguro, pero con la esperanza de que ella no se hubiese dado cuenta. Bajo el peso del nuevo oprobio, y sin droga a la vista que le permitiese aliviarlo, inclinó la cabeza y se presionó el rostro con las manos. Cedía la vergüenza y entraba en hervor la cólera.

—¿Vas a llevarme a Westport? —le preguntó Melissa.

Él dijo que sí con la cabeza, pero ella no debió de captar el gesto, porque la oyó pasar las páginas de la guía de teléfonos y luego pedir un taxi a New London. La oyó decir:

—El Comfort Valley Lodge. Habitación veintitrés.

—Te voy a llevar a Westport —dijo él.

Ella cerró el teléfono.

—No, no te preocupes.

—Melissa, anula el taxi. Yo te llevo.

Ella abrió las cortinas traseras de la habitación, dejando expuesto un paisaje de cercas Cyclone, arces tiesos como palos y la parte trasera de una planta de reciclado. Ocho o diez copos de nieve caían lánguidamente. A oriente se veía un trozo de cielo desnudo, una zona desgastada de la manta de nubes a cuyo través se abría camino la luz del sol. Chip se vistió rápidamente, sin que Melissa dejara de darle la espalda. Si no se hubiera hallado en tal condición de insólito bochorno, se habría acercado a la ventana y le habría puesto las manos en los hombros y ella se habría dado la vuelta y lo habría perdonado. Pero se notaba un ánimo depredador en las manos. Se la imaginó apartándose de él, y el caso era que no estaba totalmente convencido de que alguna siniestra porción de sí mismo no sintiera deseos de violarla, de darle un escarmiento por gustarse de un modo en que él no podía gustarse. Cuánto odiaba y cuánto amaba su voz cantarína, sus brinquitos al andar, la serenidad de su amor propio. Ella era ella misma, y él no era él mismo. Y se daba cuenta de que estaba perdido, de que la chica no le gustaba, pero que la iba a echar desastrosamente de menos.

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