—¿Para qué?
—Ni idea, la verdad.
—Una urraca —anunció Erin—. ¿Cueg-cueg-cueg-cueg?
—Me parece a mí que éste es el mejor momento para que lo dejes —dijo Brian.
Erin se quitó los cascos, corrió hacia el trampolín y trató de hacer caer a su hermana. A punto estuvo el libro de Sinéad de ir a parar al agua. Lo enganchó a tiempo, con un gesto elegante.
—¡Papá!
—Mira, cariño, los trampolines no son para leer.
Había algo encocado, de avance rápido de cinta, en la manera de cepillar de Robin; algo mordaz y rencoroso que le estaba poniendo los nervios de punta a Denise. También Brian lanzó un suspiro y se quedó mirando a su mujer:
—¿Te falta mucho?
—¿Quieres que lo deje?
—Sería muy de agradecer, sí.
—Vale.
Robin soltó el cepillo y echó a andar hacia la casa.
—Denise, ¿puedo ofrecerte algo de beber?
—Un vaso de agua, por favor.
—Escucha, Erin —dijo Sinéad—, yo soy el agujero negro y tú eres la enana roja.
—No, yo quiero ser el agujero negro —dijo Erin.
—No, el agujero negro soy yo. La enana roja se mueve en círculos y poco a poco la chupan las poderosas fuerzas de la gravedad. El agujero negro se queda sentado, leyendo.
—¿Colisionamos? —preguntó Erin.
—Sí —intervino Brian—, pero el mundo exterior no se entera de nada. Es una colisión perfectamente silenciosa.
Robin reapareció enfundada en un bañador negro de una pieza. Con un ademán al que faltaba un pelo para la franca grosería, le tendió su agua a Denise.
—Gracias —dijo Denise.
—De nada —dijo Robin.
Se quitó las gafas y se tiró a la piscina por la parte profunda. Nadó bajo el agua mientras Erin daba vueltas alrededor de la piscina lanzando gritos muy propios de una estrella agonizante, enana roja o enana blanca. Robin, al asomar por el lado menos profundo, daba la impresión de estar desnuda, en su casi ceguera. Así se parecía más a la
esposa
que Denise había imaginado: cascadas de pelo cayéndole de la cabeza a los hombros, centelleos en las mejillas y en los ojos oscuros. Cuando salió de la piscina, el agua se le acumuló en los bordes del bañador y salió por entre los pelos sin cuidar de su línea de bikini.
Una antigua confusión sin resolver se juntó como una especie de asma en el interior de Denise. Sintió la necesidad de marcharse de allí y ponerse a cocinar algo.
—He parado en los mercados necesarios —le dijo a Brian.
—No está muy bien eso de que la invitada trabaje —dijo él.
—Ya, pero soy yo quien se ha ofrecido, y además me pagas.
—Sí, eso es verdad.
—Erin, ahora eres un patógeno —dijo Sinéad, deslizándose en el agua— y yo soy un leucocito.
Denise hizo una sencilla ensalada de tomates cereza, amarillos y rojos. Hizo quinoa con mantequilla y azafrán y filetes de fletan con guarnición de mejillones y pimientos asados. Casi había terminado cuando se le ocurrió mirar bajo las cubiertas de aluminio de varios platos que había en el refrigerador. Allí encontró una ensalada verde, una ensalada de fruta, una fuente de mazorcas limpias y una bandeja llena de (¿era posible?) «cerditos en su manta».
Brian estaba solo en la terraza, bebiéndose una cerveza.
—Hay cena en el frigorífico —le dijo Denise—. Ya había cena.
—Pues sí —dijo Brian—. Robin debe de… Supongo que mientras las niñas y yo estábamos pescando…
—Bueno, pues hay una cena entera, ahí dentro. Y yo he hecho otra.
Denise se reía, verdaderamente furiosa.
—¿Es que no os comunicáis entre vosotros?
—Pues no, la verdad, no hemos tenido un día muy comunicativo. Robin tenía algo que hacer en el Proyecto Huerta y pretendía quedarse allí hasta que lo terminara. Tuve que traerla a rastras.
—Pues qué bien, joder.
—Mira —dijo Brian—, ahora nos comemos tu cena, y mañana nos comemos nosotros la de Robin. La culpa es enteramente mía.
—Diría yo, sí.
Encontró a Robin en el otro porche, cortándole las uñas de los pies a Erin.
—Cuando ya tenía preparado algo de cenar —le dijo—, me he encontrado con que había cena hecha. Y Brian no me había dicho nada.
—Da lo mismo —dijo Robin, encogiéndose de hombros.
—No, de veras, lo siento mucho.
—Da lo mismo —dijo Robin—. Las chicas se pusieron contentísimas viendo que tú cocinabas.
—Lo siento.
—Da lo mismo.
Durante la cena, Brian aguijoneó a su tímida progenie para que contestara las preguntas de Denise. Cada vez que ésta las sorprendía mirándola, ambas chicas se ruborizaban y agachaban la cabeza. Sinéad, en particular, parecía conocer el modo más correcto de reclamar a Denise. Robin comió a toda prisa, con los ojos en el plato, y declaró que todo estaba «muy sabroso». No resultaba fácil saber qué proporción de su animosidad iba dirigida contra Brian y cuál contra Denise. Se fue a la cama sólo un poco más tarde que las niñas, y por la mañana ya se había ido a misa cuando Denise se levantó.
—Una pregunta rápida —dijo Brian, sirviendo café—. ¿Qué te parecería llevarnos a las niñas y a mí a Filadelfia, esta noche? Robin quiere volver temprano a su Proyecto Huerta.
Denise vaciló. Se sentía claramente empujada por Robin a los brazos de Brian.
—No hay problema si no te parece bien —dijo él—. A Robin no le importaría ir ella en autobús y dejarnos a nosotros el coche.
¿El autobús? ¿El autobús? Denise se rió.
—Sí, hombre, claro que sí. Yo os llevo.
Y añadió, haciéndole eco a Robin:
—Da lo mismo.
En la playa, mientras el sol iba consumiendo las metálicas nubes mañaneras de la costa, Denise y Brian miraron a Erin virar por medio de las olas, mientras Sinéad cavaba una tumba de poca profundidad.
—Yo soy Jimmy Hoffa —dijo Sinéad—, y vosotros sois la mafia.
Jugaron a enterrar a la niña en la arena, suavizando las frescas curvas de su túmulo funerario, cubriendo los huecos del cuerpo vivo que había debajo. El túmulo estaba geológicamente activo y experimentaba ligeros terremotos, telarañas de fisuras que se extendían a partir de la zona en que subía y bajaba el estómago de Sinéad.
—Acabo de caer en la cuenta —dijo Brian— de que tú estuviste casada con Emile Berger.
—¿Lo conoces?
—No en persona, pero sí conozco el Café Louche. Comía allí con frecuencia.
—Pues esos éramos nosotros.
—Dos egos enormes en una cocina pequeñita.
—Sá.
—¿Lo echas en falta?
—Haberme divorciado es una de las grandes desgracias de mi vida.
—Eso es una respuesta —dijo Brian—, desde luego, pero no a mi pregunta.
Sinéad iba destruyendo poco a poco su sarcófago, desde dentro: asomaban en un revoloteo los dedos del pie, entraba en erupción una rodilla, surgían dedos rosados por entre la arena húmeda. Erin se arrojó en la mezcla de arena y agua, se levantó, volvió a lanzarse.
Estas chicas podrían acabar gustándome, pensó Denise.
Ya en casa, esa misma noche, llamó a su madre y escuchó, como todos los domingos, la letanía de Enid sobre cómo pecaba Alfred contra las actitudes saludables, contra el estilo de vida saludable, contra las órdenes del médico, contra las ortodoxias circadianas, contra los principios establecidos de la verticalidad diurna, contra las normas del sentido común relativas a escaleras y escalinatas, contra todo lo que de alegre y optimista había en la naturaleza de Enid. Tras quince agotadores minutos, Enid terminaba:
—Bueno y ¿cómo estás tú?
Tras el divorcio, Denise había tomado la resolución de contarle menos mentiras a su madre y, en consecuencia, ahora no le ocultó sus envidiables proyectos de viaje. Sólo omitió el pequeño detalle de que pensaba viajar por Francia con un marido que no era el suyo: era un asunto de los que irradian problemas.
—¡Ay! ¡Ojalá pudiera ir contigo! —dijo Enid—. Con lo que me gusta a mí Austria.
Denise, echándole valor, le ofreció:
—¿Por qué no te tomas un mes y te vienes mientras yo estoy allí?
—De ninguna manera puedo dejar solo a tu padre, Denise.
—Pues que se venga él también.
—Ya sabes lo que dice. Que para él se han terminado los viajes por tierra. Tiene demasiados problemas con las piernas. Así que nada, vas tú sola y te lo pasas maravillosamente por mí. ¡Dile hola a mi ciudad favorita! Y no dejes de hacerle una visita a Cindy Meisner. Klaus y ella tienen un chalé en St. Moritz y un piso enorme y elegantísimo en Viena.
Para Enid, Austria era
El Danubio azul
y
Edelweiss.
Las cajas de música del salón de su casa, con su taracea alpina y floral, procedían todas de Viena. Enid gustaba de afirmar que la madre de su madre era «vienesa», porque ello, a su modo de ver, era sinónimo de «austríaca», y por tal había que entender «perteneciente o relativo al imperio austro-húngaro», un imperio que, en la época en que nació su abuela, abarcaba territorios comprendidos entre el norte de Praga y el sur de Sarajevo. Denise, que, de muy jovencita, se enamoró perdidamente de Barbra Streisand en
Yentle,
y que en su adolescencia se empapó de I. B. Singer y Sholem Aleichem, llegó en cierta ocasión a acosar a su madre para que admitiera la posibilidad de que aquella abuela hubiese sido judía. Lo cual, apostilló en tono triunfal, querría decir que ambas, Enid y ella, eran judías, por línea materna directa. Pero Enid dio marcha atrás inmediatamente y aseguró que no, que no, que su abuela era católica.
Denise tenía interés profesional en ciertos sabores de la cocina de su abuela: las costillas a la campesina con chucrut fresco, grosellas y arándanos, las knódel (bolas de masa hervida para acompañar las carnes), la trucha y las salchichas. El problema gastronómico estaba en hacer compatible con la talla 34 de sus futuras dientas esta rotundidad centroeuropea. La grey de la Visa Titanium no quería raciones wagnerianas de Sauerbraten, ni balones de Semmelknódel, ni Alpes de Schlag. Sí que podía comer chucrut, en cambio. Era la pitanza ideal para chiquitas con palillos de dientes en vez de piernas: pocas calorías y mucho sabor y muy fácil de combinar, porque lo mismo se avenía con el cerdo que con la oca que con el pollo, o con las castañas, o le daba por lo crudo y acompañaba un sashimi de caballa o un abadejo ahumado…
Tras romper sus últimos vínculos con el Mare Scuro, voló a Frankfurt como empleada a sueldo de Brian Callahan, con una American Express de crédito ilimitado. En Alemania iba a ciento sesenta por las autopistas y los coches de detrás le pedían paso, echándole las luces largas. Buscó en Viena una Viena que no existía. No comió nada que no hubiera podido ella hacer mejor: una noche tomó Wiener Schnitzel, y pensó: pues sí, pues vaya, esto es Wiener Schnitzel. Su idea de Austria era muchísimo más intensa que la propia Austria. Fue a ver el Kunsthistorisches Museum y a escuchar a la Filarmónica; se acusó de no ser una buena turista. Tantísimo se aburría, tan sola se encontraba, que acabó llamando a Cindy von Kippel (nacida Meisner) y permitiendo que ésta la invitara a cenar en su piso de diecisiete habitaciones de la Ringstrafie.
Cindy había engordado por la parte de en medio y tenía mucho peor aspecto del que habría debido tener. Los rasgos se le perdían en maquillaje de fondo, colorete y carmín de labios. Sus pantalones de seda negra se ensanchaban por las caderas y se estrechaban en los tobillos. Mientras se rozaban las mejillas, Denise, soportando la nube de gas lacrimógeno de perfume, detectó con sorpresa un aliento bacteriano.
El marido de Cindy, Klaus, medía un metro de hombro a hombro y combinaba la estrechez de cintura con un trasero de fascinante pequeñez. El salón de los von Kippel medía medio campo de fútbol y estaba amueblado a base de sillas doradas dispuestas en formaciones incompatibles con la vida social. Watteauserías ancestrales colgaban de las paredes, como también el bronce olímpico de Klaus, montado y enmarcado, bajo el candelabro más grande.
—Lo que ves es sólo una copia —le dijo Klaus a Denise—. La medalla auténtica está a buen recaudo.
Sobre un aparador más o menos Luis XIV yacía una bandeja con rebanaditas de pan, un ahumado hecho trocitos, con pinta de atún recién sacado de la lata, y una porción nada hermosa de Emmentaler.
Klaus extrajo una botella de un cubo de plata y escanció Sekt, champán nacional, con gran prosopopeya.
—Por nuestra peregrina gastronómica —dijo, alzando la copa—. Bienvenida a la ciudad santa de Viena.
El Sekt sabía dulce, tenía demasiado gas y se parecía notablemente al Sprite.
—¡Qué bien que estés aquí! —exclamó Cindy. Chasqueó los dedos frenéticamente, y en seguida apareció una doncella por una puerta lateral.
—Esto… Annerl —dijo Cindy, ahora con voz un poco más de bebé—, ¿no te dije que pusieras pan de centeno en vez de pan blanco?
—Sí, señora —dijo Annerl, una mujer de mediana edad.
—Ahora ya es tarde, porque el pan blanco era para luego, pero quiero que te lleves esto y que lo vuelvas a traer con pan de centeno. Y mira a ver si puede ir alguien a comprar pan blanco.
Cindy le explicó a Denise:
—Es un encanto, pero tonta, tonta, tonta. ¿A que sí, Annerl? ¿A que eres tonta?
—Sí, señora.
—Bueno, ya sabrás tú de qué va esto, siendo jefa de cocina —le dijo Cindy a Denise, según salía Annerl—. Más tendrás tú que bregar con la estupidez de la gente, supongo.
—La estupidez y la arrogancia de la gente —dijo Klaus.
—Les pides que hagan una cosa —dijo Cindy—, y hacen otra. ¡Es una verdadera frustración!
—Mi madre os envía sus saludos —dijo Denise.
—Tu mamá es un cielo. Qué simpática fue siempre conmigo. Sabes, Klaus, la casita pequeñita pequeñita, pero pequeñita pequeñita, en que vivía mi familia (hace mucho tiempo, cuando yo también era pequeñita pequeñita)… Bueno, pues los padres de Denise eran vecinos nuestros. Mi mamá y la suya siguen siendo muy buenas amigas. Me figuro que tu mamá seguirá viviendo en aquella casita, ¿no?
Klaus lanzó una risa áspera y se volvió hacia Denise:
—¿Sabes lo que virdaderamente yo odio de St. Jude?
—No —dijo Denise—. ¿Qué es lo que verdaderamente odias de St. Jude?
—Virdaderamente odio la falsa democracia. En St. Jude, todos pretenden ser iguales. Es todo muy simpático, simpático, simpático. Pero la gente no es igual. En absoluto. Hay diferencias de clase, hay diferencias de raza, hay enormes y decisivas diferencias económicas; pero nadie se lo plantea con franqueza. ¡Todo el mundo hace como que no! ¿No te has fijado?