Las cosas que no nos dijimos (32 page)

BOOK: Las cosas que no nos dijimos
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—¿Y eso tú cómo lo sabes?

—Nos hemos cruzado esta mañana, ¡de hecho me ha saludado muy amable al salir del hotel! Imagino que me había visto en la calle desde la ventana de tu habitación.

Julia fustigó a su padre con la mirada.

—¡Vete, cuando vuelva quiero que te hayas ido de aquí!

—Para ir ¿adonde? ¿Arriba, a ese desván horroroso?

—¡No, a tu casa! —contestó ella, cerrando con un sonoro portazo.

Anthony cogió el paraguas colgado del perchero junto a la entrada y salió al balcón que se erguía sobre la calle. Asomado a la barandilla, miró a Julia alejarse hacia el cruce. En cuanto hubo desaparecido, fue a la habitación de su hija. El teléfono estaba sobre la mesilla de noche. Descolgó el auricular y pulsó la tecla de rellamada automática.

Se presentó a su interlocutora como el asistente personal de la señorita Julia Walsh. Por supuesto que sabía que ésta acababa de llamar y que Adam no estaba disponible; era, sin embargo, extremadamente importante que le dijera que Julia lo esperaría antes de lo convenido, a las seis de la tarde en su casa, y no en la calle, puesto que estaba lloviendo. En efecto, era dentro de cuarenta y cinco minutos, por lo que sería mejor interrumpirlo en su reunión, después de todo. Era inútil que Adam la llamara, su móvil se había quedado sin batería y ella había salido a hacer un recado. Anthony le hizo prometer dos veces que entregaría el mensaje a su destinatario y colgó sonriendo, con un aire particularmente satisfecho.

Entonces salió de la habitación, se instaló cómodamente en un sillón y ya no apartó la mirada del mando que descansaba a su lado en el sofá.

Julia hizo girar su sillón y encendió el ordenador. Una lista interminable de correos electrónicos desfiló en la pantalla; echó una rápida ojeada a su mesa de trabajo: la bandeja del correo desbordaba de sobres, y el piloto del contestador automático parpadeaba frenéticamente en la carcasa del teléfono.

Cogió su móvil del bolsillo de su impermeable y llamó a su mejor amigo para pedirle auxilio.

—¿Tienes gente en la tienda? —le preguntó.

—Con el tiempo que hace, ni una rana, la tarde está perdida.

—Y que lo digas, yo estoy empapada.

—¡Entonces ya has vuelto! —exclamó Stanley.

—Hace apenas una hora.

—¡Podrías haberme llamado antes!

—¿Cerrarías la tienda para reencontrarte con una vieja amiga en Pastis?

—Pídeme un té, no, mejor un capuchino, bueno, lo que te apetezca; llego en seguida.

Y, diez minutos más tarde, Stanley se reunió con Julia, que lo esperaba sentada a una mesa al fondo de la antigua cervecería.

—Pareces un perro de aguas que se hubiera caído a un lago —le dijo dándole un beso.

—Y tú, un cocker que lo hubiera seguido. ¿Qué has pedido? —preguntó Stanley sentándose.

—¡Unos huesos para roer!

—Tengo un par de cotilleos jugosos sobre quién se ha acostado con quién esta semana, pero cuenta tú primero; quiero saberlo todo. Deja que adivine, has encontrado a Tomas, puesto que no he sabido nada de ti estos dos últimos días, y a juzgar por tu cara, las cosas no salieron como imaginabas.

—No imaginaba nada...

—¡Mentirosa!

—¡Si querías pasar un rato en compañía de una verdadera idiota, aprovecha, es tu momento!

Julia le contó casi todo de su viaje: su visita al sindicato de los periodistas, la primera mentira de Knapp, las razones de la doble identidad de Tomas, la inauguración de la exposición, la carroza que, en el último momento, el recepcionista del hotel había mandado llamar para conducirla hasta allí; cuando le habló del calzado que había llevado con el vestido de noche, Stanley, escandalizado, apartó su taza de té para pedir un vino blanco seco. Fuera seguía lloviendo, con más fuerza aún. Julia le relató su visita al antiguo Berlín Este, una calle en la que las casas habían desaparecido, el aspecto decadente de un bar que había sobrevivido, su conversación con el mejor amigo de Tomas, su loca carrera hacia el aeropuerto, Marina y, por fin, antes de que Stanley desfalleciera, su reencuentro con Tomas en el parque Tiergarten. Julia prosiguió, describiendo esta vez la terraza de un restaurante en el que se servía el mejor pescado del mundo, aunque apenas lo hubiera probado, un paseo nocturno alrededor de un lago, una habitación de hotel en la que habían hecho el amor la noche anterior y, por último, la historia de un desayuno que nunca había tenido lugar. Cuando el camarero volvió por tercera vez para preguntarles si todo iba bien, Stanley lo amenazó con el tenedor si se atrevía a molestarlos de nuevo.

—Debería haberte acompañado —dijo Stanley—. De haberme imaginado que sería tal aventura, nunca te habría dejado marcharte sola.

Julia removía sin tregua su té. Stanley la miró atentamente, y ella paró.

—Julia, pero si tú no tomas azúcar con el té... Te sientes un poco perdida, ¿verdad?

—El «un poco» sobra.

—En cualquier caso, déjame que te tranquilice, no me pega nada que vuelva con esa Marina, confía en mi experiencia.

—¿Qué experiencia? —replicó Julia sonriendo—. De todas maneras, a estas horas Tomas está a bordo de un avión, rumbo a Mogadiscio.

—¡Y nosotros, en Nueva York, bajo la lluvia! —respondió Stanley, mirando el chaparrón que se abatía sobre los cristales.

Unos viandantes se habían refugiado bajo el toldo, en la terraza de la cervecería. Un anciano estrechaba a su mujer contra sí, como si quisiera protegerla mejor.

—Voy a poner en orden el caos que es ahora mi vida, lo mejor que sepa —prosiguió Julia—. Supongo que es lo único que puedo hacer.

—Tenías razón, estoy compartiendo un rato con una verdadera idiota. Tienes la suerte increíble de que, por una vez, tu vida esté patas arriba, ¿y tú quieres ponerla en orden? Eres tonta de remate, querida. Y, te lo ruego, sécate ya esas lágrimas, no necesitamos más agua con la que está cayendo; desde luego no es momento de llorar ahora, todavía tengo muchas preguntas que hacerte.

Julia se pasó el dorso de la mano por los párpados y sonrió de nuevo a su amigo.

—¿Qué piensas decirle a Adam? —quiso saber Stanley—. Llegué a temer que tuviera que acogerlo en mi casa a pensión completa si no volvías. Me ha invitado mañana a casa de sus padres en el campo. Te lo advierto, no metas la pata le he puesto la excusa de que tenía gastroenteritis.

—Voy a revelarle la parte de verdad que menos daño le haga.

—Lo que más daño hace en el amor es la cobardía. ¿Quieres darte una segunda oportunidad con él o no?

—A lo mejor es horrible decir esto, pero no me siento con el valor suficiente para estar otra vez sola.

—¡Pues entonces va a sufrir, ahora no, pero tarde o temprano sufrirá!

—Me las apañaré para protegerlo.

—¿Puedo preguntarte algo un poco personal?

—Sabes muy bien que nunca te escondo nada...

—¿Cómo fue esa noche con Tomas?

—Tierna, dulce, mágica, y triste por la mañana.

—Me refiero al sexo, querida.

—Tierno, dulce, mágico...

—¿Y quieres hacerme creer que estás perdida?

—Estoy en Nueva York, Adam también, y Tomas está ahora muy lejos.

—Lo importante, querida, no es saber en qué ciudad o en qué rincón del mundo está el otro, sino qué lugar ocupa en el amor que a él nos une. Los errores no cuentan, Julia, sólo lo que uno vive.

Adam se apeó de un taxi y se enfrentó al chaparrón. Las alcantarillas rebosaban agua. Saltó a la acera y llamó con insistencia al telefonillo. Anthony Walsh abandonó su butaca.

—¡Ya va, ya va, un minuto! —gruñó, pulsando el botón que accionaba la apertura de la puerta en la planta baja.

Oyó los pasos en la escalera y recibió a su visitante con una gran sonrisa.

—¿Señor Walsh? —exclamó éste, asustado, dando un paso atrás.

—Adam, ¿qué lo trae por aquí?

Adam, sin voz, no se movió del rellano.

—¿Le ha comido la lengua el gato, amigo mío?

—Pero ¿no estaba usted muerto? —balbuceó.

—Vamos, no sea desagradable. Sé que no nos apreciamos mucho, ¡pero vamos, de ahí a mandarme al cementerio...!

—Pero si yo estuve en el cementerio precisamente el día de su entierro —farfulló.

—¡Vamos, ya está bien, lo suyo ya raya en la grosería! Bueno, no nos vamos a quedar aquí plantados toda la tarde, entre, está usted muy pálido.

Adam avanzó hacia el salón. Anthony le indicó con un gesto que se quitara la gabardina, empapada de agua.

—Disculpe si insisto —dijo, colgando su impermeable en el perchero—, comprenda mi sorpresa, pero mi boda se anuló por su entierro...

—¿También sería la boda de mi hija, no?

—No creo yo que se inventara toda esa historia sólo para...

—¿Para dejarlo a usted? No se dé tanta importancia. En nuestra familia somos muy inventivos, pero no la conoce usted bien si piensa que pueda hacer algo tan descabellado. Tiene que haber otras explicaciones, y, si se callara al menos dos segundos, quizá pudiera proponerle una o dos.

—¿Dónde está Julia?

—Por desgracia, va a hacer veinte años que mi hija perdió la costumbre de mantenerme informado de sus movimientos. Si he de serle sincero, la creía con usted. Hace ya tres horas por lo menos que llegamos a Nueva York.

—¿Estaba usted de viaje con ella?

—Claro, ¿no se lo dijo Julia?

—Supongo que habría sido un poco difícil para ella, dado que yo me encontraba al pie del avión que traía de vuelta sus restos mortales desde Europa, y con ella en el coche fúnebre que nos llevó hasta el cementerio.

—¡Es usted cada vez más encantador! ¿Y qué más se va a inventar? ¿No irá a decirme que pulsó usted mismo el botón de la incineradora?

—¡No, pero lancé un puñado de tierra sobre su ataúd!

—Gracias por tan atento gesto.

—Me parece que no me encuentro muy bien —reconoció Adam, cuya tez lucía un color verdoso.

—Entonces siéntese, en lugar de quedarse de pie como un pasmarote.

Le indicó el sofá.

—Sí, ahí, ¿todavía es capaz de reconocer un lugar donde dejar caer el trasero, o ha perdido todas las neuronas al verme?

Adam obedeció. Se dejó caer sobre el cojín y, al hacerlo, tuvo la mala suerte de pulsar un botón del mando a distancia.

Anthony calló al instante, se le cerraron los ojos, y se desplomó cuan largo era sobre la alfombra ante la mirada petrificada de Adam.

—Imagino que no me habrás traído una foto suya, ¿verdad? —le preguntó Stanley—. Con lo que me hubiera gustado ver cómo es. No digo más que tonterías, pero no soporto cuando te quedas tan callada.

—¿Por qué?

—Porque ya no consigo contar todos los pensamientos que pasan por tu cabeza.

Su conversación la interrumpió de pronto Gloria Gaynor, que canturreaba
Will Survive
en el bolso de Julia.

Ésta sacó su móvil y le enseñó a Stanley la pantalla, en la que se leía el nombre de Adam. Su amigo se encogió de hombros, y Julia contestó la llamada. Oyó la voz aterrorizada de su prometido.

—Tenemos muchas cosas que contarnos tú y yo, bueno, sobre todo tú, pero eso tendrá que esperar, tu padre acaba de sufrir un desmayo.

—En otras circunstancias, podría haberme hecho gracia, pero ahora encuentro tu broma de mal gusto.

—Estoy en tu apartamento, Julia...

—¿Qué haces en mi casa, si habíamos quedado dentro de una hora? —le dijo, presa del pánico.

—Tu asistente personal llamó para decirme que querías que nos viéramos antes.

—¿Mi asistente? ¿Qué asistente?

—¿Y eso qué importa ahora? Te estoy diciendo que tu padre está tumbado en el suelo, inerte en mitad de tu salón; ¡ven lo antes posible, mientras yo voy llamando a una ambulancia!

Stanley se sobresaltó cuando su amiga gritó:

—¡Ni se te ocurra hacer eso! ¡Llego en seguida!

—¿Has perdido el juicio? Julia, por mucho que lo he sacudido, no reacciona; ¡ahora mismo llamo a urgencias!

—He dicho que no llames a nadie, ¿me has oído? Estaré ahí dentro de cinco minutos —contestó Julia poniéndose de pie.

—¿Dónde estás?

—Enfrente de casa, en Pastis; no tengo más que cruzar la calle y subir; ¡mientras tanto no hagas nada, no toques nada, sobre todo no lo toques a él!

Stanley, que no se estaba enterando de lo que ocurría, le dijo bajito a su amiga que se encargaba él de pagar la cuenta. Cuando Julia ya cruzaba el café corriendo, le gritó que lo llamara en cuanto hubiera apagado el fuego.

Julia subió los escalones de cuatro en cuatro y, nada más entrar en su casa, vio el cuerpo inmóvil de su padre tendido en mitad del salón.

—¿Dónde está el mando? —dijo entrando en tromba en la habitación.

—¿Qué? —preguntó Adam, totalmente desconcertado.

—Una caja con botones, bueno, en este caso un solo botón, un mando a distancia, ¿sabes lo que es? —contestó Julia barriendo la habitación con la mirada.

—Tu padre está inerte, ¿y tú quieres ver la televisión? Voy a llamar a urgencias para que envíen dos ambulancias.

—¿Has tocado algo? ¿Cómo ha pasado? —lo interrogó Julia, abriendo todos los cajones uno detrás de otro.

—No he hecho nada especial, salvo hablar con tu padre, al que enterramos la semana pasada, lo cual, pensándolo bien, en sí ya es bastante especial.

—Después, Adam, después podrás hacerte el gracioso, ahora tenemos una emergencia.

—No era mi intención en absoluto hacerme el gracioso. ¿Piensas explicarme lo que está pasando aquí? O dime al menos que me voy a despertar y a reírme yo solo de la pesadilla que estoy teniendo ahora...

—¡Al principio yo me dije lo mismo! ¿Dónde narices se habrá metido?

—Pero ¿de qué estás hablando?

—Del mando a distancia de mi padre.

—¡Ahora ya sí que llamo a una ambulancia! —juró Adam, dirigiéndose al teléfono de la cocina.

Con los brazos cruzados sobre el pecho, Julia se interpuso en su camino.

—Tú no das un solo paso más y me explicas exactamente qué es lo que ha pasado.

—Ya te lo he dicho —le contestó Adam, furioso—, tu padre me ha abierto la puerta; tendrás que perdonar mi asombro al verlo, me ha hecho entrar prometiéndome que me iba a explicar el motivo de su presencia aquí. Después me ha ordenado que me sentara, y justo cuando me estaba acomodando en el sofá, se ha desplomado en mitad de la frase que estaba diciendo.

—¡El sofá! Quita de ahí —gritó Julia, empujando a Adam.

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