Las fieras de Tarzán (15 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

BOOK: Las fieras de Tarzán
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Que los indígenas se aprestaban a desencadenar un asalto resultó evidente al cabo de unos instantes, cuando empezaron a dejarse ver en el borde del claro, numerosos y danzarines. Agitaban los venablos y lanzaban desafíos, insultos y gritos de guerra en dirección a la aldea.

Tarzán sabía que aquella farsa carnavalesca proseguiría hasta que los negros alcanzasen la suficiente cantidad de audacia histérica como para sustentarlos durante una breve carga contra el poblado. El hombre-mono dudaba incluso que en el primer intento se atrevieran a llegar hasta las puertas de la aldea. Lo que sí creía era que en el segundo o tercer ataque se lanzarían en masa y entonces sólo podría producirse un desenlace: el exterminio total de los intrépidos pero desarmados e indisciplinados defensores de la plaza.

Tal como había supuesto, en el primer asalto los ululantes guerreros apenas se aventuraron unos pasos por el calvero: bastó uno de los desafiantes y espantosos alaridos del hombre-mono para que los indígenas huyeran a la desbandada y se refugiasen de nuevo en la maleza. Dedicaron la siguiente media hora a dar gritos y saltos, que era lo que los animaba y ponía su valor en el disparadero. Cumplidos esos treinta minutos, repitieron la intentona.

En esa ocasión llegaron hasta las puertas del poblado, pero cuando Sheeta y los espeluznantes monos se precipitaron sobre ellos, los negros no perdieron un segundo en dar media vuelta y huir al refugio de la selva.

Se repitió de nuevo el preludio del baile y el griterío. Tarzán no dudó de que aquella vez irrumpirían en la aldea y completarían una obra que un puñado de hombres blancos decididos habrían culminado con éxito en la primera tentativa.

Era de lo más irritante haber estado tan cerca de la liberación y no alcanzarla sólo porque no pudo conseguir que sus pobres amigos salvajes entendiesen lo que deseaba que hicieran por él. Pero, en conciencia, Tarzán tampoco podía reprochárselo. Se habían portado magníficamente y estaba seguro de que permanecerían a su lado hasta la muerte, en un inútil esfuerzo por defenderle.

Los indígenas se preparaban ya para el ataque. Unos cuantos se habían adelantado unos metros en dirección a la aldea y arengaban a los demás para que los siguieran. En cuestión de segundos toda la salvaje turba atravesaría el claro a la carrera.

Tarzán sólo pensó en el niño, que se encontraría en algún lugar de aquellas soledades salvajes y despiadadas. Le dolía el alma al pensar en su hijo, en cuya busca ya no podría ir y, por consiguiente, tampoco podría salvarlo… Eso y los sufrimientos que atormentarían a Jane era todo lo que agobiaba el valeroso espíritu de Tarzán en aquellos momentos que creía eran los últimos de su existencia. La esperanza de salvación que confiaba iba a llegarle se presentó en el instante supremo… pero al final no estuvo a la altura de las circunstancias. No le sirvió de nada. Y aquella última esperanza se volatilizó.

Los negros habían atravesado la mitad del calvero cuando los ademanes de uno de los simios llamaron la atención de Tarzán. El mono miraba hacia una de las chozas. Tarzán dirigió allí la vista. Y vio con alivio infinito la robusta figura de Mugambi, que corría hacia él.

El gigante negro jadeaba pesadamente como si el esfuerzo físico y la excitación nerviosa le hubieran dejado poco menos que exhausto. Se llegó rápidamente junto a Tarzán y en el preciso instante en que el primer indígena alcanzaba las puertas del poblado, el cuchillo de Mugambi cortaba la última de las cuerdas que mantenían a Tarzán ligado al poste.

Sobre el suelo de la calle yacían los cadáveres de los indígenas abatidos la noche anterior por la cuadrilla de simios. De uno de aquellos cuerpos sin vida cogió el hombre-mono un venablo y una estaca. Luego, con Mugambi al lado y los rugientes simios detrás, fue al encuentro de los salvajes, que ya irrumpían en tropel por la puerta de la aldea.

Feroz y sanguinario fue el combate que se desarrolló a continuación, pero al final, los negros del poblado resultaron vencidos en toda la línea, tal vez más por el terror que les inspiraba verse enfrentados a un gigante negro y otro blanco, con los que se aliaban una pantera y los aterradores y colosales monos de Akut, que por su propia incapacidad para superar a la relativamente escasa hueste que se les oponía.

Cayó un prisionero en poder del hombre-mono, que se apresuró a interrogarlo, a fin de averiguar qué había sido de Rokoff y su banda. Cuando le prometió la libertad a cambio de sus informes, el negro le contó cuanto sabía acerca de los movimientos del ruso.

Al parecer, aquella mañana, a primera hora, el caudillo indígena había intentado convencer a los blancos para que volviesen a la aldea y despachasen con sus armas de fuego a la feroz cuadrilla que se había apoderado del villorrio, pero Rokoff demostró tener incluso más miedo aún que los propios negros al gigante blanco y sus extraños compañeros.

Por nada del mundo estaban dispuestos a volver al poblado, ni siquiera a acercarse a tiro de piedra del mismo. Lo que hizo, en cambio, fue alejarse rápidamente con su tropa hacia el río, donde robaron cierto número de canoas que los negros tenían escondidas allí. La última vez que los vieron, Rokoff y sus esbirros se alejaban aguas arriba. De darle a los remos se encargaron los porteadores de la aldea de Kaviri.

De modo que, una vez más, Tarzán de los Monos y su impresionante cuadrilla reanudaron la búsqueda del hijo del hombre-mono y la persecución de su secuestrador.

Avanzaron durante largas y tediosas jornadas a través de un territorio prácticamente deshabitado, para descubrir al final que seguían una pista falsa. Los efectivos del grupo se habían reducido en tres individuos, tres monos de Akut que cayeron en la refriega de la aldea. Contando a Akut, quedaban ahora cinco grandes simios, además de Sheeta, que seguía con ellos, Mugambi y Tarzán.

El hombre-mono no oyó alusión alguna, ni el menor rumor, acerca de las tres personas que habían precedido a Rokoff: el hombre, la mujer y el niño blancos. Ni por asomo suponía la identidad del hombre y de la mujer, pero la idea de que el niño era su hijo bastaba para mantenerle sobre aquel rastro. Estaba seguro de que Rokoff seguiría al trío, por lo que confiaba ciegamente en que, con seguir al ruso, se iría aproximando al instante crucial en que por fin le iba a ser posible recuperar al niño y apartarle de los peligros y horrores que lo amenazaban.

Tras perder el rastro de Rokoff, al retroceder por el camino que había recorrido en la ida, Tarzán llegó al punto donde el ruso había abandonado el río para adentrarse por la floresta en dirección norte. Ese cambio de rumbo sobre la marcha sólo podía explicárselo Tarzán con la suposición de que las dos personas que llevaban al niño se habían apartado del río por una u otra razón.

Sin embargo, en ninguna parte de su camino pudo obtener información que le indicase de manera clara y terminante que el niño iba por delante de ellos. Ni uno solo de los indígenas a quienes interrogó declararon haber visto u oído nada de la otra partida, aunque todos ellos habían tenido relación directa con el ruso o habían hablado con alguien que la tuvo.

Entrar en contacto y comunicarse con los indígenas le resultaba a Tarzán bastante difícil, porque en cuanto avistaban a los simios que iban con el hombre-mono, los habitantes de la zona huían precipitadamente a refugiarse en la maleza. La única forma que tenía Tarzán de abordarlos consistía en adelantarse a su cuadrilla, mantenerse al acecho y en cuanto localizaba algún salvaje que anduviera por la selva presentarse ante él.

Un día en que llevaba a la práctica tal procedimiento, salió en pos de un desprevenido indígena y cayó sobre él en el preciso momento en que se disponía a lanzar un venablo contra un hombre blanco que se encontraba doblado sobre sí mismo en un bosquecillo de arbustos, al lado del camino. Era un blanco al que Tarzán había visto a menudo y al que reconoció al instante.

En lo más profundo de su memoria tenía estampadas aquellas facciones repulsivas: los ojillos demasiado juntos, la expresión de pícara astucia, el lacio bigote pajizo.

El hombre-mono tuvo automáticamente la certeza de que aquel individuo no se encontraba entre los sujetos que acompañaban a Rokoff en la aldea donde apresaron a Tarzán. Los había visto a todos y aquél no estaba allí. Sólo podía haber una explicación: se trataba del hombre que huía por delante del ruso, con la mujer y el niño. Y la mujer era Jane Clayton. Ahora comprendía perfectamente el significado de las palabras de Rokoff.

La cara del hombre-mono se puso tan blanca como el papel mientras observaba el semblante fangoso y resabiado del sueco. En la frente de Tarzán apareció la ancha cinta escarlata que marcaba la cicatriz de la herida que, años atrás, le produjo Terkoz al arrancar el cuero cabelludo del hombre-mono en aquella lucha a muerte que Tarzán culminó con una victoria que le convirtió en rey de los monos de Kerchak.

Aquel individuo era una presa que le pertenecía… el negro no se la iba a arrebatar. Con la rapidez del pensamiento se abalanzó sobre el guerrero y le apartó el venablo antes de que saliera disparado hacia su blanco. El indígena tiró de cuchillo y dio media vuelta para enfrentarse a aquel nuevo enemigo, mientras el sueco, tendido entre los matorrales, era testigo de un duelo que jamás pudo soñar que vería en la vida: un hombre blanco medio desnudo y un hombre negro medio desnudo peleando a brazo partido, al principio con las toscas armas que empleaban los humanos prehistóricos y después con las manos y los dientes, como los bestiales antropoides de los que surgieron sus primeros ancestros.

Trancurrieron unos minutos antes de que Anderssen reconociese al hombre blanco; pero cuando por fin entró en su mente la idea de que había visto con anterioridad a aquel gigante y comprendió de qué le conocía sus ojos se desorbitaron; le costaba trabajo creer que aquella fiera rugiente y demoledora fuese el elegante caballero inglés que estuvo cautivo a bordo del
Kincaid
.

¡Un aristócrata inglés! Durante la huida Ugambi arriba, lady Greystoke le había informado de la identidad de los prisioneros del
Kincaid
. Hasta entonces, al igual que los demás miembros de la tripulación, Anderssen no tuvo la menor idea acerca de quiénes pudieran ser aquellas dos personas.

El combate había concluido. Tarzán se vio obligado a matar a su adversario, al negarse éste a rendirse.

El sueco vio al hombre blanco levantarse de un salto, poner un pie sobre el cuello roto del vencido y lanzar al aire el espantoso alarido desafiante del mono macho victorioso.

Anderssen se estremeció. Tarzán se volvió entonces hacia él. Su rostro tenía una expresión fría y cruel, y en las grises pupilas el sueco vio auténtico instinto asesino.

—¿Dónde está mi esposa? —rugió el hombre-mono—. ¿Dónde está el niño?

Anderssen intentó responder, pero un súbito acceso de tos le dejó sin resuello. Una flecha le atravesaba el pecho de parte a parte y, al toser, la sangre del pulmón traspasado brotó repentinamente por la nariz y por la boca.

Tarzán se mantuvo erguido, a la espera de que pasara el ataque.

Como una estatua de bronce, gélido, duro, despiadado, continuó de pie sobre el indefenso cocinero. Esperaba arrancarle la información que necesitaba… y luego le mataría.

Cesó el acceso de tos y la hemorragia. De nuevo, el herido trató de hablar. Tarzán se agachó e inclinó la cabeza hacia los labios, que se movían débilmente.

—¡Mi esposa y mi hijo! —repitió—. ¿Dónde están?

Anderssen señaló el camino.

—Il ruso…, si los llevó el ruso —pudo murmurar.

—¿Cómo llegaste aquí? —continuó Tarzán—. ¿Por qué no estás con Rokoff?

—Nos alcanzaron —replicó Anderssen, en voz tan baja que el hombre-mono a duras penas logró captar las palabras—. Nos cogieron. Ofrecí risistencia, pero todos mis hombres mi abandonaron y hiuyeron. Dispués caí herido. Rokoff dijo que mi dijasen abandonado aquí para qui mi divorasen las hienas. Fue pior que matarme. Si llivó a su isposa y a su hijo.

—¿Qué estabas haciendo con ellos? ¿A dónde los pensabas conducir? —preguntó Tarzán. Se acercó más al individuo, llameantes de odio los ojos, casi sin poder contener el ánimo de venganza que le dominaba, y le interrogó, furibundo—: ¿Hiciste algún daño a mi mujer y a mi hijo? ¡Habla en seguida, antes de que acabe contigo! ¡Ponte a bien con Dios! Cuéntamelo todo, por terrible que sea, si no quieres que te destroce a dentelladas y zarpazos. ¡Ya has visto que soy muy capaz de hacerlo!

Una expresión de sorpresa se extendió por el rostro de Anderssen, que le contempló con ojos desorbitados.

—Piro si… —silabeó en tono de susurro—. Piro si no les hice ningún daño. Sólo pritendía ponerles a salvo del ruso. Su isposa fue muy amable conmigo en el
Kincaid
y yo oía llorar a veces al niño. Yo también tingo isposa y un hijo que viven en Cristiana
[1]
y no pude soportar más tiempo verlos siparados en poder de Rokoff. Iso fue todo. ¿Le parece que vine hasta aquí y me gané isto para hacerles daño? —acabó, tras una pausa, al tiempo que señalaba la flecha cuya asta le sobresalía del pecho.

En el tono y la expresión del hombre había algo que persuadió a Tarzán de que estaba diciendo la verdad. Pero lo más convincente de todo era la circunstancia de que Anderssen parecía más dolorido que asustado. Sabía que iba a morir, de modo que las amenazas de Tarzán no surtían ningún efecto sobre él. En cambio, saltaba a la vista que deseaba contar la verdad al inglés, antes que engañarle haciéndole creer algo que no era cierto, sólo para que, fiándose de sus palabras y de sus modales, no le guardase rencor.

El hombre-mono se arrodilló instantáneamente al lado del sueco.

—Lo siento —dijo simplemente—. Para mí, cuantos rodeaban a Rokoff, sólo por el hecho de ir con él, tenían que ser canallas. Ahora veo que estaba equivocado. Pero eso ya es historia pasada. Tenemos que dedicarnos a lo que ahora es la cuestión prioritaria, lo que importa por encima de todo es llevarte a un lugar donde estés cómodo y te curen las heridas. Hemos de tenerte de nuevo en pie lo antes posible.

El sueco sonrió, al tiempo que denegaba con la cabeza.

—Siga adilante, en busca de su isposa y de su hijo —repuso—. En lo que a mí respecta, ya he muerto. Pero… —vaciló—, cuando pienso en las hienas se me pone la carne de gallina. ¿Por qué no acaba este trabajo?

Tarzán se estremeció. Minutos antes estuvo a punto de matar a aquel hombre. Ahora sería tan incapaz de quitarle la vida como si Anderssen hubiera sido uno de sus mejores amigos.

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