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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Las fieras de Tarzán (27 page)

BOOK: Las fieras de Tarzán
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Cuando acabó de dar cuerda a la maquinaria, el ruso estableció la saeta de una pequeña esfera situada junto al mecanismo, y finalmente cerró la caja y volvió a guardar todo el conjunto en su escondite de la mesa.

Una sonrisa siniestra curvó los barbados labios del individuo mientras cogía sus pertenencias. Luego apagó la lámpara, salió del camarote y se llegó al marinero que seguía montando guardia.

Aquí tienes mis cosas —dijo el ruso—. Ahora déjame marchar.

—Antes echaré un vistazo a sus bolsillos —replicó el marinero—. Puede que haya pasado por alto alguna cosilla sin importancia que no le servirá de nada en la selva, pero que tal vez le sea muy útil a un pobre marinero cuando esté en Londres.

Momentos después, al retirar del bolsillo interior de la chaqueta de Paulvitch un fajo de billetes, el hombre exclamó:

—¡Ah, justo lo que me temía!

El ruso frunció el ceño y masculló una imprecación. Pero no iba a ganar nada si se ponía a discutir, así que se resignó a perder aquel dinero, contentándose con la agradable idea de que el marinero jamás llegaría a Londres para disfrutar del producto de su latrocinio.

A Paulvitch le costó un trabajo ímprobo dominar el apremiante deseo de burlarse del hombre con alguna indirecta acerca del funesto destino que le aguardaba, a él y a los demás miembros de la tripulación del
Kincaid
. Pero se abstuvo de comentarios sobre el particular, no fuera caso de que se despertasen los recelos del individuo. Cruzó la cubierta y se deslizó en silencio hasta la canoa.

Antes de que hubiese transcurrido un minuto remaba en dirección a la orilla, para que lo engulleran las tinieblas de la noche selvática y se apoderasen de él los terrores de una existencia espeluznante. De haber sospechado el cúmulo de atroces experiencias que le aguardaban en la jungla durante los largos años futuros, antes que soportarlas Paulvitch hubiera preferido lanzarse a la muerte que indudablemente le esperaba en alta mar.

Tras asegurarse de que Paulvitch se había alejado, el marinero regresó al castillo de proa, donde escondió su botín y se tendió en la litera, mientras en el camarote que había sido del ruso el tic tac del mecanismo de relojería continuaba quebrando implacable el silencio. Los ocupantes del sentenciado
Kincaid
dormían tranquilamente, ajenos por completo a la inminente venganza del frustrado Paulvitch.

XIX
El hundimiento del
Kincaid
.

Inmediatamente después de que asomase la aurora, Tarzán se encontraba ya en cubierta, para comprobar las condiciones atmosféricas. El viento había dejado de soplar. El cielo aparecía limpio de nubes. Se daban las circunstancias ideales para emprender la travesía de regreso a la Isla de la Selva, donde pensaba desembarcar y dejar a las fieras. Luego…, ¡a casa!

El hombre-mono despertó al piloto y le ordenó que pusiera al
Kincaid
en situación de zarpar lo antes posible. Al contar con la palabra de lord Greystoke, que les garantizaba que no iban a procesarles por su participación en los delitos de los dos rusos, los miembros de la tripulación se apresuraron con gozosa diligencia a cumplir sus obligaciones marineras.

Liberados de su confinamiento en la bodega, los animales vagaban por cubierta, con gran inquietud por parte de la dotación, en cuya mente permanecían vivas aún las escenas de la ferocidad con que aquellos animales se ensañaron con sus compañeros muertos bajo sus colmillos y zarpas. Aquellas fieras todavía daban la impresión de estar deseando cebarse de nuevo en la blanda carne de ulteriores presas.

Sin embargo, ante la mirada atenta de Tarzán y de Mugambi, Sheeta y los monos de Akut reprimieron sus voraces deseos, de forma que los hombres que trabajaban sobre la cubierta se encontraban entre los animales mucho más seguros de lo que podían imaginar.

Por fin, el
Kincaid
se deslizó Ugambi abajo y salió a las rutilantes aguas del Atlántico. Tarzán y Jane Clayton observaron la línea de la costa, cuya vegetación iba retrocediendo tras la estela del buque y, por una vez, el hombre-mono se apartó de su tierra natal sin un solo ramalazo de pesadumbre.

Ningún barco de los que surcaban los siete mares podía alejarle de África, para reanudar la búsqueda de su hijo perdido, con la mitad de la rapidez que la impaciencia del inglés hubiera deseado, y a la nerviosa mente del afligido padre le parecía que el
Kincaid
apenas se movía sobre las aguas.

Pese a lo cual, el buque avanzaba a buen ritmo, incluso aunque diera la sensación de estar parado, y las bajas colinas de la Isla de la Selva no tardaron en surgir a la vista, destacando por poniente sobre la línea del horizonte.

En el camarote de Alexander Paulvitch, el mecanismo de la caja negra continuaba desgranando su aparentemente infinito y monótono tic tac. Sin embargo, segundo tras segundo, la manecilla que sobresalía por el borde de una de sus ruedas se iba acercando paulatinamente al extremo de la saeta que Paulvitch había fijado en cierto punto preciso de la esfera situada junto al mecanismo de relojería. Cuando aquellas dos agujas se encontraran, el tic tac cesaría… para siempre.

Jane y Tarzán se encontraban en el puente. Miraban hacia la Isla de la Selva. Los miembros de la tripulación se encontraban en la parte de proa y también contemplaban la tierra que parecía emerger del océano. Los animales preferían la sombra de la cocina, donde dormían acurrucados. Todo era paz, quietud y silencio en el barco y sobre la superficie de las aguas.

De pronto, sin previo aviso, el techo de la cabina salió volando por los aires, una nube de humo denso se elevó a gran altura por encima del
Kincaid
y resonó el impresionante estruendo de un estallido que hizo estremecer el barco de proa a popa.

Una algarabía ensordecedora se desencadenó automáticamente sobre la cubierta. Los simios de Akut, aterrados por la explosión, corrían desoladamente de un lado para otro, sin dejar de emitir rugidos y gruñidos que ponían los pelos de punta. Sheeta saltaba de aquí para allá, lanzando al aire su miedo en forma de espantosos alaridos que eran como flechas de hielo que atravesaban el corazón de los tripulantes del
Kincaid
.

Mugambi también temblaba. Sólo Tarzán de los Monos y su esposa conservaban la calma. Apenas se interrumpió la lluvia de escombros y cuando todos los restos hubieron caído, el hombre-mono se encontraba ya entre las fieras, calmando sus temores, dirigiéndoles la palabra en tono bajo y apaciguador, acariciándoles los velludos cuerpos y asegurándoles persuasivamente, como sólo él era capaz de hacerlo, que el peligro inmediato ya había pasado.

Un examen de la situación le indicó que el mayor peligro, en aquellos momentos, residía en el fuego, porque las llamas lamían ávidas las astilladas tablas de la cabina, habían ascendido a través del enorme boquete que la explosión había abierto y empezaban a prender en la cubierta inferior.

Era un auténtico milagro que ningún integrante de la dotación del buque hubiera resultado herido a consecuencia de la voladura, cuya causa y origen fue siempre un misterio para todos, menos para uno: el marinero que sabía que Paulvitch estuvo la noche anterior a bordo del
Kincaid
e hizo una visita a su camarote. El tripulante en cuestión supuso la verdad, pero la prudencia selló sus labios. Indudablemente, no le irían demasiado bien las cosas al hombre que, durante su guardia nocturna, permitió que el archienemigo de todos subiese al buque, donde luego tuvo ocasión de disponer un mecanismo infernal que los enviaría al otro mundo. No, el marinero decidió que lo mejor era guardar aquello en secreto.

Como las llamas se extendían con cierta rapidez, a Tarzán le resultó claro que lo que había ocasionado la explosión, fuera lo que fuese, había esparcido alguna sustancia altamente inflamable sobre el maderamen circundante, ya que el agua que la bomba proyectaba sobre el fuego parecía avivarlo más que extinguirlo.

Quince minutos después del estallido, espesas nubes de humo negro se elevaban desde la bodega del sentenciado buque. Las llamas habían llegado a la sala de máquinas y la nave ya no se aproximaba a la orilla. Su triste destino era tan cierto como si las aguas se hubieran engullido sus restos achicharrados y humeantes.

—Es inútil seguir a bordo —le comentó el hombre-mono al piloto—. No estamos nada seguros, pero es posible que se produzcan más explosiones y no nos quedan esperanzas de salvar el buque. Lo mejor que podemos hacer es arriar los botes sin perder más tiempo y remar hacia la costa.

No había otra alternativa. Aunque, eso sí, a los marineros les fue posible recoger y llevarse sus pertenencias, porque, si bien el fuego había consumido todo lo que la explosión no destruyó en las inmediaciones de la cabina de mando, las llamas aún no habían llegado al castillo de proa.

Se echaron al agua dos botes y como el mar estaba tranquilo, llegar a tierra no presentó grandes dificultades. Impacientes y nerviosas, las fieras de Tarzán olfatearon el aire familiar de su isla, mientras iban aproximándose a la playa, y apenas la quilla de proa tocó la arena, Sheeta y los monos de Akut saltaron por la borda y salieron disparados hacia la jungla.

Una semisonrisa animó los labios de Tarzán mientras contemplaba su carrera.

—Adiós, amigos míos —murmuró—. Habéis sido unos aliados estupendos y leales. Os echaré de menos.

—Pero volverán, ¿verdad, querido? —preguntó Jane Clayton, junto a él.

—Puede que sí, puede que no —repuso el hombre-mono—. Desde que se les obligó a convivir con tantos seres humanos a su alrededor no se han sentido nada a gusto. A Mugambi y a mí, solos, nos aceptaban mejor porque, al fin y al cabo, el negro y yo no somos más que medio humanos. Sin embargo, tú y los miembros de la tripulación sois excesivamente civilizados para mis fieras… Huyen de vosotros. No cabe duda de que no pueden fiarse de sí mismas, de que al estar tan cerca de unos bocados tan exquisitos como vosotros representáis para ellas, existe el constante peligro de que, por equivocación, por instinto o inconscientemente, en un momento determinado os lancen una dentellada.

—Pues a mí me parece que de quien huyen es de ti —Jane se echó a reír—. Siempre estás prohibiéndoles que hagan cosas que esos animales no ven por qué no pueden hacerlas. Son como niños a los que les encantaría aprovechar la oportunidad de escapar de la zona donde la disciplina paterna es ley. De todas formas, si vuelven confío en que no lo hagan por la noche.

—O muertas de hambre, ¿verdad? —rió también Tarzán.

Durante las dos horas siguientes al desembarco, el grupo contempló el espectáculo del incendiado buque que acababan de abandonar. Luego, debilitado por la distancia, llegó a ellos el estruendo de una segunda explosión. Acto seguido, el
Kincaid
aumentó la rapidez de su hundimiento y en cuestión de minutos desapareció bajo la superficie del océano.

La causa de la segunda explosión fue mucho menos misteriosa que la del primer estallido: el piloto la atribuyó al hecho de que las llamas alcanzaron las calderas y las hicieron reventar. Pero la causa de la primera explosión constituyó motivo de innumerables especulaciones e hipótesis para la partida de náufragos desembarcados en la isla.

XX
De nuevo en la Isla de la Selva

En lo primero que tuvieron que pensar los miembros de la partida fue en localizar agua potable y establecer un campamento, porque ninguno ignoraba que su permanencia en la Isla de la Selva acaso se prolongara durante meses e incluso años.

Tarzán conocía la situación del manantial más cercano y hacia allí se encaminó de inmediato el grupo. Los hombres pusieron manos a la obra y empezaron a construir cabañas y muebles rudimentarios, mientras Tarzán se adentraba en la selva en busca de piezas que cazar para alimentarse. Dejó a Mugambi y a la mujer mosula encargados de cuidar de Jane, cuya seguridad por nada del mundo hubiera confiado a ninguno de los patibularios miembros de la tripulación del
Kincaid
.

La angustia de lady Greystoke era mucho más intensa que la de cualquier otro de los náufragos, porque el golpe que habían sufrido sus esperanzas y su ya lacerado corazón de madre no estribaba en las privaciones físicas, sino en el temor de que tal vez nunca llegase a conocer el destino de su hijo primogénito, de que le era imposible hacer nada para descubrir su paradero y para mejorar su situación… una situación que en la mente imaginativa de la dama adoptaba las formas más aterradoras.

Durante quince días, el grupo de náufragos distribuyó su tiempo entre las diversas tareas encomendadas a cada uno de ellos. Se mantenía una guardia diurna, desde el amanecer hasta el ocaso: un centinela permanecía apostado en un acantilado próximo al campamento, un saliente rocoso que dominaba el mar. En la cima del mismo, un enorme montón de ramas secas aguardaba el momento oportuno para que el centinela le prendiese fuego de inmediato, mientras que en lo alto de un poste plantado en el suelo ondeaba la improvisada señal de socorro dispuesta con una camiseta roja que pertenecía al piloto del
Kincaid
.

Pero en la línea del horizonte no apareció ningún punto que pudiera concretarse en un velamen o en una serie de pequeñas nubes de humo dispuestas a recompensar el esfuerzo que realizaban los fatigados ojos en su eterna y desesperada vigilia, escrutando día tras día la inmensidad del océano.

Al final, Tarzán propuso construir una embarcación en la que pudieran intentar el regreso al continente. Sólo él estaba en condiciones de enseñarles a fabricarse toscas herramientas, y cuando la idea arraigó en el cerebro de los hombres, éstos se mostraron deseosos de iniciar cuanto antes la tarea.

Pero a medida que el tiempo fue pasando, aquello empezó a parecerles cada vez más una especie de «trabajos de Hércules» y los refunfuños y las peleas hicieron acto de presencia con creciente repetición, de modo que a los otros peligros que acechaban en la isla se añadieron las disensiones y los recelos.

A Tarzán empezó a asustarle de veras dejar a Jane entre aquellos semisalvajes que eran los tripulantes del
Kincaid
. Pero no tenía más remedio que salir de caza, porque no había nadie más capacitado que él para adentrarse en la selva en busca de carne y volver con alguna pieza. A veces, Mugambi le sustituía en tal menester, pero el venablo y las flechas del negro distaban mucho conseguir los resultados que lograba el hombre-mono con su cuchillo y su lazo.

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