Fue todo lo que Travis comprendió de lo que el doctor Leaf decía al policía.
Afuera podía oírse el silbido de un tren, y el zumbido de un avión que surcaba los aires. Eran los ruidos característicos de una ciudad en movimiento, que llegaban a través de las ventanas y las puertas, de una ciudad condenada.
Ellos conocían el secreto. Una sencilla caja de metal que desconcertaba a los pocos que la habían visto. Pero muy pronto, antes de que pudieran adoptar las medidas necesarias, otras cajas semejantes comenzarían a funcionar. Si pudieran descubrirlas una tras otra… Pero todos estarían muertos antes de que lo consiguieran.
«Quizá debiera haber escuchado a Betty —pensó—. No estaría ya en esta ciudad. Pero ya es demasiado tarde.»
Se dirigió al teléfono y marcó el número del «Star». Pidió hablar con Cline.
—Hola, soy Travis —dijo.
—¿Dónde te encuentras? —preguntó la voz ronca de Cline—. Acabamos de saber que están llegando más víctimas de la peste a todos los hospitales. ¿Qué diablos es esto? ¿Qué estás haciendo en este momento?
—Debería estar redactando mi nota necrológica —respondió Travis—. Y tú tendrías que hacer lo mismo.
—Espera un momento. ¿Hablas seriamente?
—Nunca en mi vida he hablado más en serio, Cline. Tengo que decirte algo. Debemos pensar en la forma de dar la noticia en el periódico. Ahora lo más importante será lo que pueda decir el «Star». Lo más importante para cada uno de los habitantes de esta ciudad.
Cline prestó atención mientras Travis le relataba todo lo que sabía. Cline dijo finalmente, con serenidad:
—Parece…, parece que esto es el fin…, de todos nosotros, Travis.
Travis nunca le había oído hablar tan gravemente.
—Pero quisiera decirte una sola cosa —prosiguió—. Es algo terrible, pero… ¿Recuerdas cuando comenzó ayer la interferencia?
—Sí.
—Pasé telegráficamente esta información a Chicago. Apareció en algunos periódicos, y ahora, por lo que puedo apreciar, veo que le han prestado atención.
—¿Qué sucede?
—Sólo esto, Travis: hace media hora he recibido un mensaje de Chicago a través del teletipo. Parece que hay interferencias en toda la ciudad. Deseaban saber si ya hemos encontrado las causas.
—Muy bien —carraspeó el alcalde, mientras mascaba la colilla de un cigarro—. ¡Veamos su informe!
Bill Skelley consultó una hoja de anotaciones y dijo:
—Hemos reclutado sesenta y tres radiotécnicos, familiarizados todos con el uso de los equipos detectores de ondas. Los hemos distribuido en veinte camiones, y ha partido ya la mayor parte de ellos. Comenzamos con setenta hombres, pero seis se contagiaron de esa enfermedad y el séptimo no se presentó.
La habitación estaba saturada de humo de tabaco. La sala de consultas donde se encontraban era un hervidero; los mensajeros entraban y salían apresuradamente. Se había instalado un equipo telefónico, en un lado de la sala, y los operadores estaban muy atareados anotando nombres y direcciones que entregaban inmediatamente a los encargados de las ambulancias.
Doce ambulancias pertenecientes a los cinco hospitales con que contaba la ciudad habían trabajado sin descanso desde la tarde anterior. Se llamó a los empresarios de pompas fúnebres y sus vehículos se dispusieron para operación de emergencia.
En un extremo de la sala, un hombre marcaba números en una pizarra. A las ocho de la noche, el total anotado era de 316. En otro lugar, un empleado clavaba alfileres rojos sobre un plano de la ciudad.
—Pronto estarán llenos todos los hospitales —dijo el alcalde—. Tendremos que habilitar los cuarteles. ¿Ya escribió su artículo para el «Star», Travis?
Travis asintió.
—Cline ya lo tiene en su poder. Le dije que todos los radiotécnicos de la ciudad están tratando de localizar los aparatos. Se ha pedido la colaboración de mujeres voluntarias para desempeñar importantes tareas en sustitución de los hombres. Cada cual debe efectuar la búsqueda de las máquinas emisoras de ondas dentro de la zona donde vive. Pensamos hacer una edición extra —dijo, mirando el reloj colgado en la pared—. Debe estar saliendo en este momento. Se ha planeado distribuir los periódicos por medio de mensajeros, esta misma noche, no sólo a los suscriptores, sino a toda la población. El «Courier» se ha comprometido a lanzar la próxima edición extra.
—Perfecto —exclamó el alcalde—. Será una buena manera de comunicarse con el pueblo, a pesar de que no tenemos radio.
Miró el gran plano de la ciudad y continuó:
—La plaga parece concentrarse alrededor del almacén de la calle Wright. Pero fíjese cómo se extienden los puntos rojos a una gran distancia de allí.
El doctor Leaf meneó tristemente la cabeza.
—Creo que este asunto está perdido, alcalde. Deben estar funcionando ya otros aparatos. Sólo se está a salvo fuera de la ciudad, y eso si uno no está ya contaminado.
—Debe funcionar en la misma forma que la frecuencia modulada y la televisión —explicó Bill Skelley—. Llega hasta el horizonte. Colóquese en el horizonte y no se contaminará.
—Quizá los técnicos puedan localizar los aparatos que comiencen a funcionar —dijo el alcalde, esperanzado.
—Es mucho más difícil localizar las fuentes de emisiones cuando hay más de una —agregó Bill.
Riley, el jefe de policía, entró en la sala y se sentó junto a los demás hombres. Apretaba entre sus manos un montón de papeles.
—Hemos recibido un telegrama del FBI. Envían hombres aquí y a Chicago —dijo—. Tienen ya un informe completo sobre lo que sucede. Ha habido violación de leyes federales. De otro modo, sería un asunto meramente local.
Extendió varias hojas a Travis y prosiguió diciendo:
—A usted podría interesarle esto, Travis. Son solicitudes de informes de los servicios de prensa, llamadas telefónicas de los periódicos y revistas que no pude contestar. Algunos han enviado ya cronistas por avión. Les advertí acerca del peligro que corren. En Chicago cunde la desesperación a pesar de que no se han producido aún víctimas. Los periódicos de Chicago que hemos recibido esta tarde se ocupan de todo esto en primera plana, y tratan de preparar a la población.
Eligió otra hoja y prosiguió:
—Tengo una comunicación de South Bend, Indiana. Parece que allí ha comenzado también la interferencia. Quieren saber de qué se trata. Me supo muy mal decírselo, pero lo hice. Ya han tomado medidas, según tengo entendido. Acabo de comunicarme telefónicamente con el equipo que trabaja en Chicago. También recibimos un mensaje del departamento nacional de Salud Pública. Sugiere toda clase de medidas preventivas. Por supuesto, estas sugerencias se hicieron antes de que descubriéramos la causa de este mal. Y también habló el gobernador. Le expliqué que el honor le correspondía a usted, Travis.
—Parece que enviará algunas unidades de la guardia nacional —dijo el alcalde.
El capitán Tomkins, que había estado supervisando el trabajo de los operadores telefónicos, se acercó.
—Doctor Leaf, el doctor Wilhelm quiere verle inmediatamente —anunció—. Acaba de llamar, pero no ha querido esperar a que le avisáramos a usted.
El doctor Leaf se levantó.
—¿No sabe para qué me necesita?
Travis salió detrás de él.
—¿Me permite acompañarle?
—Sí, por supuesto.
Subieron al automóvil del doctor y se dirigieron al hospital. Durante el trayecto pudieron apreciar la gravedad de los acontecimientos. Las calles estaban prácticamente desiertas. De vez en cuando cruzaba alguna ambulancia, un automóvil a toda velocidad o un coche fúnebre; no se veían turismos y menos aún transeúntes.
«Esto prueba que las noticias son veloces como el rayo», pensó Travis. Advirtió que los pocos peatones que caminaban apresuradamente por las calles, no desviaban siquiera su mirada a derecha o a izquierda. También comprobó, apesadumbrado, que la excepción a la regla la constituían los bares. Estaban repletos. La gente ya sentía la necesidad de olvidar algo que pocas horas antes ignoraba; por el sólo hecho de ser hombres, estaban expuestos al influjo de malignas radiaciones, imposibles de detectar por medio de la vista, el oído o el olfato; estaban expuestos a algo invisible que los perseguía para envolverlos y darles muerte. En cuanto a las mujeres, todas tenían un marido, un padre o un hermano; alguien amenazado.
Los hombres se apretujaban a la expectativa, preguntándose si resultarían víctimas de la plaga. Habían oído hablar de ella, aunque no la conocían todavía de cerca. Si supieran qué era…, quizá no estarían reunidos de aquel modo. Permanecerían con sus familias. Pero no querían atemorizar a los suyos y pretendían que aquella noche era como cualquier otra, aunque en el fondo de sus pensamientos estuvieran buscando una solución. Todos habían oído hablar de la peste. Quizás alguno recordaba lo que leyó el miércoles en los periódicos, cuando se afirmaba que el departamento de Salud Pública dominaba la situación. Pero esta noche se anunciaba que no era así… Otros tal vez se enteraron de lo que ocurría por medio de un amigo.
También había mucha gente que aún no sabía nada. Para ellos todo aquello no era todavía más que un zumbido molesto en su aparato de radio. Pero si tenían teléfono, ya se enterarían.
A medida que se aproximaban al Union City Hospital, el tránsito se volvía más intenso. Se veían innumerables vehículos estacionados en sus cercanías y había gente que se encaminaba hacia la entrada del edificio.
Algunos policías dirigían el tránsito de vehículos alrededor del hospital. El doctor Leaf tuvo que mostrar su tarjeta de identificación para que lo dejaran pasar. Estacionó el automóvil en el patio y, junto con Travis, flanquearon la puerta de entrada.
La gente se agolpaba en los corredores. Las enfermeras se desplazaban con rapidez sin detenerse a contestar las preguntas que les formulaban algunas personas ansiosas. El vestíbulo principal se hallaba repleto. Travis y el doctor Leaf se abrieron paso hasta el consultorio del doctor Stone. Éste se encontraba solo en la habitación.
Sentado frente a su escritorio, con la corbata desanudada, estudiaba una página llena de cifras. Levantó la vista; su rostro estaba pálido, macilento, y tenía los ojos nublados.
—Están alojados en los pasillos de los pisos tercero y cuarto —dijo el doctor Stone con expresión fatigada—. Ahora los estamos instalando en el vestíbulo del segundo piso. Luego habilitaremos el primer piso, si alcanzan las camas. ¿Cómo están ustedes?
Se estrecharon las manos.
—¿Y el doctor Wilhelm? —preguntó el doctor Leaf.
El rostro del doctor Stone se ensombreció.
—Me pidió que me comunicara con usted, doctor Leaf. Ha estado trabajando sin descanso desde el miércoles. Vaya a verle. Se encuentra en el cuarto piso. Le di una habitación…, una sala auxiliar de operaciones que no necesitamos por ahora. Dice que seguirá trabajando allí… hasta el final.
—¿Hasta el final? —repitió el doctor Leaf—. ¿Qué quiere usted decir?
—Si aún no lo sabe, se enterará inmediatamente. Está en la habitación cuatrocientos treinta y cuatro. Ha caído enfermo.
Salieron del consultorio y subieron las escaleras. Entraron en la habitación cuatrocientos treinta y cuatro. Allí estaba el doctor Wilhelm, el corpulento doctor Wilhelm, tendido en una cama. Tenía a mano una libreta de notas y varios libros de texto. Su piel había adquirido el característico matiz grisáceo.
—Me alegra verle —dijo al doctor Leaf—. Siéntese. Cuánto me alegro de que hayan llegado antes de que…
Los dientes le rechinaron cuando trató de incorporarse.
—Acuéstese —ordenó el doctor Leaf, ayudándole a recostarse nuevamente.
—Ahora puedo observarlo dentro de mi cuerpo —dijo el doctor Wilhelm—. Me parece percibirlo en cada una de mis células. —Trató de esbozar una sonrisa y continuó—: Creo que he averiguado algo.
Hizo un movimiento y miró a Travis con hostilidad. Luego agregó:
—Déme un trago, doctor.
Travis le alcanzó rápidamente el vaso que se encontraba sobre la mesa. El doctor le miró con fijeza, tomó el vaso y bebió su contenido.
—Si sigue rondando por aquí, señor Travis, usted también caerá muy pronto.
—Travis se halla perfectamente bien —observó el doctor Leaf—. ¿Qué ha podido descubrir?
—Es el cromosoma Y, doctor.
—¿El Y? —inquirió el doctor Leaf—. Ah, ya comprendo.
—La descripción que usted hizo de la máquina…
El doctor Wilhelm hizo rechinar nuevamente los dientes, como si le punzara un dolor agudo. Se humedeció los labios con la punta de la lengua y continuó:
—¿Recuerda que usted me llamó?
—Sí. Le llamé esta tarde a última hora y le conté el descubrimiento del aparato.
—Estuve pensando en eso durante una hora, hasta que pude relacionar las distintas partes de este asunto —dijo Wilhelm, mordiéndose los labios—. Y llegué a la conclusión de que solamente podían ser los cromosomas Y. Los rayos gamma tienen una longitud de onda suficientemente corta como para destruir a los cromosomas Y; en cambio, no influyen sobre los cromosomas X, porque entonces resultarían afectadas también las mujeres.
—Debe de tener razón —dijo el doctor Leaf—. No se me había ocurrido… En realidad, había pensado en algo semejante, pero no le di esa interpretación. Debe ser como usted dice.
Presa de gran agitación, el doctor Leaf continuó:
—Usted lo ha descubierto, doctor Wilhelm.
—¿Para qué nos sirve ahora? —reflexionó este último.
Cerró los ojos y respiró profundamente.
—¿Qué es el cromosoma Y? —preguntó Travis.
El doctor Leaf hizo un gesto a Travis y ambos salieron de la habitación, dejando al doctor Wilhelm sobre su cama, retorciéndose de dolor.
Cuando estuvieron en el corredor, el doctor Leaf le explicó:
—Cada célula de nuestro cuerpo contiene cuarenta y ocho cromosomas —dijo—. Cuarenta y seis de ellos son los llamados autosomas, para diferenciarlos de los cromosomas determinantes del sexo, los cromosomas X e Y. El cuadragésimo séptimo es el cromosoma X, y el cuadragésimo octavo es el Y.
—El doctor Wilhelm dijo algo acerca de que las mujeres no resultarían afectadas —comenzó a decir Travis.
—Exactamente —explicó el doctor Leaf—. ¿Recuerda que le dije que existía una diferencia muy pequeña entre ambos sexos, aparte de las obvias diferencias de constitución física?
Travis asintió.