Permanecieron silenciosos unos minutos. Luego Travis preguntó:
—¿Qué les ocurrirá a los hombres que están enfermos?
—Morirán. Los tres primeros que llegaron deben de haber muerto ya.
—¿Vio usted el diagrama que dibujó el primer paciente?
El doctor Leaf sonrió.
—Sí. Todos lo vimos y tuvimos una discusión al respecto. Piense un poco; alguien se contagia con esta enfermedad; siente que se vuelve loco; el dolor es terrible. Tengo entendido que al anciano le administraron una fuerte dosis de morfina y, aun así, no fue suficiente para calmarlo mientras lo trasladaban a la habitación. Veamos, ¿qué pensaría usted de lo que un hombre en ese estado ha dibujado?
—El doctor Collins dijo que en aquel momento parecía bastante consciente.
—Oh, no quiero que me interprete mal. En el dibujo puede estar la clave de todo el problema. No lo niego. Todos lo hemos considerado bajo ese aspecto. Según el doctor Wilhelm, es un símbolo fálico. Otros creen que es una clave, la dirección de alguna casa o algo que el individuo soñó. Reconocemos, por supuesto, que tendría un significado científico si el hombre era en realidad un investigador. Significa hembra. Pero, ¿hembra de qué? Hemos estudiado flores, insectos y animales tratando de localizar alguna clase del orden 23X, tal como escribió en el interior del círculo. Pero no hemos encontrado nada revelador.
—Usted dijo que el anciano podría ser el autor del experimento, el que recibió la dosis mayor de radiaciones. ¿Y qué me dice de quienes destruyeron el laboratorio?
—Sus ayudantes tuvieron, posiblemente, mejor suerte —dijo el doctor Leaf—. Hay muchas cosas raras en este caso… No sé qué pensar. Tampoco están más seguros que yo el doctor Wilhelm y los demás.
Travis arrojó su cigarrillo al suelo. Cayó junto a sus pies.
—Perdone que se lo diga, doctor, pero mi fe en la medicina ha decaído mucho. Si media docena de doctores que tendrían que entender algo de esto no resuelven el problema, ¿quién podría hacerlo, entonces?
—No haga una acusación tan general contra la medicina, señor Travis. Nosotros, los médicos, somos los primeros en admitir que es básico en nuestra profesión conocer las causas de las anomalías que se producen en un cuerpo humano. Pero no siempre logramos averiguar por qué muere un hombre. Hay numerosos misterios en el laboratorio, sobre la mesa de disección, bajo la lente del microscopio. Lo más probable es que la solución de este asunto esté delante de nuestras narices y que sea algo muy simple…
—¿Qué le parece si le hago algunas sugerencias? —preguntó Travis.
El doctor Leaf sonrió.
—Me agradará oír lo que usted pueda decirme. ¿Quién sabe? Quizás usted acierte con la solución.
—Probablemente no acertaré, doctor Leaf —dijo Travis—. Tengo ciertas dudas sobre un aspecto de la cuestión.
—¿Cuáles son?
—He pensado varias veces en ello. Numerosas mujeres viven en el barrio de la calle Winthrop uno, siete, dos, dos, ¿verdad?
—Por supuesto.
—Entonces, ¿por qué ninguna ha caído enferma?
—Ya hemos discutido este asunto. Es tan misterioso como el resto del asunto.
—¿Ha pensado en la posibilidad de que en el cuerpo femenino haya alguna sustancia que las inmunice?
—Sí, desde luego. Podrían ser hormonas femeninas. Ya hemos inyectado estas hormonas a algunos de los pacientes, pero no experimentaron ningún cambio positivo.
—¿Qué puede decirme acerca del tejido afectado? Se vuelve gris, luego negro y aparecen esas ampollas rojas y manchas de color púrpura. ¿Mueren las células en esos lugares?
—Hemos examinado la piel, tal como le dije. Parece como si las células no quisieran seguir viviendo. Realizan sus funciones en forma imperfecta, esperando la muerte. Y la muerte llega, por cierto. Quizás esas células no puedan producir ya cantidades suficientes de los materiales que necesitan para realizar sus metabolismos. Van muriendo lentamente y producen las ampollas y las manchas purpúreas sin ningún control, del mismo modo que el cáncer ocasiona algunas veces una forma de melanomatosis que va acompañada por una pigmentación oscura de la piel. Pero esto es mucho más profundo… Creo que debo volver allá —dijo bruscamente el doctor Leaf, quitándose el cigarrillo de la boca—. Ya que usted no recuerda nada acerca del diagrama o de la muchacha, no necesita volver conmigo.
Se levantó.
—Muchas gracias, doctor. Un amigo me espera. Será mejor que me vaya.
Los dos hombres caminaron por el corredor hasta llegar a la habitación diez. Entonces, el doctor Leaf dijo a Travis:
—Usted parece estar interesado en este asunto. Si tiene alguna idea o encuentra algo interesante, avísenos, por favor.
Le tendió la mano, sonriendo. Travis se la estrechó, prometiéndole que lo haría.
Cuando volvió al automóvil, Hal le acosó a preguntas. Travis le refirió detalladamente todas las conversaciones mientras se dirigían a su apartamento.
—Así que estás dispuesto a continuar el juego, ¿eh? —comentó Hal.
Travis le miró.
—Por la forma en que hablas me haces sospechar que estás complicado en este asunto, Hal.
—Sí, por supuesto. Me sobra tiempo, ¿verdad? Creo que estás loco. ¿Para qué está la policía? Los más importantes facultativos de Springfield han venido para ocuparse del asunto, pero nadie ha efectuado aún progresos reales. ¿Te crees capaz de hacer algo?
—Aún no lo he intentado. Hasta ahora sólo he sido un inocente observador.
—Sí, un inocente observador…, pero esta tarde casi te pegan un balazo en la pierna.
—El incidente de esta tarde me ha decidido a continuar investigando este caso.
Hal gruñó. Detuvo el automóvil frente al apartamento de Travis.
—¿Por dónde comenzarás?
—Oh, tengo un par de ideas —contestó Travis, señalando la ficha que tenía en su bolsillo.
—Llámame cuando me necesites.
—Gracias, compañero —dijo Travis, saltando fuera del vehículo y cerrando la puerta.
Hal se alejó en el automóvil.
Travis entró en la casa. Su mente estaba rebosante de pensamientos acerca de aquellos doce hombres moribundos, con la piel veteada de gris, que yacían en el Union City Hospital; virus, radiaciones y células aniquiladas.
¿Cuál era la respuesta? Recordó que Arrowsmith habría sido capaz de montar un laboratorio con un microscopio y un palillo de dientes. «Bueno —pensó—, yo no sabría qué hacer con el microscopio, pero, en cambio, manejaría bastante bien el palillo de dientes. Conozco algo de lógica, y la ciencia es, ante todo, sentido común.» Recordó una frase de Albert Einstein: «La ciencia toda no es más que el refinamiento de la actividad mental cotidiana».
Él era incapaz de razonar tan bien como cualquier hombre de ciencia, siguió reflexionando. La diferencia estribaba en que el científico posee un mayor acopio de datos. Experimentó aquella familiar sensación de júbilo por haberse decidido a continuar investigando. Hasta el momento no le había ido tan mal… Además, en su bolsillo guardaba una ficha que podría ayudarle a descubrir algo.
Tomó el ascensor para subir a su apartamento. Rosalee Turner. Un bonito nombre. Se preguntaba cómo sería. Decidió buscarla al día siguiente mientras se encontrara trabajando en aquella sociedad de desarrollo, en Drexler Drive.
Bostezó mientras introducía la llave en la cerradura de la puerta. Entró en la habitación. Percibió un rápido y brusco movimiento a través de la puerta entreabierta. Los músculos se le pusieron tensos y se le erizaron los pelos de la nuca.
Empujó la puerta con fuerza. Se arrojó al suelo y luego se abalanzó contra la persona que se encontraba allí.
Travis embistió golpeando. Su brazo alcanzó al otro y oyó el ruido metálico producido por un objeto que después de golpear contra la pared cayó al suelo. Ni siquiera tuvo tiempo de pensar si sería un revólver, pues toda su atención estaba concentrada en la forma de dar al intruso un puñetazo que le dejara fuera de combate.
Su puño pasó rozando un rostro que apenas era visible a la escasa luz que se filtraba del vestíbulo; luego chocó contra su cuerpo. Travis se apoderó de los brazos del otro, impidiéndole actuar… Entonces descubrió que era una mujer. Una ráfaga de colonia perfumada la traicionaba.
Sin soltarla, caminó hasta la pared para encender la luz. Vio entonces que era la rubia del hospital, la joven que disparó contra él en el callejón. La empujó y ella avanzó unos pasos dando traspiés, mientras Travis recogía el arma del suelo y la encañonaba.
Cerró la puerta de un puntapié. Era la misma y hermosa rubia que tenía el corazón endurecido. No llevaba sombrero ni abrigo. El vestido bien confeccionado acentuaba su fina cintura. Ella lo miraba desafiante; su labio superior sobresalía un poco, afianzando su seguridad. Tenía algo que la distinguía de todas las demás mujeres que Travis había conocido. Quizá le parecía excepcional porque no le daba cuartel; tan decidida estaba a realizar lo que se proponía, aunque costara la vida de un hombre: Travis. Nunca se había sentido tan odiado.
—Siéntese —le ordenó, señalando con el revólver una silla.
—Gracias, prefiero estar de pie —contestó ella.
Su voz era vibrante y bien modulada.
—Como prefiera —dijo Travis, hundiéndose en un sillón—. ¿Qué se propone?
—Sinceramente, nada más que matarlo —respondió ella con calma.
—¿Por qué quiere matarme? ¿No bastan ya los otros?
—Usted es mi caso favorito. Realizaré mi proyecto a pesar de lo que pueda ocurrirme ahora.
—Ah, ¿sí? ¿Y qué va a sucederle ahora?
—Usted llamará a la policía.
—Exactamente, nena. Pero creo que antes tenemos que conversar un poco para resolver nuestras pequeñas diferencias.
—Nuestras diferencias no son pequeñas. Usted es el único… No, son dos en realidad los que saben que estuve en el hospital.
Travis se quedó perplejo.
—¿Y lo admite?
—Usted y un hombre llamado Hal Cable son mis dos casos especiales.
Travis abrió el revólver, lo descargó y se guardó las balas en el bolsillo.
—No pienso seguir toda la noche con esto en la mano —dijo mirando el arma—. Parece nuevo.
—No ha sido estrenado, si le interesa saberlo.
—Probablemente ahora nunca lo será —dijo arrojando el revólver sobre la mesa.
—Parece estar muy seguro.
Travis se inclinó hacia delante.
—Veamos, preciosa —dijo—, ¿qué significa todo esto? ¿Por qué trató de matar al viejo?
—¿Pretende que se lo diga? —dijo ella, sonriendo con sorna.
—Usted podría decírmelo, ya que dentro de un rato tendrá que explicárselo todo a la policía. Me gustaría ser el primero en escucharlo; eso es todo.
—No diré absolutamente nada a la policía.
—¿Qué relación tiene el anciano que murió con los otros hombres enfermos?
Ella le miró sarcásticamente, pero no contestó.
Travis se levantó y, dirigiéndose hasta donde se hallaba la joven, introdujo la mano en uno de los bolsillos de su traje, pero ella le dio un tirón.
—¿Qué hace usted? —dijo la muchacha con enojo.
—¡Cállese! —contestó Travis, cogiéndole un brazo y doblándoselo contra la espalda.
—¡Me está torciendo el brazo!
—Se lo soltaré después de que haya revisado sus bolsillos.
La joven forcejeaba, pero no pudo impedir que Travis revisara los dos bolsillos de su traje. En uno de ellos encontró un pequeño monedero adornado con cuentecillas.
—¡Ahora siéntese! —dijo, empujándola con fuerza hacia el sofá.
La rubia cayó sobre el diván. Luego se enderezó. No le sacaba a Travis la vista de encima. Éste se dirigió hasta la puerta, la cerró con llave y volvió junto al sofá. Comenzó a abrir el monedero.
—No encontrará nada ahí —dijo la joven.
—¿No?
Travis volcó el contenido sobre el sofá. Había un lápiz de labios, un espejo, una polvera, una billetera, cigarrillos, un encendedor. Abrió la billetera. Contenía dos billetes de diez dólares, un dólar suelto, algunas monedas, un carnet de seguridad social a nombre de Betty Garner, un permiso de conducir al mismo nombre, con domicilio en la calle Praire, 1822 Oeste, Union City, Illinois.
—Así que usted se llama Betty, ¿eh? Betty Garner. Bonito nombre.
—Usted se cree muy sagaz —dijo ella cruzando sus bien modeladas piernas y mirando en otra dirección.
—Betty —repitió él lentamente—. Alguien la interrogará tarde o temprano. ¿Cómo es posible que una muchacha como usted haya podido mezclarse en este asunto?
—Gracias por el cumplido. Me abstengo de hacer comentarios.
—¿Cuánto paga Dutch McCoy para eliminarme?
Ella le miró con expresión divertida.
—¿Eliminarle? Vaya una palabra rara. Hace años que no oigo un término semejante. ¿No le parece que es un poco melodramático?
Travis examinó el permiso de conducir.
—Usted trata de parecer mayor, pero aquí dice que tiene sólo veintidós años. ¿Qué clase de padres tiene, Betty, que le permitieron meterse en un lío tan grande?
—Por favor, no mezcle en esto a mis padres.
—Un punto flaco, ¿eh?
Travis sacó una libretita del bolsillo superior de su chaqueta, la abrió por una página en blanco, se acercó a la joven y comenzó a dibujar. Al principio ella no le prestó atención; pero luego echó una mirada, en el momento en que Travis terminaba de dibujar un círculo apoyado en la parte superior de una cruz, en el interior del cual estaba escrito: «23X».
Ella le arrebató la libreta y rompió la hoja. Había temor en su mirada. Su rostro estaba pálido; tenía los ojos muy abiertos y la respiración muy agitada.
—¿Qué es lo que usted sabe? —le preguntó la joven, horrorizada.
—Bastante.
Ella se mordía el labio superior. Le miraba muy preocupada mientras en su mano crujía el arrugado papel.
—Usted no puede saberlo —dijo la muchacha en voz baja.
—¿No? ¿Por qué? —preguntó Travis, sonriendo maliciosamente.
—Si lo supiera no estaría ahí sentado —replicó ella.
—¿Dónde estaría entonces?
La rodeó con el brazo.
—Oh, no lo sé. —Ella se llevó la mano a la frente—. Déjeme pensarlo. Usted…, usted me hizo poner nerviosa.
—¿Yo la he puesto nerviosa? —sonrió Travis—. Usted me ha puesto nervioso a mí. Primero en el hospital, luego en la calle y ahora aquí, en mi apartamento. ¡Y usted cree que soy yo el causante de sus nervios!