Las hijas del frío (47 page)

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Authors: Camilla Läckberg

BOOK: Las hijas del frío
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—Tenía que comprobar si era de mejor madera que su padre, si se parecía más a mi familia.

—«A tu familia» —masculló Asta—. Vamos, como si eso fuera algo bueno. Aduladores hipócritas y mujeres soberbias, ésa es tu casta. ¿A ti te parece digno de imitación? ¿Y a qué conclusión llegaste?

Arne respondió claramente herido:

—Cállate, mujer, yo soy de una familia temerosa de Dios. Y no me llevó mucho tiempo comprobar que la niña no era de buena casta. Insolente, rebelde y respondona de un modo totalmente inadecuado. Intenté hablar con ella de Dios y me sacó la lengua. Así que le dije un par de verdades. Y aún considero que estaba en mi derecho a hacerlo. Era evidente que nadie se había preocupado de educarla, así que ya era hora de que alguien le diese un tirón de orejas.

—Así que decidiste asustarla —apuntó Niclas dispuesto a darle un puñetazo.

—Vi que era el Diablo que llevaba dentro el que se asustaba —contestó Arne lleno de orgullo.

—¡Maldito viejo! —exclamó dando un paso adelante.

Unos fuertes golpes en la puerta lo frenaron.

El tiempo se detuvo un instante en la habitación, hasta que pasó el momento. Niclas sabía que había estado al límite del abismo, pero había retrocedido a tiempo. Si hubiera empezado a arremeter contra Arne, no habría acabado nunca. Esta vez no.

Salió de la sala de estar sin mirar ni a su padre ni a su madre y fue a abrir la puerta. El hombre que esperaba al otro lado pareció sorprendido de verlo allí.

—¡Ah! Hola. Soy Martin Molin. Nos hemos visto antes. Soy de la policía. Venía a hablar con su padre.

Niclas se apartó sin rechistar y le dio paso. De camino a su coche, sintió la mirada del policía clavada en su espalda.

—¿Dónde está Martin? —quiso saber Patrik.

—Ha ido a Fjällbacka —le aclaró Annika—. Charlotte identificó al malvado anciano sin dificultad. Es el abuelo de Sara, Arne Antonsson. Un poco pirado, según Charlotte, y al parecer lleva muchos, muchos años sin cruzar una palabra con su hijo.

—Espero que Martin se acuerde de comprobar su coartada tanto para el día en que mataron a Sara como para el incidente de ayer con el pequeño del cochecito.

—Lo último que hizo antes de marcharse fue comprobar la hora del hecho. Fue entre la una y media y las dos, ¿verdad?

—Sí, exacto. Es un alivio saber que hay gente en cuya eficacia se puede confiar.

Annika enarcó las cejas y entrecerró los ojos.

—¿Mellberg ya le ha dado el merecido repaso a Ernst? La verdad, me sorprendió verlo esta mañana. Creía que si no lo habían despedido, al menos sí estaría suspendido por un tiempo.

—Lo sé. Yo también lo creí cuando se fue a casa ayer. Y me quedé tan sorprendido como tú al verlo ahí sentado, como si nada hubiese ocurrido. Tendré que hablar con Mellberg. Sencillamente, no puede pasar por alto esta falta de Ernst. Si lo hace, ¡dejo el trabajo! —exclamó Patrik con el ceño fruncido.

—No digas eso —suplicó ella horrorizada—. Habla con Mellberg, seguro que tiene un plan de acción para abordar el tema de Ernst.

—Eso no te lo crees ni tú —aseguró Patrik mientras Annika bajaba la vista.

Tenía razón, ella misma dudaba de que así fuera. La recepcionista cambió de tema.

—¿Cuándo volveréis a interrogar a Kaj?

—Pensaba hacerlo ahora, pero habría preferido contar con la presencia de Martin…

—Pues acaba de irse, así que supongo que tardará un rato en regresar. Intentó avisarte, pero estabas al teléfono…

—Sí, estaba comprobando la coartada de Niclas para ayer. Por cierto, es impecable: estuvo pasando consulta de doce a tres sin pausas de ningún tipo. No sólo según el libro de citas: todos los pacientes lo confirmaron.

—¿Y eso qué significa?

—Si yo lo supiera… —se lamentó Patrik masajeándose la base de la nariz con los dedos—. No cambia el hecho de que no haya podido presentar ninguna coartada para el lunes por la mañana, y sigue siento muy sospechoso que intentase agenciarse una mintiendo. Pero lo de ayer no lo hizo él, desde luego. Gösta iba a llamar al resto de la familia para preguntarles dónde estuvieron a esa hora.

—Me imagino que Kaj también tendrá que responder a esa pregunta —observó Annika. Patrik asintió.

—Tenlo por seguro. Y su esposa también. Y su hijo. Pensaba hablar con ellos después de interrogar a Kaj por segunda vez.

—Y pese a todo lo que tenemos, podría ser otra persona totalmente distinta con la que aún no nos hemos topado… —aventuró Annika.

—Eso es lo más jodido de todo. Mientras corremos de un lado a otro dando rodeos, el asesino puede estar en casa muriéndose de risa. Sin embargo, después de lo de ayer, estoy seguro de una cosa: aún sigue por aquí y seguramente es alguien del pueblo.

—También puede que tengamos al asesino a buen recaudo —sugirió Annika señalando hacia el calabozo.

Patrik sonrió.

—Sí, también puede que lo tengamos a buen recaudo. Bueno, no tengo tiempo que perder; he de hablar con cierto sujeto sobre cierta cazadora…

—¡Suerte! —le gritó Annika mientras él se alejaba.

—¡Dan! ¡Dan! —gritó Erica.

Al oírse a sí misma, se puso más nerviosa aún. Rebuscó frenéticamente bajo las sábanas del cochecito, como si, de algún modo misterioso, su hija pudiese estar oculta entre los pliegues. Pero estaba vacío.

—¿Qué pasa? —preguntó Dan, que había llegado a la carrera y miraba preocupado a su alrededor—. ¿Qué ha pasado? ¿A qué vienen esos gritos?

Erica intentaba explicárselo, pero se le trababa la lengua como si le hubiese crecido en la boca y no fue capaz de articular palabra. Temblando, señaló el cochecito. Dan giró rápidamente la cabeza para mirar dentro.

Incrédulo, rebuscaba una y otra vez en el carrito vacío y Erica comprendió que él también estaba aterrorizado.

—¿Dónde está Maja? ¿Se la han llevado? ¿Dónde está…?

No terminó la frase y miró nervioso a su alrededor. Erica se aferró a su brazo presa del pánico. Entonces, las palabras empezaron a brotar atropelladamente de su boca.

—¡Tenemos que encontrarla! ¿Dónde está mi niña? ¿Dónde está Maja? ¿Dónde está?

—Shhh, tranquila, la encontraremos enseguida. No te preocupes, lo haremos.

Dan intentaba ocultar su propio pánico para sosegar a Erica. Le puso las manos sobre los hombros y la miró a los ojos:

—Hemos de conservar la calma. Iré a buscar por aquí. Entre tanto, tú llama a la policía. Venga, todo se arreglará, ya verás.

Erica sintió que las costillas ascendían y descendían en su pecho en una burda imitación de los movimientos de la respiración, pero siguió las instrucciones de Dan. Él había dejado la puerta abierta y el aire entraba en la casa a ráfagas heladas, pero ella ni se inmutó. Lo único que sentía era el pánico hiriente que la paralizaba y que detenía la marcha de su cerebro. Era incapaz de recordar dónde había dejado el teléfono y, al cabo de un rato, no hacía más que dar vueltas por la sala de estar, retirando cojines y arrojando los objetos que encontraba a su paso. Por fin vio el aparato sobre la mesa del comedor, se abalanzó sobre él y marcó el número de la comisaría con la mano tensa y rígida. Entonces oyó la voz de Dan desde fuera.

—¡Erica, Erica! ¡La he encontrado!

Erica dejó caer el teléfono y se precipitó hacia la puerta, en dirección al lugar de donde venía la voz. Bajó la escalinata descalza, sólo con los calcetines, y echó a correr por el jardín. El frío y la humedad calaron hasta sus pies, pero a ella no le importaba lo más mínimo. Vio a Dan. Se le acercaba a toda prisa con algo en los brazos. Oyó un chillido y se sintió invadida de un alivio inmenso. Maja lloraba a pleno pulmón, estaba viva.

Cubrió a la carrera los últimos metros que la separaban de Dan y cogió a la pequeña. Durante un instante, la abrazó entre sollozos Luego se arrodilló, tumbó a Maja en el suelo y le quitó el buzo rojo para recorrer su cuerpecito con la mirada. Parecía estar ilesa y ahora lloraba desesperadamente sin dejar de manotear. Aún de rodillas, Erica la tomó en brazos y la apretó contra su pecho con fuerza mientras las lágrimas de alivio se mezclaban con la lluvia que empezaba a caer.

—Venga, vamos adentro, os vais a mojar —le dijo Dan con dulzura al tiempo que le ayudaba a levantarse.

Sin soltar a su hija, Erica subió la escalera y entró en la casa. Jamás habría imaginado que fuese posible experimentar un alivio tan físico. Era como si hubiese perdido una parte de su cuerpo que, de pronto, acababa de recuperar. Aún se le escapaba algún que otro sollozo y Dan le ayudó a entrar calmándola y dándole palmaditas en la espalda.

—¿Dónde estaba? —acertó a preguntarle.

—Estaba tumbada en el suelo, en la parte delantera de la casa.

Fue como si, en ese instante, ambos hubiesen caído en la cuenta de que alguien tenía que haber llevado a Maja hasta allí. Por alguna razón, ese alguien sacó a Maja del carrito, rodeó la casa y la dejó durmiendo en el suelo. Aquella certeza le infundió un terror tal, que Erica empezó a llorar de nuevo.

—Shhh. Ya pasó —la tranquilizó Dan—. La hemos encontrado. Y no parece haber sufrido ningún daño. Pero creo que debemos llamar a la policía enseguida. Porque al final no llamaste, ¿verdad?

Erica asintió vehemente, confirmándole su sospecha.

—Hemos de llamar a Patrik —dijo—. ¿Podrías hacerlo tú? Yo no pienso soltar a mi hija nunca más —aseguró apretándola de nuevo contra su pecho.

Pero entonces vio algo que le había pasado inadvertido hasta el momento. Miró el jersey de Dan y sostuvo a Maja a unos centímetros de distancia para observarla mejor.

—¿Qué es esto? —exclamó—. ¿Qué es esta cosa negra?

Dan miró el buzo sucio de la pequeña y le preguntó:

—¿Cuál es el número de Patrik?

Erica recitó con voz temblorosa el de su móvil y se quedó mirando a Dan mientras éste lo marcaba. El miedo se le concentró en el estómago como una pesada bola.

Los días se sucedían confundiéndose unos con otros. La sensación de impotencia aún resultaba paralizante. Nada de lo que ella hacía o decía le pasaba inadvertido. Él vigilaba cada uno de sus pasos, cada una de sus palabras.

Además, la violencia se había intensificado. Ahora gozaba sin reservas viendo su dolor y su humillación. Tomaba lo que quería cuando quería y, ¡pobre de ella si se le ocurría protestar o resistirse! Tampoco es que a aquellas alturas se le pasase por la cabeza siquiera. Estaba claro que algo se había torcido en la mente de él. Ya no había límites y en sus ojos veía un destello de maldad que despertaba su instinto de supervivencia y le aconsejaba acceder a cuanto le exigiese… con tal de seguir viva.

Ella se protegía con el hermetismo. Pero le dolía ver a los niños. Ya no podían ir a la guardería y sus días transcurrían en la misma existencia sombría que los de ella. Apáticos y agazapados, la observaban con una mirada exánime que ella interpretaba como una acusación. Anna asumía la culpa sin contemplaciones. Debería haberlos protegido. Debería haber mantenido a Lucas fuera de sus vidas, tal y como se había propuesto. Pero un solo instante de miedo, y cayó a su merced. Se convenció a sí misma de que lo hacía por los niños, por su seguridad, cuando en realidad cedió a su propia cobardía, a su costumbre de tomar siempre el camino que, al menos al principio, ofrecía menos obstáculos. En esta ocasión, sin embargo, se había equivocado de plano en su elección. Optó por el camino más estrecho, más intrincado, más intransitable que existía y, por si fuera poco, obligó a sus hijos a seguirlo.

A veces soñaba con matarlo. Adelantarse a él en lo que, ahora ya lo sabía, sería el inevitable final. En ocasiones se quedaba observándolo mientras dormía a su lado, durante aquellas horas interminables en que yacía despierta por las noches, incapaz de relajarse lo suficiente como para hallar refugio en el sueño. Entonces sentía el placer de imaginarse cómo uno de los cuchillos de la cocina se hundía en su carne cortando el débil hilo que lo mantenía con vida. O recreaba una escena en que rodeaba el cuello de Lucas con la misma cuerda que le cortaba a ella las muñecas, y apretaba y apretaba…

Pero todo quedaba en sueños maravillosos. Algo, quizá su cobardía intrínseca, la hacía mantenerse inmóvil en la cama mientras en su cerebro iban y venían aquellos negros pensamientos.

A veces, por la noche, se imaginaba a la hija de Erica. Una niña a la que aún no había podido ver. La envidiaba. Aquella niña recibiría la misma calidez, los mismos cuidados que Erica le había procurado a ella cuando eran pequeñas, en su relación de madre e hija más que de hermanas. Sin embargo, entonces no supo apreciarlo. Se sentía atada y controlada. Seguramente la amargura, fruto de la falta de amor de su madre, le endureció el corazón hasta el punto de incapacitarla como receptora de lo que su hermana intentaba darle. Anna deseaba con todas sus fuerzas que Maja fuese más receptiva al inmenso océano de amor de que ella sabía capaz a Erica. No sólo por el bien de la niña, sino también por el de la propia madre. Pese a la distancia que las separaba, tanto geográfica como por edad, Anna conocía muy bien a su hermana y sabía que nadie necesitaba tanto como ella que le devolviesen amor por amor. Lo curioso era que Anna siempre la había visto como una mujer muy fuerte y la sola idea recrudecía su amargura. Ahora que ella se encontraba más débil que nunca, podía ver a su Erica tal y como era, un ser aterrado por la posibilidad de que los demás viesen en ella lo que vio su madre, lo que la hizo considerar que no eran dignas de amor. Si se le ofrecía una oportunidad más, no dudaría en abrazar a Erica y agradecerle todos aquellos años de amor incondicional. Le daría las gracias por sus desvelos, por las reprimendas, por el destello de inquietud que veía en su mirada cuando temía que estuviese cometiendo un error. Le daría las gracias por todo lo que para ella fueron entonces ataduras y limitaciones. ¡Qué irónico! Entonces no tenía la menor idea de qué era sentirse atada y limitada. Ahora sí lo sabía.

El sonido de la llave en la cerradura la hizo saltar del asiento. Los niños se quedaron paralizados en medio del juego Anna se levantó y fue a recibirlo.

Arnold lo miraba preocupado a través de sus gafas de sol oscuras. Schwarzenegger. Terminator. Quién fuera como él, chulo y duro. Una máquina sin capacidad de sentir.

Sebastian estaba tumbado en la cama con la mirada fija en el cartel. Aún oía el eco de la voz de Rune, su tono de falsa solicitud, sus desvelos untuosos y fingidos. Lo único que lo inquietaba realmente era lo que los demás pudieran decir de él ¿Qué fue lo que le preguntó…?

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