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Authors: Juan Francisco Ferrándiz

Tags: #Histórico, Relato

Las horas oscuras (33 page)

BOOK: Las horas oscuras
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—¡Dios bendito! —exclamó Gerberto, aterrado.

Las piernas le fallaron y Ermesenda lo sostuvo y evitó que se desplomara.

—¿Qué ocurre? —preguntó ella, angustiada, sin comprender.

—¡No es Vlad Radú!

Una nueva risotada restalló en la celda mientras el
strigoi
se ponía en pie para que la luz mostrara su figura con mayor detalle. Era un anciano repugnante, el cabello amarillento ya había comenzado a brotar en su cabeza antaño afeitada y profundas arrugas oscuras contrastaban con la palidez mortal de su rostro. Abrió la boca y mostró los escasos dientes que le quedaban: negros y puntiagudos.

—¿Sorprendido, viejo Gerberto?

—¡Basarab de Snagov…! ¡El segundo
strigoi
!

El prisionero hizo una exagerada reverencia. A pesar de las cadenas que no le permitían alejarse de la pared, se movía con una agilidad pasmosa.

—Cometisteis un error al dejar marchar al hermano Michel en pos de Brian de Liébana, tal vez él hubiera imaginado esta treta. Ahora es tarde para ellos.

—¡Maldito seas! —exclamó Gerberto, temblando por el revés sufrido.

—¿Creíais que podríais evitar lo que está escrito? Me sorprende de vos, hermano Gerberto. Conocéis bien la
Astrología
de Manilio, sabéis leer el destino en los astros.

Pero el prelado no escuchaba, su cuerpo se estremecía mientras pensaba en las consecuencias.

—Vlad regresó de Liébana conociendo dónde se esconde Brian y sus más oscuros secretos —continuó Basarab con voz cavernosa—. Pero, acatando las órdenes del primer
strigoi
, regresó a nuestro refugio de Valaquia, donde todos nos reunimos para decidir cuál sería el siguiente paso. Convinimos en que era mejor esperar un tiempo para que los
frates
, convencidos de haber encontrado un lugar seguro en el extremo del orbe, bajaran la guardia. Y así, el golpe que los destruirá les causará más dolor… —El anciano hizo una pausa y se regocijó viendo la expresión aterrada de sus interlocutores—. Pero en esa reunión acordamos también otra cosa. Utilizar vuestra misma estratagema: mientras Vlad se preparaba para partir, alguien debía despistaros. Fui yo el designado, y me he dedicado a ir dejando un rastro… Mi vida no es nada en comparación con el horror que desatará un
strigoi
en Irlanda. —Soltó una risa macabra—. ¡Sólo lamentaré no estar presente cuando la biblioteca arda y el fuego destruya por fin ese maldito Códice! Tal vez si se lo pido a Satanás…

Gerberto, incapaz de seguir soportando sus palabras, abandonó la celda. Ermesenda salió tras él mientras la risa de Basarab resonaba por encima de los chasquidos del látigo del carcelero.

En el exterior, el prelado se apoyó contra el muro, respiró hondo y trató de tranquilizarse. Estaba pálido y una fina capa de sudor le cubría el rostro. Sus ojos, siempre rebosantes de serenidad y perspicacia, vagaban como los de un niño perdido en un lugar desconocido. La joven condesa pasó un pañuelo de seda por la faz del religioso.

—Puedo avisarles pero ya es demasiado tarde… —comentó él, desolado—. Vlad lleva la ventaja justa.

—He oído historias terribles sobre él… ¿Tan peligroso es?

—Digno de su maestro, joven Ermesenda, digno de su maestro.

Ella asintió sin comprender en realidad. Infinidad de dudas pululaban por su mente. Probablemente el prelado emprendería el regreso esa misma noche o al alba, mientras el resto de la cristiandad celebraba el día de Navidad. Aun a riesgo de alterar aún más al clérigo, le planteó sus dudas.

—Gerberto, hace sólo cinco años que sigo la senda del Espíritu de Casiodoro y sé que es mucho lo que ignoro. En la conversación con ese
strigoi
le causaba aversión pronunciar el siniestro apelativo—, vuestras palabras eran crípticas, encerraban mensajes velados para mí.

—Y así debe ser, querida —respondió él, inmerso en sus propios pensamientos—. El camino debe ser lento para no dejar de aprender lo que te ofrece el lugar que transitas.

—Sé que pretenden destruir miles de códices, pero él se ha referido a uno en concreto… —Entonces se atrevió a preguntar—: ¿Se refería al de la leyenda?

Gerberto dio un respingo, miró a la mujer y no tuvo fuerzas para eludir la cuestión.

—Sí.

—Ahora entiendo por qué escogisteis Irlanda…

—No, querida Ermesenda —replicó el prelado negando con la cabeza con extrema gravedad y desolación—, en realidad no lo entendéis.

Viendo la angustia de Gerberto, la joven aplacó su deseo de seguir indagando en los misterios de los hermanos del Espíritu de Casiodoro. Sabía cuándo debía sellar sus labios y retirarse discretamente.

—Rezaré por Brian —dijo con voz ahogada; tenía los ojos anegados en lágrimas, prueba de que en lo más recóndito de su corazón había puertas que aún no había cerrado del todo.

—Es cuanto podemos hacer —concluyó Gerberto—. Demasiados hermanos han perdido ya la vida. Esperemos que Dios se apiade de Brian de Liébana y le dé la fuerza necesaria para enfrentarse al Mal.

Capítulo 35

El día de la Natividad del Señor amaneció desapacible y gélido. La comitiva avanzaba entre jirones de espesa niebla; sobre sus cabezas las ramas desnudas de los robles formaban una bóveda que opacaba la escasa claridad grisácea del alba. Dos filas de sirvientes, marcando el paso con los cascabillos de sus báculos, avanzaban ante un séquito de sacerdotes y un carruaje tirado por dos mulas. Bajo la balanceante lona se cobijaban el obispo Morann y el rey Cormac con su esposa, los tres con semblante circunspecto. Ultán los seguía a pie, ojeroso y con gesto ofuscado; cada vez que levantaba la vista se encontraba con la mueca despectiva de su antiguo señor y, apretando los resecos labios, perdía la mirada en las brumas que engullían el camino.

—Aún no comprendo cómo han podido acceder al túmulo —musitó el obispo, profundamente afectado—. ¿Decía algo más el mensaje?

El monarca clavó sus ojos en él. Justo con el alba dos hombres habían llegado desde San Columbano con una breve carta que Donovan había leído con manos temblorosas. El rey había apurado una jarra de vino antes de partir y tenía la mente embotada. Le irritaba tener que responder a las insistentes preguntas del obispo cuando lo que necesitaba era saber cómo iba a afrontar la situación.

—¡Ya lo sabéis! Han hallado los restos de mi hermano en el interior del túmulo y solicitan mi presencia en el monasterio para celebrar los funerales.

—Dios se apiade de su alma —dijo Morann con gesto compungido mientras trazaba la señal de la cruz en el aire—. Vuestro hermano murió en terreno sacrílego, necesitará de fervientes plegarias para escapar de las cadenas del Maligno.

—¡El túmulo estaba sellado! —exclamó Cormac, alterado por el licor que ardía en sus venas.

—Ni siquiera los druidas lo han encontrado en todos estos años… —comentó el prelado, visiblemente preocupado—. ¡No puedo entender que unos monjes cristianos se hayan atrevido a tal sacrilegio! Cuesta creer que haya sido sólo una casualidad…

Cormac retembló visiblemente al recordar la carta que Ultán había traído desde tierras hispanas; el obispo lo miró con curiosidad, pero ante el mutismo del monarca, siguió dando voz a sus pensamientos.

—No quedaba nada de la biblioteca de Patrick, pero Brian de Liébana siguió buscando…

—El cuerpo pútrido de mi querido hermano…, ¡eso es lo único que ha encontrado! Agradezco a Dios que pueda tener un funeral cristiano y que le permita descansar en suelo sagrado, pero ¿qué ocurrirá ahora? ¡En mi reino se ha violado un
sid
!

Los miembros de la guardia se removieron incómodos. La noticia corría ya por Mothair desatando antiguos temores y pronto se extendería por todo el
tuan
. La comunidad benedictina se había ganado el respeto de la población de Clare, las obras habían contribuido a las arcas del monarca y la plácida calma había regresado a la región, pero eran extranjeros y habían profanado un
sid
. Patrick O’Brien cometió ese error y su monasterio fue arrasado poco después. Brian y sus
frates
parecían haber iniciado la misma senda siniestra.

Cuando abandonaron la foresta y vieron el monasterio sobre el promontorio, el rey exclamó:

—¡Debéis hacer algo, obispo! ¡Hemos ofendido a Dios!

Morann permaneció un tiempo en silencio. Su rostro, pálido desde que recibió la noticia, comenzó a adquirir un tono cerúleo fruto de la ira.

—Hasta el momento he defendido a Brian de Liébana y la posibilidad de restaurar el monasterio. Pero ese monje ha desatendido mi consejo y parece seducido por las creencias paganas; tal vez los druidas lo hayan influenciado. El hallazgo del cuerpo de vuestro hermano acabará con algunas de las leyendas sobre Patrick y generará otras. Al ignorar los temores de nuestra gente, esos extranjeros han cometido un error y han sembrado la semilla de la desconfianza.

—¿Pensáis que sellarán el túmulo? —preguntó Cormac con voz estrangulada—. ¡Patrick no lo hizo!

Morann entornó los párpados y alzó la voz con la intención de que toda la comitiva lo oyera.

—Soy el obispo de Clare y no puedo permitir esta ofensa al Altísimo. Esos túmulos son entradas al averno y podrían ser salidas… Se lo advertí a Brian, ¡pero no me ha escuchado! ¡Rezad para que el Mal no infecte Clare con terribles calamidades! Ruego a Dios que escuchen mis consejos por el bien de toda la comunidad.

A media mañana empezó a caer una fina llovizna, pero ante la pequeña iglesia del monasterio nadie se alejó en busca de refugio. Artesanos y obreros hacían frente al mal tiempo como un ejército de espectros inmóviles en la bruma. Bajo el pórtico, flanqueado por el monarca y los monjes de San Columbano, el obispo contempló a la muchedumbre allí congregada.

Habían sido recibidos como huéspedes de honor por la comunidad benedictina, y Morann se dispuso a celebrar la Eucaristía en el pequeño templo abarrotado. Envueltos en una espesa humareda de incienso, los clérigos entonaron cánticos y rezaron letanías para celebrar el nacimiento del Redentor. Posteriormente oficiaron un solemne funeral por el alma de Patrick O’Brien, cuyos restos, cubiertos por un hábito con la capucha cosida, presidían la sala. El momento esperado por todos había llegado: el obispo de Clare, pastor del territorio gobernado por Cormac, se disponía a hablar al vulgo en gaélico.

Dana se acercó lentamente y se detuvo bajo el pórtico de la muralla, tras la muchedumbre. Hasta ese momento había permanecido encerrada en su cabaña, mirando con aprensión el siniestro foso y la tabla de madera con la que habían sellado el acceso al túmulo. No podía olvidar el rostro desolado de Brian cuando abandonó el
sid
casi al amanecer y, sin decir una palabra, se dirigió a la capilla.

Poco después había arribado el aviso de la llegada del monarca. Entre la comitiva había visto a Ultán arrastrando los pies. Al ver, impotente, su santuario violado por la presencia de aquellas dos almas oscuras, el pasado la golpeó con crueldad y en su alma viejas cicatrices comenzaron a supurar. El dolor por el hijo perdido se apoderó de ella. Mientras Santa Brígida tañía con fuerza anunciando la solemne fiesta, ella lloraba amargamente, oculta en la penumbra del cobertizo, golpeando con los puños la vieja mesa y conteniendo a duras penas el apremiante deseo de huir al bosque.

Sin embargo, había conseguido sobreponerse porque, al igual que todos los allí acampados, sentía una profunda inquietud por los últimos acontecimientos: los monjes nada habían dicho de la existencia de la biblioteca, se habían limitado a anunciar el hallazgo de los restos de Patrick y el temor se había extendido como una epidemia; algunos trabajadores amenazaban incluso con abandonar las obras. Dana ignoraba qué ocurriría a partir de ese día, y en ese momento no quería perderse la plática de Morann.

—Hermanos —comenzó el prelado, estudiando a los presentes con ojos entornados—. Aunque el día sea gris y oscuro, el sol resplandece en nuestro corazón porque celebramos la venida al mundo de Cristo y el final de las tinieblas. Bendigamos a san Patricio, que trajo la luz de la Verdad a Irlanda y nos brindó la oportunidad de salvarnos para la vida eterna. Recemos también a san Columcille y a san Columbano, dos sabios irlandeses que regresaron al viejo mundo para rescatarlo de la oscuridad y el pecado.

Durante largo rato el sermón del obispo consistió en alabanzas y palabras solemnes que todos escuchaban con respeto, anhelando, no obstante, que se refiriera a los últimos hechos acontecidos.

—Ser cristiano constituye al mismo tiempo una bendición y un arduo camino, pues, aunque el bautismo nos permite alcanzar las puertas del cielo, las del infierno siguen abiertas y cualquiera puede acabar su vida internándose por su nefando umbral. Allí aguardan terribles tormentos…, los que allí terminen serán desollados y cubiertos de sal, sufrirán quemaduras, comerán heces y respirarán pestilencias durante toda la eternidad… ¡Y ése será vuestro destino si os dejáis arrastrar por las pasiones y abrís las puertas al Maligno!

Mientras dejaba que el efecto de sus palabras calara en los horrorizados oyentes, se frotó los ojos con gesto abatido. Morann tenía fama de hombre santo, y sus turbadoras palabras habían inquietado al vulgo. Los monjes, por su parte, permanecían impávidos. Cuando el obispo volvió a hablar, lo hizo en tono quedo, para que todos aguzaran el oído.

—La noticia del hallazgo del cuerpo del antiguo abad de este monasterio me ha conmovido en lo más hondo. Junto con su hermano, vuestro rey, Cormac O’Brien, he llorado amargamente al saber dónde había entregado el alma. Si en vuestro recuerdo queda la imagen de un santo, sabed que no ha hallado las puertas del cielo por haber caído en lugar impío. —Esperó a que los murmullos cesasen y luego continuó—: Que nuestras oraciones de hoy logren redimirle, pero sabed que el mismo sendero de oscuridad eterna seguiréis todos los que permanezcáis aquí… Tanto yo como el resto de los obispos de la provincia de Munster creíamos que el túmulo del que hablaba la leyenda había dejado de existir, aplastado por un convento cristiano, y que este remoto rincón había sido purificado y bendecido tiempo atrás, ¡pero no es así! Los restos impíos de los falsos dioses siguen emanando efluvios malignos, como los cuerpos putrefactos… ¡Ahora, hermanos, podemos comprender por qué el antiguo monasterio cayó en desgracia! —gritó con el rostro encendido—. ¡No culpéis a los monjes, pues ellos son, como todos nosotros, meros instrumentos de Dios! Sólo recordad las palabras del apóstol san Juan, en el Apocalipsis:
«Donec consummetur mille anni; et post haec oportet illum solvi modico tempore
!». —Aguardó unos instantes, consciente de que la mayoría no comprendía el latín, y, alzando las manos, concluyó—: ¡Cumplidos los mil años, Satanás será desencadenado!

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