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Authors: Camilla Läckberg

Las huellas imborrables (47 page)

BOOK: Las huellas imborrables
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Martin y Paula se levantaron.

–Gracias por su tiempo. Aún hay algo que queríamos pedirle –añadió Martin volviéndose a Herman–. Para confirmar lo que dice, ¿podríamos examinarle los brazos? Britta arañó a la persona que la asfixió.

–¿De verdad es necesario? Si ya les ha dicho que… –Margareta empezaba a levantar la voz, pero Herman se subió lentamente las mangas del pijama y extendió los brazos para que los viera Martin. Este los examinó a conciencia. Ni rastro de arañazos.

–Ya lo ven –replicó Margareta con cara de querer echarlos a empujones, como había amenazado con hacer.

–Ya hemos terminado. Gracias por dedicarnos estos minutos, Herman. Y, una vez más, lo sentimos muchísimo –aseguró haciendo una señal a Margareta y a Anna-Greta para indicarles que lo acompañaran fuera.

Una vez en el pasillo, les explicó la cuestión de las huellas dactilares, y ambas accedieron a dejar las suyas, para que pudieran descartarlas de la investigación. También Birgitta, que llegó justo cuando terminaban, dejó las suyas, de modo que podrían enviar al laboratorio las huellas de las tres hermanas.

Paula y Martin se quedaron un rato sentados en el coche.

–¿A quién estará protegiendo? –preguntó Paula metiendo la llave en el encendido, pero sin girarla.

–No lo sé. Pero yo me he llevado exactamente la misma impresión que tú, que sabe quién mató a Britta, pero que está protegiendo a esa persona. Y que, de alguna manera, él también se considera responsable de su muerte.

–Si se animara a contárnoslo… –dijo Paula poniendo el motor en marcha.

–Desde luego, no consigo explicarme… –Martin meneaba la cabeza al tiempo que tamborileaba irritado sobre el salpicadero.

–Pero, ¿crees que dice la verdad? –Paula ya sabía la respuesta.

–Sí, lo creo. Y el hecho de que no presente arañazos demuestra que yo tenía razón. Pero no consigo explicarme por qué iba a proteger a la persona que mató a su mujer. Ni por qué él se considera culpable.

–Bueno, quedándonos aquí no vamos a resolverlo –concluyó Paula saliendo del aparcamiento–. Tenemos las huellas de las hijas, debemos enviarlas cuanto antes para que descarten que no haya ninguna en el almohadón. Así podremos empezar a averiguar quién ha dejado las suyas.

–Sí, supongo que es lo único que podemos hacer por ahora –admitió Martin mirando por la ventanilla, emitiendo un hondo suspiro.

Ninguno de los dos se dio cuenta de que se habían cruzado con Erica al norte de Torp.

Fjällbacka, 1945

No fue casualidad que Frans viese lo que sucedía. Había estado siguiendo a Elsy con la mirada todo el rato, quería verla hasta que desapareciese de su vista una vez pasara la cima de la pendiente. Por eso no pudo evitar ver el beso. Fue como si le hubiesen clavado un puñal en el corazón. Le hervía la sangre, al mismo tiempo que un frío gélido se apoderaba de sus articulaciones. Era tal el dolor que pensó que caería muerto allí mismo y en aquel preciso momento.

–Vaya, lo que hay que ver… –comentó Erik, que también veía a Hans y a Elsy–. Menuda… –Erik se echó a reír meneando la cabeza. El sonido de su risa hizo estallar una luz blanca en la cabeza de Frans. Necesitaba una válvula de escape para todo el dolor; se abalanzó sobre Erik y lo agarró del cuello.

–¡Cierra el pico, cierra el pico, cierra EL PICO, gilipollas de…! –Atenazó el cuello de Erik con más fuerza aún y lo vio debatiéndose por coger aire. Resultaba agradable ver el terror en sus ojos, reducía la comezón que siempre tenía en el estómago y que aquel beso había multiplicado por diez en un segundo.

–¿Qué haces? –chilló Britta mirando a los dos amigos, Erik boca arriba en el suelo y Frans encima de él. Sin pensarlo ni un segundo, se acercó corriendo y empezó a tirarle a Frans de la camisa, pero él le dio tal empellón para zafarse que Britta cayó hacia atrás.

–¡Para! ¡Para ya, Frans! –le gritó mientras se alejaba de él arrastrándose, con los ojos anegados en llanto. Algo en el tono de voz de Britta lo hizo tomar conciencia de lo que estaba haciendo. Se quedó mirando a Erik, que ya había empezado a adoptar un color extraño, y lo soltó enseguida.

–Perdón… –dijo con un susurro pasándose la mano por los ojos–. Perdón… yo…

Erik se incorporó y se quedó mirándolo con la mano en la garganta.

–¿Qué demonios hacías? ¿Qué mosca te ha picado? Joder, ¡por poco me estrangulas! ¿Es que estás loco o qué? –A Erik se le habían torcido un poco las gafas, y el muchacho se las encajó en su sitio.

Frans guardaba silencio, con la mirada perdida.

–Es que está enamorado de Elsy, ¿no lo ves? –declaró Britta con amargura, sin dejar de secarse las lágrimas, que aún le corrían por las mejillas, con el reverso de la mano–. Y seguramente se habrá creído que tenía alguna oportunidad. Pero si lo crees así, es que eres un tonto. Nunca te ha mirado siquiera. Y ahora se ha arrojado en brazos del noruego ese. Y mientras, yo… –Britta rompió a llorar desconsolada y empezó a bajarse de la roca. Frans contempló su partida con gesto inexpresivo, mientras Erik seguía mirándolo iracundo.

–Joder, Frans. Estás… ¿Es verdad eso? ¿Estás enamorado de Elsy? Bueno, en ese caso, entiendo que te hayas enfadado, claro, pero no puedes… –Erik se interrumpió y meneó la cabeza con gesto de reprobación.

Frans no le respondió. No podía. Tenía la mente completamente ocupada por la imagen de Hans inclinándose sobre Elsy para besarla. Y la de ella, que le devolvió el beso.

Desde hacía unos días, Erica miraba con más atención siempre que se cruzaba con un coche de policía. Y le pareció ver a Martin en el coche al que adelantó justo antes de Torp, cuando, por segunda vez aquel mismo día, iba rumbo a Uddevalla. Se preguntó llena de curiosidad dónde habrían estado.

Claro que no era en absoluto necesario ocuparse de aquello inmediatamente, pero sabía que, de todos modos, no tendría la tranquilidad necesaria para escribir hasta que no llegase al fondo de la nueva información recabada en la biblioteca. Y se preguntaba por qué Kjell Ringholm, periodista del
Bohusläningen
, también se había interesado por el joven de la resistencia noruega.

Cuando, poco después, lo esperaba en la recepción del periódico, fue cavilando sobre los posibles motivos de su interés, pero al final decidió abandonar la especulación hasta que tuviese la oportunidad de preguntarle a él directamente. Unos minutos más tarde, le indicaron cuál era su despacho. Kjell Ringholm la escrutó lleno de curiosidad, al verla entrar y saludarla.

–¿Erica Falck? Eres escritora, ¿verdad? –dijo señalándole una silla. Erica se sentó y colgó la cazadora en el respaldo.

–Así es.

–Bueno, por desgracia, no he leído ninguno de tus libros, pero dicen que son buenos –añadió cortésmente–. ¿Has venido en busca de información para tu nuevo libro? Yo no soy investigador de sucesos, así que no sé cómo podría serte útil… Porque tú escribes sobre casos de asesinatos reales, si no me equivoco.

–Confieso que mi visita no tiene nada que ver con el nuevo libro –declaró Erica–. Resulta que, por varias razones que no vienen al caso, empecé a indagar en el pasado de mi madre. Era muy amiga de tu padre, por cierto.

Kjell frunció el entrecejo.

–¿Y eso cuándo fue? –preguntó inclinándose interesado.

–Estaban siempre juntos de niños y de adolescentes, por lo que he podido averiguar. Me he concentrado principalmente en los años de la guerra, cuando, como sabes, rondaban todos ellos los quince años.

Kjell asintió en silencio para que continuase.

–Era un grupo de cuatro amigos que parecían andar siempre juntos, como las cerezas. Aparte de tu padre, formaban la pandilla Britta Johansson y Erik Frankel. Y, como seguramente sabrás, los dos últimos han muerto asesinados en un espacio de tiempo de tan sólo dos meses. Una coincidencia un tanto extraña, ¿no?

Kjell seguía sin pronunciar palabra, pero Erica vio que se ponía tenso y que la miraba con interés.

–Y… –hizo una pausa–. Luego se incorporó otra persona. En 1944, un joven noruego de la resistencia se unió a ellos. Un niño casi, que vino a parar a Fjällbacka. Se había escondido a bordo del barco de mi abuelo materno, que lo alojó en su casa. Se llamaba Hans Olavsen. Pero eso tú ya lo sabes, ¿verdad? Porque sé que también has empezado a interesarte por él, y me pregunto por qué.

–Soy periodista, no puedo revelar ese tipo de información –protestó Kjell reacio.

–Eso es falso, no puedes revelar tus fuentes –replicó Erica con calma–. Pero no comprendo por qué no podemos ayudarnos en este asunto. A mí también se me da muy bien indagar y obtener información, y tú estás más que acostumbrado, debido a tu profesión. A los dos nos interesa Hans Olavsen. Acepto que no me cuentes por qué, pero al menos podríamos intercambiar información, tanto lo que ya tenemos como lo que saquemos cada uno por su lado, ¿no crees? –Guardó silencio y esperó expectante la respuesta.

Kjell reflexionó unos minutos. Tamborileaba con los dedos sobre la mesa mientras parecía sopesar todas las posibles ventajas e inconvenientes.

–Vale –consintió al fin, al tiempo que abría el primer cajón del escritorio–. En realidad, no existe razón alguna para que no colaboremos. Y mi fuente ha muerto, de modo que no veo por qué no debería contártelo todo. Sucedió de la siguiente manera: me puse en contacto con Erik Frankel por un… asunto privado. –Carraspeó un poco y empujó hacia Erica la carpeta que había sacado del cajón–. Me dijo que quería contarme algo a lo que yo quizá pudiera hallarle utilidad, algo que debía salir a la luz.

–¿Se expresó así exactamente? –quiso saber Erica inclinándose para coger la carpeta–. ¿Que se trataba de algo que debía salir a la luz?

–Sí, si no recuerdo mal –asintió Kjell retrepándose de nuevo en la silla–. Luego vino a verme unos días más tarde. Traía los artículos que hay en la carpeta y me los entregó sin más. No me ofreció ninguna explicación. Naturalmente, yo le hice un montón de preguntas, pero él se empeñaba en asegurar que, si yo era tan habilidoso como decían a la hora de recabar información, me bastaría con lo que había en la carpeta.

Erica hojeó los documentos que había en la funda de plástico. Eran los mismos artículos que le había dado Christian, los que estaban en los archivos y en los que se mencionaba a Hans Olavsen y su estancia en Fjällbacka.

–¿Sólo esto? –preguntó con un suspiro.

–Sí, yo me sentí igual. Si sabía algo, ¿por qué no me lo dijo abiertamente? Pero, por alguna razón, era importante para él que yo mismo averiguase el resto. Y eso es lo que he intentado hacer. Y mentiría si negara que mi grado de interés no se disparó cuando encontraron muerto a Erik Frankel. Y, claro, me he preguntado si el asesinato no guardaría alguna relación con esto… –reconoció señalando la carpeta que Erica tenía sobre las piernas–. Naturalmente, también me enteré la semana pasada del asesinato de la anciana, pero no tenía la menor idea de la conexión… Bueno, es obvio que suscita muchas preguntas.

–¿Has averiguado algo sobre el noruego? –lo interrogó Erica ansiosa–. Yo aún no he llegado muy lejos, en realidad, sólo he sabido que mi madre y él mantuvieron una relación amorosa, y que luego él la dejó, al parecer, y se marchó de Fjällbacka. El próximo paso que pensaba dar es intentar localizarlo, averiguar adónde se dirigió, si volvió a Noruega o si… Pero quizá tú te hayas adelantado, ¿no?

Kjell hizo un gesto con la cabeza, indicando que no podía contestar ni que sí, ni que no. Le habló de su conversación con Eskil Halvorsen y le dijo que el experto no identificó a Hans Olavsen así, directamente, pero que le había prometido seguir haciendo averiguaciones.

–También cabe la posibilidad de que se quedara en Suecia –apuntó Erica reflexiva–. En tal caso, deberíamos poder averiguarlo a través de las instituciones suecas. Yo podría mirarlo. Pero, si se dirigió a otro país, tendremos un problema.

Kjell cogió la carpeta que Erica le devolvía.

–Es una buena idea. No existe razón alguna para pensar que regresara a Noruega. Fueron muchos los que se quedaron en Suecia después de la guerra.

–¿Le enviaste a Eskil Halvorsen alguna foto suya? –preguntó Erica.

–Oye, pues no, la verdad es que no le mandé ninguna –repuso Kjell hojeando los artículos–. Pero tienes razón, debería hacerlo. Nunca se sabe, cualquier detalle, por nimio que sea, puede resultar útil. Me pondré de nuevo en contacto con él en cuanto acabemos nosotros y veré si puedo enviarle, preferentemente por fax, alguna de estas fotografías. ¿Esta, tal vez? Es la más nítida, ¿no crees? –Le pasó el artículo ilustrado con la foto de grupo que Erica había examinado con tanto detenimiento hacía unos días.

–Sí, esa está bien. Y mira, aquí está todo el grupo. Esta es mi madre –dijo señalando a Elsy.

–¿Y dices que se veían mucho por aquel entonces? –preguntó Kjell pensativo. Se maldecía por no haber relacionado a la Britta de la foto del artículo con la Britta asesinada, pero la mayoría de las personas lo habrían pasado por alto, se dijo para consolarse. No era fácil detectar semejanzas entre la Britta de quince años y la señora de setenta y cinco.

–Bueno, por lo que he averiguado, eran una pandilla bastante unida, aunque no muy aceptada como tal en aquel tiempo. Las diferencias de clase en Fjällbacka eran a la sazón muy claras, y Britta y mi madre pertenecían, creo yo, a la más baja, mientras que los chicos, Erik Frankel y, bueno… tu padre, procedían de la clase «elegante» –explicó Erica indicando las comillas con un gesto.

–Sí, muy elegante… –masculló Kjell. Erica intuyó que aquellas palabras ocultaban más de una verdad.

–¡Por cierto! No había caído en la cuenta de hablar con Axel Frankel –añadió Erica entusiasmada–. Puede que él sepa algo de Hans Olavsen. Aunque él era un poco mayor, pero parece que también andaba con ellos de alguna manera, y quizá… –La mente de Erica bullía de ideas y expectativas, pero Kjell alzó la mano para calmarla.

–Yo no abrigaría muchas esperanzas por ese lado. A mí también se me ocurrió pero, por suerte, primero investigué un poco sobre Axel Frankel y, bueno, seguramente sabrás que lo apresaron los alemanes durante un viaje a Noruega.

–No, la verdad es que no sé mucho al respecto –admitió Erica con sumo interés–. De modo que, todo lo que sepas… –calló con un gesto de resignación.

–Pues sí, como te decía, a Axel lo capturaron los alemanes cuando iba a hacer entrega a la resistencia de unos documentos. Lo llevaron a la prisión de Grini, cerca de Oslo, donde estuvo hasta principios de 1945, año en que los alemanes trasladaron a una serie de prisioneros de Grini a Alemania, en barco y en tren, y Axel Frankel fue a parar, en primer lugar, a un campo llamado Sachsenhausen, donde había muchos prisioneros nórdicos. Luego, hacia el final de la guerra, lo condujeron a Neuengamme.

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