Las llanuras del tránsito (7 page)

BOOK: Las llanuras del tránsito
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Cuando las enormes bestias lanudas se alejaron un poco, Ayla ató la cuerda al cuello del joven lobo, ya que parecía estar más interesado aún que ella y Jondalar. Quería acercarse más y más, pero Ayla no quería que molestara al rebaño o lo inquietase. Ayla intuía que la guía les había autorizado a permanecer allí, pero sólo si se mantenían a distancia. Tras coger de la rienda a los caballos, que se mostraban a su vez nerviosos y excitados, describieron un círculo a través de las hierbas altas y siguieron al rebaño. Aunque ya llevaban cierto tiempo observándolo, ni Ayla ni Jondalar deseaban alejarse. Los mamuts parecían seguir a la expectativa. Algo se avecinaba. Quizá se trataba de que aún no se había producido el acoplamiento y se sentían poco menos que invitados a observar como testigos privilegiados, pero en realidad parecía existir algo más.

Mientras marchaban con paso lento tras el rebaño, ambos estudiaron de cerca a los enormes animales, pero cada uno lo hizo desde un ángulo distinto. Ayla había sido cazadora desde temprana edad y observaba con frecuencia a los animales, pero sus presas normalmente eran mucho más pequeñas. Por regla general, los individuos aislados no cazaban mamuts; eran la presa de grandes grupos organizados y coordinados. En realidad, ella ya había estado antes cerca de las grandes bestias, en las ocasiones en que había salido a cazarlas con los mamutoi. Pero durante la cacería se disponía de poco tiempo para observar y aprender, y Ayla no sabía cuándo se le ofrecería otra oportunidad para examinar tan atentamente a la hembra y al macho.

Aunque sabía que el perfil de cada uno tenía formas características, esta vez prestó especial atención al asunto. La cabeza de un mamut era grande y alta –con enormes cavidades nasales que ayudaban a entibiar el aire invernal terriblemente frío que respiraban– y las proporciones aumentaban a causa de un relleno de grasa y un conspicuo mechón de pelos duros y oscuros. Justo a continuación de la cabeza se hallaba la depresión profunda de la nuca del cuello corto, que conducía a un segundo relleno de grasa, sobre la cruz, a más altura que las paletillas. Desde allí, el lomo descendía bruscamente hacia la pelvis pequeña y las caderas casi esbeltas. Ayla sabía, gracias a la experiencia de descuartizar y comer carne de mamut, que la gordura de la segunda joroba tenía una calidad distinta que la capa de grasa de unos ocho centímetros de espesor que se extendía bajo la gruesa piel de más de dos centímetros. Era más delicada y más sabrosa.

Los mamuts lanudos tenían patas relativamente cortas en relación con su tamaño, cosa que les facilitaba la ingestión del alimento, pues comían principalmente pasto, no las hojas verdes y altas de los árboles, como era el caso de sus parientes ramoneadores de los climas tibios; había pocos árboles en las estepas. Pero lo mismo que les ocurría a aquéllos, la cabeza del mamut estaba a bastante distancia del suelo, y era demasiado grande y pesada, en particular a causa de los enormes colmillos, de tal modo que no podía sostenerse sobre un cuello largo para alcanzar directamente la comida y la bebida, como hacían los caballos o los ciervos. La evolución de la trompa había resuelto el problema de llevarse a la boca el alimento y el agua.

El hocico peludo y sinuoso del mamut lanudo tenía fuerza suficiente para arrancar un árbol o alzar un pesado bloque de hielo y arrojarlo al suelo para que se dividiera en fragmentos más pequeños y mejor aprovechables para obtener agua en invierno; además, el animal era bastante diestro para elegir y arrancar una sola hoja. El hocico también estaba maravillosamente adaptado a la tarea de arrancar la hierba. En el extremo tenía dos proyecciones. Un apéndice parecido a un dedo en la parte superior, el cual permitía un control delicado, y una estructura más ancha y chata, muy flexible, en la parte inferior, casi una mano, pero sin huesos o dedos.

Jondalar contempló asombrado la agilidad y la fuerza de la trompa cuando vio a un mamut enrollar la proyección inferior muscular alrededor de un haz de hierbas altas que crecían muy cerca unas de otras, y sujetarlas, mientras el dígito superior tocaba otros tallos que crecían cerca, de forma que finalmente se acumuló una buena carga. Aseguró la sujeción del conjunto cerrando el dedo superior alrededor del manojo, como si hubiese sido un pulgar contrapuesto, y la trompa peluda arrancó la hierba del suelo, junto con las raíces. Después de sacudir parte de la tierra, el mamut se llevó el alimento a la boca, y mientras masticaba iba buscando más.

La devastación que un rebaño dejaba tras de sí a medida que realizaba su larga emigración por las estepas era considerable, o al menos causaba esa impresión. Sin embargo, a pesar de toda la hierba arrancada de raíz y de la corteza extraída de los árboles, aquella destrucción resultaba beneficiosa para las estepas y para otros animales. Como eliminaban las hierbas altas de tallos leñosos y los arbolillos, quedaban libres lugares que permitían el crecimiento de vegetales más sustanciosos y hierbas nuevas; un alimento que era esencial para el resto de los habitantes de las estepas.

Ayla se estremeció de pronto y experimentó una extraña sensación en los huesos. Advirtió que los mamuts habían cesado de comer. Varios levantaron la cabeza y miraron hacia el sur, las orejas peludas atentas, la cabeza moviéndose hacia delante y hacia atrás. Jondalar advirtió un cambio en la hembra color rojo oscuro, la misma que antes había sido perseguida por todos los machos. Su expresión de fatiga había desaparecido; ahora su actitud era expectante. De pronto, emitió un mugido profundo y vibrante. Ayla notó su resonancia dentro de su cabeza, luego, como reacción, se le puso la carne de gallina, porque del sudoeste, a modo de respuesta, llegó un mugido sordo que parecía el sonido de un trueno distante.

–Jondalar –dijo Ayla–. ¡Mira hacia allí!

Jondalar miró hacia el lugar que ella señalaba. Corriendo hacia ellos, envuelto en una nube de polvo que se elevaba como agitada por un torbellino, pero con la cabeza abovedada y las paletillas visibles sobre las altas hierbas, apareció un enorme mamut rojo pálido, de colmillos fantásticos e inmensos, curvados hacia arriba. Donde nacían, a ambos lados de la mandíbula superior, eran enormes. Se abrían hacia los costados a medida que descendían, para después curvarse hacia arriba y formar una espiral hacia dentro, cuyas puntas gastadas apenas se tocaban. Con el tiempo, si no se rompían, formarían un gran círculo con los extremos cruzados al frente.

Los elefantes de espeso pelaje de la Edad del Hierro eran animales bastante macizos, que rara vez superaban los tres metros treinta en la cruz, pero sus colmillos alcanzaban un enorme tamaño, el más espectacular de todas estas especies. Cuando un mamut macho robusto cumplía los setenta años, los grandes apéndices curvos de marfil podían alcanzar una longitud de casi cinco metros, y cada uno pesaba unos ciento veinte kilos.

Se percibió un olor fuerte, acre y almizclado mucho antes de que se aproximara el macho rojizo, provocando una oleada de frenética excitación entre las hembras. Cuando llegó al claro, todas corrieron hacia él, ofreciéndole su olor con grandes chapoteos de orina, chillando, trompeteando y emitiendo sus saludos. Lo rodearon, volviéndose y mostrándole las ancas, o tratando de tocarle con las trompas. Se sentían atraídas, pero también abrumadas. Entretanto, los machos se retiraron hacia la periferia del grupo.

Cuando el recién llegado estuvo bastante cerca, de modo que Ayla y Jondalar pudieron contemplarlo a sus anchas, también ellos se sintieron desconcertados. Tenía una gran cabeza abovedada, que permitía ver con nitidez las líneas de marfil enroscado. Por una parte superaban con mucho la longitud y el diámetro de los colmillos más pequeños y más rectos de las hembras, pero, por añadidura, aquellos colmillos impresionantes lograban que los apéndices más que respetables de otros grandes machos parecieran minúsculos. Las orejas pequeñas y peludas, ahora erguidas, el mechón oscuro rígido y erecto, y el pelaje pardorrojizo claro, con los pelos más largos desordenados y flotando al viento, lograban que el cuerpo enorme de por sí pareciese aún más grande. Con casi sesenta centímetros más que los machos de mayor corpulencia, y doble peso que las hembras, era con mucho el animal más gigantesco que cualquiera de los dos humanos hubiera visto jamás. Después de sobrevivir a tiempos difíciles y gozar de momentos propicios durante más de cuarenta y cinco años, estaba en la cumbre de sus condiciones físicas, era un mamut macho en la plenitud de la fuerza; en verdad ofrecía una estampa magnífica.

En cualquier caso, los restantes machos retrocedieron no sólo por el dominio natural que ejercía el tamaño de aquel ejemplar. Ayla vio que tenía las sienes muy hinchadas y, a medio camino entre los ojos y las orejas, el pelaje rojizo estaba manchado con hilos negros, dejados por un fluido almizclado y viscoso que manaba sin cesar. De su cuerpo surgía continuamente, y a veces el propio animal la lamía, una orina de un fuerte olor acre, que revestía el pelo de las patas y la funda de su órgano viril con una espuma verdosa. Ayla se preguntó si estaría enfermo.

Pero las glándulas temporales hinchadas y otros síntomas no indicaban enfermedad. En los mamuts lanudos, no sólo las hembras entraban en celo, otro tanto les ocurría todos los años a los machos que habían alcanzado la edad adulta; es decir, entraban en un período en el que la disposición sexual se acentuaba. Aunque un mamut macho llegaba a la pubertad alrededor de los doce años, no comenzaba el celo antes de frisar los treinta, y entonces duraba sólo una semana; pero cuando entraba en los cuarenta se encontraba en óptimas condiciones físicas y podía tener un celo que duraba tres o cuatro meses cada año. Aunque después de la pubertad cualquier macho podía acoplarse con una hembra receptiva, los machos tenían mucho más éxito cuando estaban en celo.

El gran macho de pelaje rojizo no sólo dominaba con su cuerpo al resto, sino que estaba en pleno celo y había llegado, en respuesta a la llamada de la hembra, para unirse con otro animal en celo.

A corta distancia, los mamuts machos sabían cuándo estaban preparadas las hembras para concebir, porque el olor les advertía, lo mismo que sucedía con la mayor parte de los machos de las especies cuadrúpedas. No obstante, los mamuts recorrían territorios tan dilatados que habían adquirido otro modo de comunicar que estaban preparados para acoplarse. Cuando una hembra estaba en celo, o en el caso de que lo estuviera un macho, el timbre de la voz descendía. Los sonidos muy graves no se apagan cuando atraviesan distancias largas, como sucede con los tonos más altos, y las llamadas profundas y retumbantes emitidas sólo en estas circunstancias recorrían muchos kilómetros a través de las vastas planicies.

Jondalar y Ayla podían oír el rumor grave del celo femenino con bastante claridad, pero el macho en celo usaba tonos profundos tan discretos que apenas alcanzaban a escuchar. Incluso en circunstancias normales los mamuts se comunicaban con frecuencia a través de la distancia con mugidos profundos y llamadas que la mayoría de la gente no advertía. Sin embargo, las llamadas del mamut macho en celo eran en realidad rugidos muy potentes y profundos; la llamada de la hembra en celo era incluso más estridente. Aunque pocas personas podían percibir las vibraciones sonoras de los tonos profundos, la mayor parte de los elementos de esos sonidos eran tan graves que quedaban por debajo del umbral de la audición humana.

La hembra de pelaje castaño había retornado al grupo de solteros más jóvenes, seducidos también por el olor atractivo que de ella se desprendía, así como por los mugidos sonoros llamados graves, que podían ser oídos a gran distancia por otros mamuts, aunque no por la gente. Pero ella quería que un macho mayor y dominante fuese el padre de su hijo; tenía que ser un macho cuyos años de vida le demostrasen su salud y sus instintos de supervivencia, y que ella supiera que tenía virilidad suficiente para ser padre; en otras palabras, un macho en celo. Por supuesto que no se lo planteaba precisamente de ese modo, pero su cuerpo sabía a qué atenerse.

Ahora que él había llegado, la hembra estaba preparada. Con el largo reborde de pelo que se movía a cada paso que daba, la hembra de pelaje castaño corrió hacia el gran macho, emitiendo sonoros mugidos mientras agitaba las orejas pequeñas y peludas. Orinó con fuerza formando un gran charco y después acercó la trompa al órgano largo en forma de S, lo olió y saboreó la orina del macho. Después de emitir un bramido poderoso, giró sobre sí misma y le mostró las caderas, la cabeza erguida.

El enorme macho apoyó el tronco contra la grupa de la hembra, acariciándola y calmándola; su enorme órgano casi tocaba el suelo. Después, se levantó sobre las patas traseras y la montó, apoyando las dos patas delanteras sobre el lomo de la hembra. Tenía casi doble tamaño que ella; era tan corpulento que parecía que podía aplastarla, pero la mayor parte del peso recaía sobre sus propias patas traseras. Con el extremo curvo de su órgano maravillosamente móvil, encontró la abertura baja; después pareció elevarse y penetró profundamente, en tanto abría la boca para emitir un rugido.

El rumor profundo que Jondalar oyó parecía sofocado y lejano, si bien él mismo experimentó una suerte de latido. Ayla oyó el rugido con fuerza apenas un poco mayor, pero se estremeció violentamente porque una vibración le recorrió el cuerpo. La hembra de pelaje castaño y el macho rojizo mantuvieron largo rato esa posición. Los largos mechones rojizos del pelaje del macho relucían sobre su cuerpo por la intensidad del esfuerzo, pese a que el movimiento era leve. Después, el macho desmontó y orinó casi inmediatamente. Ella avanzó y emitió un mugido grave y prolongado, que provocó un intenso escalofrío en la espina dorsal de Ayla y le erizó la piel.

Todo el rebaño corrió hacia la hembra de pelaje castaño, trompeteando y mugiendo, tocándole la boca y la vagina abierta con las trompas, defecando y orinando en un estallido de excitación. El mamut rojizo parecía no advertir el alegre pandemonio, mientras descansaba con la cabeza inclinada. Finalmente, todos se calmaron y comenzaron a alejarse en busca de alimento. Sólo la cría permaneció cerca de su madre. La hembra de pelaje castaño emitió de nuevo un mugido profundo, y después frotó la cabeza contra la grupa cubierta de pelo rojizo.

Ninguno de los restantes machos se aproximó al rebaño donde estaba el gran macho, aunque la hembra castaña no era menos tentadora. Además de determinar que los machos fuesen irresistibles para las hembras, el celo les proporcionaba una situación de dominio sobre los otros machos y los convertía en animales muy agresivos incluso frente a los que tenían más corpulencia, a menos que éstos también compartieran el mismo estado de excitación. Los demás machos se alejaron, pues sabían que el de pelo rojizo se irritaría fácilmente. Únicamente otro animal en celo se atrevería a enfrentársele, y eso sólo si tenía unas proporciones parecidas. Después, si ambos se sentían atraídos por la misma hembra y se encontraban cerca el uno del otro, invariablemente combatían; el resultado podría ser de graves consecuencias: heridas profundas o simplemente la muerte.

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