—¡Válgame Dios! —exclamó el superintendente Spence—. Tenía que ser usted. Sí. Me ha costado trabajo creerlo, pero veo que no me he equivocado. Estoy viendo a Hércules Poirot.
—Exactamente. Me ha reconocido enseguida. Esto constituye una satisfacción para mí.
—Su bigote sigue siendo el mismo —apuntó Spence.
Dejó la regadera y acercóse más a la puerta.
—Me hallaba dedicado a exterminar las malas hierbas de mi jardín… ¿Y que es lo que le trae por aquí, amigo Poirot?
—Lo que me ha llevado a muchos sitios distintos en mis buenos tiempos —respondió Hércules Poirot—. Lo que, en cierta ocasión hace ya muchos años, le llevó a usted a mí: el crimen.
—Yo ya no tengo nada que ver con él, amigo mío. Ahora mis ataques personales van contra las malas hierbas exclusivamente. Es lo que estaba haciendo: utilizando un herbicida. Nada sale fácil. Siempre hay imponderables. Habitualmente, el tiempo nos produce graves decepciones. Es preciso que llueva, pero no mucho, que haya sequedad, pero no tanta como para que… Bueno, dejemos eso. ¿Y usted cómo ha sabido que iba a encontrarme aquí?
Spence abrió la puerta y Poirot pasó al jardín.
—Por Navidad me envió usted una tarjeta de felicitación y en ella aparecían sus nuevas señas.
—¡Oh, sí! Es verdad. Soy un hombre anticuado, ¿sabe? Me gusta enviar tarjetas de felicitación por Navidad a mis viejos amigos.
—Y yo le agradezco que me cuente entre ellos —dijo Poirot.
Spence declaró:
—Ahora soy un viejo, efectivamente.
—Los dos lo somos.
—Sus cabellos no blanquean como los míos —observó Spence.
—La química se encarga de evitar tan brusco cambio de tono —declaró Hércules Poirot, sonriendo—. No hay por qué aparecer ante la gente forzosamente con una cabellera blanca. A menos que uno tenga ese capricho.
—Bueno, creo que el negro azabache no me iría nada bien —manifestó Spence.
—De acuerdo. Tiene usted un aspecto mucho más distinguido con sus canas.
—Nunca me he tenido por un hombre de aspecto distinguido.
—Pues yo hace tiempo que lo tengo clasificado como tal. ¿Por qué ha sido eso de venir a vivir a Woodleigh Common?
—La verdad es que quise unir mis fuerzas a las de una hermana que ya estaba aquí. Ella perdió a su esposo y sus hijos son casados, viviendo en la actualidad uno en Australia y el otro en África del Sur. Entonces, me trasladé a esta casa. Los haberes pasivos no dan para mucho en nuestros días, pero los dos juntos lo pasamos bastante bien. Vamos a sentarnos.
Spence condujo a su visitante hasta una terraza protegida por mamparas de cristal, en la que Poirot vio varios sillones y una o dos mesitas. El sol de otoño bañaba agradablemente aquel rincón.
—¿Qué quiere usted tomar? —inquirió Spence—. Bueno, la verdad es que aquí no hay donde elegir. Desde luego, no cabe pensar en esta población en las pasas de Corinto, el jarabe de rosas o cualquiera de sus originales preferencias. ¿Le apetece una botella de cerveza? ¿O quiere que llame a Elspeth para que le prepare un buen té? ¿Prefiere un refresco de los de moda hoy en día? ¿Un vaso de chocolate? Mi hermana, Elspeth, es muy aficionada al chocolate.
—Es usted muy amable, Spence. Un refresco me caerá bien.
El superintendente entró en la casa apareciendo poco después con dos vasos grandes llenos de líquido hasta sus bordes.
—Me uno a usted en la bebida —declaró.
Spence colocó los vasos sobre una de las mesitas, frente a ellos.
—Pues por lo que iba usted diciendo hace unos momentos… Yo he terminado ya definitivamente con el mundo del crimen. De modo muy especial con el tipo de delitos que actualmente se dan…
—A uno de ésos quería referirme precisamente ahora.
—¿Se está usted refiriendo al de la chica que murió ahogada en un cubo, que fue encontrada con la cabeza metida dentro de él?
—Sí —respondió Poirot.
—No sé por qué ha venido usted a verme —declaró Spence—. Yo ya no tengo nada que ver con la policía. Todo lo mío pertenece al pasado.
—Usted fue policía y seguirá siéndolo mientras viva —observó Poirot—. Es lo que nos sucede a todos. Es decir, el punto de vista del policía prevalece siempre sobre el del hombre corriente y moliente. Sé muy bien con quién estoy hablando. Yo empecé a trabajar dentro de las fuerzas policíacas de mi país.
—Es verdad. Recuerdo que me dijo eso mismo en otra ocasión. Bueno, supongo que el punto de vista de uno ha de resultar algo retorcido, forzado. Piense usted que hace mucho tiempo que renuncié a mis actividades profesionales cotidianas.
—Usted habrá oído comentarios, no obstante —señaló Poirot—. Usted tiene amigos en su misma profesión. Tiene que haberse enterado forzosamente de lo que piensan o sospechan, de lo que saben, incluso.
Spence suspiró.
—Uno sabe demasiadas cosas —declaró—, lo cual constituye una de las molestias peculiares de hoy. Se comete un crimen, un crimen de corte familiar y se sabe, es decir, saben, lo policías en activo, quién es, probablemente, el autor del delito. No dicen nada a los periódicos, pero los agentes hacen sus averiguaciones y
se enteran
. Esto no quiere decir que vayan a ir más lejos… bueno, ciertas cosas presentan sus dificultades.
—¿Está usted pensando en las esposas, en las amigas y todo lo demás?
—En parte, sí. Al final quizás la policía de turno da con su hombre. A veces transcurre un año o dos. Yo aseguraría, Poirot, que actualmente las chicas incurren en errores de elección a la hora del matrimonio con más frecuencia que en mis buenos tiempos.
Hércules Poirot consideró detenidamente aquella cuestión acariciándose el bigote.
—Sí —resolvió—. Es posible que tenga usted razón. Sospecho que la mayor parte de las muchachas han sentido debilidad por hombres de pésimas cualidades, en posesión de atractivos puramente externos, muy discutibles. Lo que ocurre es que en el pasado muchas de ellas tuvieron sus buenos «guardaespaldas».
—Cierto. Había gente que cuidaba de ellas. Sus padres no las perdían de vista. Sus tías y sus hermanas mayores las aleccionaban. Las hermanas y hermanos más jóvenes estaban al tanto de lo que se «cocía» a su alrededor. Los padres no se negaban a inmiscuirse en sus asuntos, hallándose muy bien dispuestos a actuar si se precisaba la expulsión o alejamiento del indeseable. En ocasiones, por supuesto, las chicas contrariadas optaban por huir con el hombre elegido, contra viento y marea. Pero es que en la actualidad no necesitan recurrir a esos remedios heroicos. La madre no sabe con quién sale su hija, el padre se mantiene sumido en la misma ignorancia, los hermanos están informados, quizá, pero deciden guardar silencio, para que a su vez no les moleste nadie.
»Ahora, cuando los padres se niegan a dar su consentimiento para la boda, la pareja se presenta ante un magistrado y se las arregla para procurarse el permiso o licencia matrimonial. Y más tarde, cuando el joven elegido, de quien todo el mundo sabe que es una “perla”, procede a demostrar ante los ojos de todos, incluida su esposa, que, efectivamente, es una terrible adquisición, ¡ya está el gato en la talega! Pero, en fin… El amor es el amor. La chica se niega a creer que su Henry tenga unos hábitos repugnantes, inclinaciones delictivas y todo lo que viene después. Mentirá por él, se empeñará en hacer ver a los suyos lo blanco negro y a la inversa… Sí. La cosa es difícil. Más de lo que parece. Bueno, no vamos a ganar nada diciendo que cualquier tiempo pasado fue mejor. Tal vez nos quedemos nosotros solos pensando eso.
»Perfectamente. ¿Y cómo ha sido el entrar usted en relación con este asunto, Poirot? Este sector del país le es ajeno, ¿no? Usted me parece que ha vivido siempre en Londres. Vivía allí al menos, cuando nos conocimos.
—Vivo todavía en Londres. Me ocupo de este asunto a petición de una amiga, la señora Oliver. ¿Usted se acuerda de la señora Oliver?
Spence levantó la cabeza y cerró los ojos, reflexionando, al parecer.
—¿La señora Oliver? Creo que no.
—Se dedica a escribir libros. Novelas policíacas. Haga un esfuerzo… Usted la conoció por la época en que me indujo a realizar las investigaciones concernientes al crimen de la señora Macginty. Naturalmente, se acordará de la señora Macginty…
—¡Dios mío! Claro que me acuerdo. Pero de eso hace mucho tiempo. Me echó usted una mano entonces, Poirot, una mano que me vino muy bien. Requerí su ayuda y usted no me la regateó precisamente.
—Me sentí muy halagado cuando decidió consultar conmigo los detalles del caso —manifestó Poirot—. He de decir que me sentí desesperado en una o dos ocasiones. El hombre a quien teníamos que salvar era un tipo difícil, por el que apenas se podía hacer nada. Era el individuo clásico, decidido a no intentar nada que pudiese resultar favorecedor. Había que salvarle de la última pena, creo… ¡Ha transcurrido tanto tiempo desde entonces!
—Se casó con aquella muchacha, ¿no? La primera, ¿verdad? No hubo nada que hacer con la de los cabellos rubios, ¿eh? Me pregunto cómo les irá en la actualidad. ¿Ha tenido noticias de ellos?
—No —dijo Poirot—. Presumo que todo les marcha a las mil maravillas.
—No sé qué es lo que esa muchacha vería en aquel hombre.
—He aquí una de las grandes cosas de la Naturaleza —comentó Poirot—. Muy frecuentemente, un individuo carente de atractivos resulta atrayente e incluso enloquecedor a los ojos de algunas mujeres. Lo único que cabe esperar después de observar un fenómeno de este tipo es que los jóvenes en cuestión se casen y vivan felices el resto de sus vidas.
—No creo que aquella pareja consiguiese vivir feliz de tener en su casa a la madre…
—Por supuesto —dijo Poirot—. O al padrastro.
—Bien. Aquí estamos los dos hablando de nuevo de los viejos tiempos. Todo eso pasó a la historia. Siempre pensé que aquel hombre (no logro recordar su apellido ahora), debiera haber montado una funeraria. Tenía el rostro y los modales adecuados. Quizás acabara abriendo un negocio así. La chica tenía algún dinero, ¿no? Pues sí. Habría hecho un funerario estupendo. Le veo vestido de negro de los pies a la cabeza, dando órdenes a sus empleados, durante el funeral de turno. Quizás hubiera sabido hablar con entusiasmo de la madera de olmo o de teca destinada a la construcción de los féretros. Como no podía prosperar era haciendo seguros o vendiendo fincas —Spence guardó silencio unos momentos, diciendo luego, de repente—. La señora Oliver. Ariadne Oliver.
Manzanas
. ¿Fue así como llegó a tener contacto con este asunto? Y a esa pobre criatura la obligaron a meter la cabeza en un cubo lleno de agua, con unas manzanas a flote, en el curso de una reunión… ¿No fue eso lo que suscitó el interés de la señora Oliver?
—No creo que fuesen las manzanas únicamente la causa de su particular interés —opinó Poirot—. Es que participó en la reunión.
—¿Vivía aquí?
—No. Ella no vive aquí. Pasaba unos días en casa de una amiga, una señora apellidada Butler.
—¿Butler? Sí, la conozco. Vive no muy lejos de la iglesia. Es viuda. Su esposo era piloto de líneas aéreas. Tiene una hija. Una criatura muy atractiva. De excelentes modales. La señora Butler es una mujer encantadora, ¿no le parece?
—Apenas la conozco, pero sí, creo que es una mujer muy atrayente.
—¿Y qué relación tiene todo esto con usted, Poirot? Usted no se encontraba aquí cuando ocurrió el hecho, ¿verdad?
—No. La señora Oliver fue a verme a Londres. Estaba muy alterada. Insistió en que yo debía hacer algo.
Los labios del superintendente se distendieron en una sonrisa.
—Ya. La historia de siempre. Yo fui a verle a usted porque deseaba también que hiciese algo…
—Y yo he dado un paso adelante más —manifestó Poirot—. He venido a verle.
—¿Porque desea que intente algo asimismo? Ya le advertí que yo no me encuentro en condiciones de emprender nada.
—Está en un error. Usted, por ejemplo, puede hablarme de la gente de aquí, de las personas que habitan en este lugar. De las que se encontraban en la reunión. Está en condiciones de descubrirme la personalidad de los participantes en la fiesta. Puede hablarme de los padres y las madres de los chicos presentes en aquélla. Puede hablarme de la escuela, de los profesores, de los abogados de aquí, de los médicos. Hubo alguien que en el transcurso de la reunión consiguió que una chica se arrodillara ante un cubo de agua y manzanas, diciendo al mismo tiempo, riendo, quizá: «Voy a enseñarte el mejor método para coger una manzana con los dientes. Me sé muy bien el truco». Seguidamente, él, o ella, colocó una mano en la cabeza de la muchacha… No haría nada, ni forcejearía lo más mínimo, probablemente.
—Un asunto muy desagradable —comentó Spence—. Es lo que pensé al enterarme del caso. ¿Qué desea saber concretamente? Llevo en este lugar un año. Mi hermana vive desde hace más tiempo aquí… Dos o tres años. No se trata de una comunidad muy dilatada. La gente no suele acomodarse en estas casas indefinidamente. Va y viene. Es lo normal. El cabeza de familia trabaja en Medchester o Great Canning o en cualquier otro sitio de las proximidades. Los hijos frecuentan el colegio que hay aquí. Cuando el padre cambia de empleo, la familia se traslada. No es una comunidad integrada por elementos fijos. Hay gente que vive aquí desde hace mucho tiempo. Por ejemplo, la señorita Emilyn, la profesora; el doctor Ferguson… Pero, en general, la población fluctúa bastante.
—Yo supongo —dijo Hércules Poirot—, después de convenir con usted en que se trata de un asunto repugnante, que habrá tenido ocasión de conocer a la gente de aquí merecedora de este adjetivo…
—Sí —declaró Spence—. Es en lo primero que se fija uno, ¿verdad? Y lo siguiente que uno busca en un caso como el presente en un adolescente de este tipo. ¿A quién puede ocurrírsele estrangular o ahogar a una chica de trece años? Al parecer no hay una intención sexual, ni nada que se le parezca, lo cual constituye el primer objetivo del investigador en este asunto. Ahora se dan estos sucesos en las ciudades y aldeas. También aquí veo un incremento si comparo lo que sucede hoy con lo que sucedía en mi juventud. Creo que hay muchos seres que andan sueltos cuando debían estar recluidos. Y es que tenemos los manicomios llenos hasta la saturación. Debido a esta superpoblación de las casas de salud, los médicos se ven obligados a decir a muchos pacientes: «Vuelva a la vida normal. Intégrese en el seno de la familia», etc. Más adelante, pasa lo que tiene que pasar. El desventurado o la desventurada siente el apremio extraño… y ya tenemos a la persona que es encontrada muerta en una zanja o que cae en la tentación de subir a un coche con un extraño. Muchos niños y niñas han sido víctimas de esto, pese a la reiteradas advertencias de sus padres. Pues sí, amigo Poirot, hay muchas cosas de ésas en la actualidad. Demasiadas.