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Authors: H. Rider Haggard

Tags: #Aventuras

Las minas del rey Salomón (2 page)

BOOK: Las minas del rey Salomón
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Ahora bien, hace unos dieciocho meses que por primera vez me encontré con sir Enrique Curtis y el capitán Good lo que ocurrió, como digo a continuación. Había estado cazando elefantes más allá de Bamangwato con suerte bien desgraciada; todo me salió mal en aquella expedición, atacándome, por último, la fiebre para coronar los contratiempos que había sufrido. Tan pronto como recobré la salud, regresé como pude al Campo de los Diamantes, vendí el marfil que tenía, como también mi carro y bueyes, despedí a mis cazadores y tomé el coche correo para el Cabo. Después de gastarme una semana en la ciudad de este nombre, habiendo averiguado que me cobraban más de la cuenta en el hotel, y visto todo cuanto allí hay que ver, incluyendo el Jardín Botánico, que en mi concepto puede hacer gran beneficio al país, y las nuevas casas del Parlamento, que creo no harán cosa por el estilo, determiné volver a Natal por el Dunkeld, el cual aguardaba en el dique al Edinburgh Castle, que venía de Inglaterra y debía llegar de un momento a otro. Tomé mi pasaje, me fui a bordo, y aquella misma tarde, después que los pasajeros que para Natal traía el Edinburgh Castle verificaron su trasbordo, levamos y nos hicimos a la mar.

Entre los pasajeros que vinieron a bordo, había dos que excitaron mi curiosidad. Uno de ellos, al parecer de treinta años, era el hombre de pecho más desarrollado y brazos más robustos que he conocido. Su cabello era amarillo, amarilla también su enorme barba, perfectamente marcadas sus facciones, y sus ojos grandes y grises bastante hundidos en la cabeza. Jamás he visto un tipo tan hermoso, y en cierto modo me hacía recordar al antiguo dinamarqués, sin que quiera decir por esto, sepa mucho de los antiguos dinamarqueses, aunque bien me acuerdo de uno moderno que me arrancó cuarenta pesos; pero, en cambio, tengo presente haber visto en cierta ocasión, un cuadro que representaba algunos de estos gentiles que, no temo decirlo, eran una especie de zulúes blancos. Bebían en sendos cuernos con sus largas melenas tendidas sobre la espalda; y, a medida que observaba a mi amigo, de pie, cerca de la escalera de la cámara, pensaba que si se dejara a sus cabellos crecer un poco, se echara sobre sus hombres una cota de malla y se le armase con una de aquellas enormes hachas de combate y un vaso de cuerno, podía haber servido de modelo para dicha pintura. Y, entre paréntesis, es cosa curiosa y prueba cómo la sangre se revela; averigüé más tarde que sir Enrique Curtis, porque éste es el nombre del corpulento individuo que examinaba, era de sangre dinamarquesa. También me recordaba mucho a alguien más; pero en aquel momento no podía traer a la memoria quién era.

El otro individuo, que de pie hablaba con sir Enrique, era bajo, fornido, trigueño y de corte completamente distinto. Inmediatamente sospeché era oficial de la Armada. No podré explicar la causa, pero es muy difícil desconocer a un marino de este cuerpo. He ido a muchas expediciones de caza con varios de ellos durante mi vida, y siempre han sido, sin excepción, los mejores, más bravos y agradables compañeros que he tenido; aunque algo o bastante aficionados a un lenguaje profano.

Pregunté dos páginas atrás, ¿qué es un caballero? Ahora puedo contestar: en general, lo es un oficial de la Real Armada, y digo en general, porque no hay regla sin excepción. Imagínome que el ancho mar y el soplo de sus brisas ablandan el corazón del marino y borrando de su mente toda amargura, hacen de él lo que el hombre debe ser. Pero, volviendo a mi historia, tampoco me equivoqué esta vez, había sido oficial de la Armada, teniente, a quien, a los treinta y un años de edad y diecisiete de servicio, Su Majestad daba el retiro, sólo con los honores de comandante, por la sencilla razón de que era imposible el ascenderlo. Esto es lo que deben esperar aquellos que sirven a la Reina: verse lanzados a un mundo duro y egoísta para ganarse la existencia, cuando realmente comenzaban a conocer su profesión y entraban en la primavera de la vida. Quizás a ellos no les importe, pero por lo que a mí toca, prefiero mil veces más ganarme el pan como cazador. Acaso se andará tan escaso de centavos; pero a lo menos no se reciben tantos golpes. Su nombre, que encontré en la lista de pasajeros, era Good, capitán Juan Good. Ancho de espalda, mediano de estatura, trigueño, robusto, en fin, era un tipo que no podía menos de despertar cierta curiosidad; pulcro en exceso llevaba la barba completamente rapada y un lente en el ojo derecho, que parecía haber echado raíces allí, pues carecía de cordón y sólo se lo quitaba para limpiarlo. En un principio pensé acostumbraba a dormir con él, pero más tarde, me disuadí de tal error. Cuando se retiraba a descansar lo guardaba en el bolsillo de sus pantalones, junto con sus dientes postizos, de los que tenía dos magníficas cajas, que, no siendo la mía de las mejores, más de una vez me hicieron quebrantar el décimo mandamiento. Pero estoy anticipando los sucesos.

Pronto, a poco de comenzar a balancearnos, cerró la noche trayéndonos un tiempo infernal. Sopló desde tierra una brisa desagradable, y una neblina, aún más densa que las de Escocia, hizo que todo el mundo abandonara la cubierta. En cuanto al Dunkeld, que es un buque pequeño y de fondo aplanado, navegaba en lastre y daba enormes balanceos; a menudo parecía iba a tumbarse, lo que por fortuna nunca ocurrió. Era imposible pasearse, así es que de pie, cerca de la máquina, en donde se sentía algún calor, me distraía con el péndulo, que, colgado al lado opuesto del que yo ocupaba, oscilaba perezosamente hacia atrás y hacia adelante, a medida que el barco cabeceaba, marcando el ángulo de inclinación que hacía en cada tumbo. Ese péndulo está mal, no está debidamente equilibrado —dijo de repente una voz con cierto aire de enojo, por encima de mis hombros. Al volverme me encontré con el oficial de la Armada, que había llamado mi atención cuando los pasajeros vinieron a bordo.

—Y bien, ¿qué le obliga a usted a pensar eso? —le pregunté yo.

—Pensar eso. Yo no lo pienso. Afirmo que (a tiempo que el barco recuperaba su posición después de un balance) si el buque se hubiera balanceado realmente hasta el grado marcado por ese chisme, entonces no volvería a dar un balance más, eso es todo. Pero nada es de extrañar en estos pilotos mercantes, siempre son vergonzosamente descuidados.

Precisamente entonces la campanilla nos llamó a comer, lo que en nada me contrarió, pues es terrible cosa verse obligado a escuchar a un oficial de la Real Armada cuando toca este punto. Sólo conozco cosa peor, y esa es oír a un piloto mercante cuando expresa su cándida opinión respecto a los oficiales de la Armada.

El capitán Good y yo bajamos juntos al comedor y nos encontramos con sir Enrique Curtis que ocupaba allí ya su puesto. El capitán Good, se colocó a su lado y yo enfrente de ellos. Pronto el capitán entabló conmigo una conversación sobre cacería y mil cosas más, haciéndome muchas preguntas, que contestaba tan bien como me era dable el hacerlo. Rodando el diálogo, comenzó a hablar de los elefantes.

—Ah, caballero —exclamó un pasajero que estaba sentado cerca de mí— para eso ha dado usted con su hombre; el cazador Quatermain puede informarle respecto a elefantes, si es que hay alguien que lo pueda hacer.

Sir Enrique, que había estado completamente silencioso oyendo nuestra conversación, hizo un movimiento de sorpresa.

—Escúcheme, señor —me dijo, inclinándose hacia mí al través de la mesa y con una voz baja y gruesa que, según mi parecer, era la que convenía a sus grandes pulmones—. Excúseme, señor, pero ¿se llama usted Allan Quatermain?

Yo le contesté que ese era mi nombre.

El corpulento viajero no hizo otra observación, pero sí le oí murmurar, casi entre dientes: «afortunado».

En este instante llegaba la comida a su término, y como fuéramos a abandonar el salón, sir Enrique se me acercó e invitó a fumar una pipa en su camarote. Acepté y nos guió hacia la cámara de cubierta del Dunkeld, que era espaciosa y muy buena. Había antes estado dividida en dos, pero cuando sir Garnet o uno de esos grandes señorones viajaron por la costa en el Dunkeld, se quitó el tabique que las dividía y nunca más volvieron a reponerlo. Había en la cámara un sofá, y enfrente de él una mesa. Sir Enrique pidió al camarero una botella de whisky y los tres nos sentamos y encendimos nuestras pipas.

—Señor Quatermain —comenzó sir Enrique cuando el camarero hubo traído el whisky y encendido la lámpara— el año pasado, por estos días, estaba usted, según creo, en un lugar llamado Bamangwato, al Norte del Transvaal.

—En efecto —contesté sorprendido de que este caballero estuviese tan enterado de mis pasos, que ofrecían, en cuanto a mí se me alcanzaba, interés alguno en general.

—¿Estaba usted negociando allí, no es así? —añadió el capitán Good con la rapidez habitual de su lenguaje.

—Sí. Había llevado un carro lleno de mercancías e hice mi campamento fuera de aquella estación, deteniéndome hasta que las hube vendido.

Sir Enrique ocupaba una silla enfrente de mí y tenía sus brazos apoyados sobre la mesa. Al terminar mi respuesta levantó la cabeza y clavó sus ojos, con ansiosa curiosidad, en mi rostro.

—¿Por casualidad encontró usted allí a un hombre llamado Neville?

—Oh, sí, acampó por mis alrededores durante una quincena, para que sus bueyes descansaran antes de continuar su marcha hacia el interior. Meses atrás recibí una carta de un abogado preguntándome si conocía algo de su paradero, la que contesté como mejor podía hacerlo.

—Sí, su carta me fue remitida. Decía usted en ella que el caballero llamado Neville salió de Bamangwato a principios de mayo en su carro con un conductor, un explorador y un cazador kafir llamado Jim; anunciando su intención de avanzar, si le era posible, hasta Ynyati, último puerto que alcanza el tráfico en Matabele, en donde vendería su carro para proseguir a pie. Añadía usted que, en efecto, vendió el carro, porque seis meses después encontró a un traficante portugués, que lo poseía, y le dijo lo había comprado en Ynyati a un blanco, cuyo nombre no recordaba, el que, acompañado de un criado nativo, partió para el interior, según creía, a una expedición de caza.

—Eso es.

Entonces hubo un momento de pausa.

—Señor Quatermain —dijo repentinamente sir Enrique— ¿supongo que usted no sabe, ni puede imaginarse otra cosa, respecto a las razones que me… que llevaban al señor Neville hacia el Norte, o punto a donde se encaminaba?

—Algo oí sobre ello —contestó, y me detuve, pues el asunto de que nos ocupábamos no despertaba mi interés.

Sir Enrique y el capitán Good cambiaron una mirada, y este último hizo una señal con un rápido movimiento de cabeza.

—Señor Quatermain —comenzó el primero— voy a contar a usted una historia y pedirle sus consejos, o quizá su ayuda. El agente que me envió su citada carta me decía que yo podía confiar completamente en usted, pues usted era, tales son sus palabras, muy conocido y universalmente respetado en Natal distinguiéndose, sobre todo, por su discreción.

Hice un saludo y bebí un poco de whisky y agua para ocultar mi turbación, pues siempre he sido modesto, y sir Enrique, continuó:

—El señor Neville era mi hermano.

—¡Oh! —exclamé involuntariamente, porque en aquel instante acerté con la persona que me había hecho recordar, cuando por primera vez le vi. Su hermano era mucho más pequeño y de barba obscura, pero al pensar en él, recordaba que sus ojos tenían el mismo tinte gris y la misma penetrante mirada, y que sus facciones además, presentaban cierta semejanza.

—Era mi hermano más joven, el único que tenía, y hasta hace cinco años no recuerdo nos hayamos separado por un mes. Mas, hará unos cinco años que, por desgracia, y como suele ocurrir en las familias, tuvimos un grave disgusto, y en mi cólera me conduje injusto en exceso con él. Aquí el capitán Good movió, en señal de asentimiento, vigorosamente la cabeza, y el buque dio un balance tan grande que el espejo, colgado enfrente, en la pared de estribor, estuvo por un momento casi encima de nosotros; de manera que yo, que sentado y con las manos en los bolsillos, miraba con fijeza hacia el techo, pude observar sus repetidos marcados movimientos de aprobación.

—Supongo, usted sabe —continuó sir Enrique— que si un hombre en Inglaterra muere intestado, y no tiene otro capital, sino tierras o bienes raíces, todo pasa a ser propiedad de su primogénito. Precisamente esto ocurrió cuando reñimos; nuestro padre murió intestado, pues había ido difiriendo el hacer su testamento hasta que llegó a ser demasiado tarde para ello. El resultado fue que mi hermano, a quien no se había dado profesión alguna, quedó sin un centavo de qué disponer. Era mi deber, como es natural, haber atendido a todas sus necesidades, pero entonces nuestro enojo era tan grande, que yo, para vergüenza mía lo digo (y suspiró profundamente), le hice la menor oferta. No es que yo le guardara rencor, no, esperaba que él acudiera a mí, y él jamás lo hizo. Siento molestar a usted, señor Quatermain, con todos estos datos, pero debo esclarecer cuanto he pasado, ¿eh Good?

—En efecto, en efecto —contestó el capitán— y estoy seguro que el señor Quatermain no repetirá una palabra de esta historia.

Por supuesto —dije yo— pues no hay cosa que me enorgullezca más que mi discreción.

Bien —continuó sir Enrique— mi hermano poseía de su propia cuenta, en aquella época, unos escasos millares de pesos; sin decirme una palabra, reunió esta mezquina suma y, tomando el nombre de Neville, marchó para el África Austral con la loca esperanza de hacerse una fortuna: así lo supe más tarde. Pasaron como tres años sin que lograra recibir noticia alguna de él, aunque le escribí varias veces, sin duda mis cartas no llegaron a sus manos. Pero a medida que el tiempo transcurría, mi inquietud por su destino aumentaba más y más; conociendo por experiencia, señor Quatermain, que la sangre no es tan muda como el agua.

—Nada más cierto —afirmé por mi parte pensando en mi hijo Enrique.

—Comprendí, señor Quatermain, que hubiera dado gustoso la mitad de mi fortuna por saber que mi hermano Jorge, el único pariente que me resta, vivía sano y salvo, y que algún día había de volver a verle.

—¡Pero nunca lo hizo usted, Curtis! —exclamó rudamente el capitán Good, mirando a la cara de su amigo.

—En fin, señor Quatermain, con los días que pasaban iba aumentando mi ansiedad, y con ella la necesidad de saber si mi hermano vivía o había muerto, y si vivía conseguir volverle a nuestro hogar. Comencé mis investigaciones, y la carta de usted ha sido consecuencia de ellas. Hasta hoy todo va satisfactoriamente, puesto que está probado que hace poco, Jorge existía; pero esos medios no bastaban a las exigencias de mis deseos, por lo que, queriendo abreviar, me resolví a buscarlo personalmente, y el capitán Good ha tenido que acompañarme.

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