Pero todas las cosas buenas deben llegar a un final, así que a primeros de diciembre los hermanos se separaron y Cepión continuó viaje por la vía Egnacia acompañado de su séquito. Catón lloró sin avergonzarse de ello. Y también Cepión, a quien se le hizo aún más difícil porque a Catón se le ocurrió ir caminando detrás de ellos durante muchas millas sin dejar de agitar la mano, llorando, gritándole a Cepión que tuviera cuidado, que tuviera cuidado, que tuviera cuidado…
Quizás fuese que tenía un presentimiento de inminente peligro para Cepión; lo cierto es que cuando, un mes más tarde, recibió la nota de Cepión, su contenido no le sorprendió como hubiera debido sorprenderle.
Mi queridísimo hermano:
He caído enfermo en Aenus, y temo por mi vida. Sea cual sea el problema, y ninguno de los médicos de aquí parecen saber cuál es, empeoro de día en día.
Por fávor, querido Catón, te ruego que vengas a Aenus y me acompañes en mis últimas horas. Me encuentro muy solo, y aquí nadie puede consolarme como me consolaría tu presencia. No encontraré una mano más querida que la tuya a la que coger mientras emito mi último aliento. Ven, te lo ruego, y hazlo pronto. Intentaré esperar hasta que llegues.
Tengo el testamento en orden bajo la custodia de las vestales y, tal como habíamos hablado, el joven Bruto será mi heredero. Tú eres el albacea, y a ti te he dejado, como tú estipulaste, exclusivamente la suma de diez talentos. Ven pronto.
Cuando se le informó de que Catón necesitaba inmediatamente un permiso de urgencia, el gobernador Marco Rubio no le puso ningún obstáculo. El único consejo que le dio fue que viajase por carretera, pues las tormentas de finales del otoño azotaban la costa de Tracia y ya se había tenido noticia de varios naufragios. Pero Catón no quiso hacerle caso; por carretera el viaje duraría cuando menos diez días por muy de prisa que galopase, mientras que los vientos que soplaban del noroeste llenarían las velas de un barco y le infundirían velocidad, tanta que se podía albergar la esperanza de llegar a Aenus en tres o cuatro días. Y, una vez que hubo encontrado un capitán de barco lo bastante audaz como para acceder a llevarlo —a cambio de unos buenos honorarios— desde Tesalónica a Aenus, el febril y frenético Catón embarcó. Atenodoro Cordilión y Munacio Rufo también fueron con él, cada uno de ellos acompañado de un esclavo solamente.
La travesía fue una pesadilla de olas enormes, mástiles rotos y velas destrozadas. Sin embargo, el capitán había llevado consigo mástiles de repuesto, y también velas; el pequeño barco surcaba y se balanceaba al avanzar por el mar, a flote e impulsado, según les parecía a Atenodoro Cordilión y a Munacio Rufo, de algún modo enigmático por la mente y la voluntad de Catón. Quien, una vez que llegaron al puerto de Aenus al cuarto día, ni siquiera esperó a que el barco atracase. Saltó de éste a pocos pies del muelle y echó a correr como un loco en medio de una lluvia torrencial. Sólo se detuvo en una ocasión para preguntarle a un atónito y desabrigado buhonero dónde estaba la casa del
ethnarch
, porque él sabía que Cepión estaría allí.
Irrumpió en la casa y en la habitación donde yacía su hermano una hora demasiado tarde para que Cepión aún se diera cuenta de que Catón le sostenía la mano. Quinto Servilio Cepión estaba muerto.
Mientras el agua le chorreaba en el suelo a su alrededor, Catón se detuvo junto a la cama y se quedó mirando hacia aquel que había sido el centro y el solaz de su vida entera, una figura inmóvil y espantosa desprovista de color, de vigor y de fuerza. Le habían cerrado los ojos y sobre los párpados, a modo de peso, le habían puesto monedas; y el canto curvo de una moneda de plata le sobresalía entre los labios. Otra persona le había proporcionado a Cepión el precio de la travesía en barca para cruzar la laguna Estigia, convencido de que Catón no vendría.
Catón abrió la boca y produjo un sonido que aterró a todos los que lo oyeron; no era un lamento, ni un alarido, ni un chirrido, sino una extraña mezcla de las tres cosas, animal, salvaje, espantoso. Todos los que se encontraban presentes en la habitación se echaron hacia atrás instintivamente y se pusieron a temblar al tiempo que Catón se arrojaba en la cama, sobre Cepión ya muerto, y cubría de besos aquel rostro soñador, llenaba de caricias el cuerpo sin vida mientras las lágrimas se derramaban hasta que de la nariz y de la boca parecieron correr también ríos, sin que aquellos espantosos ruidos dejaran de brotar violentamente de él una y otra vez. Y el paroxismo de dolor continuó sin interrupción mientras Catón lloraba la muerte de la única persona en el mundo que lo significaba todo para él, que había sido su consuelo en una horrible infancia, áncora y roca a la que sujetarse en su juventud y en su edad madura. Cepión había sido quien le había obligado a apartar sus ojos de niño de tres años del tío Druso, que sangraba y chillaba en el suelo, quien había acogido aquellos ojos en la calidez de su propio cuerpo y había asumido la carga de aquellas espantosas horas sobre sus hombros de niño de seis años; Cepión había sido quien escuchaba pacientemente mientras el zopenco de su hermano pequeño aprendía los hechos de la vida del modo más difícil, a base de repetir sin cesar; Cepión había sido quien razonaba, le mimaba y le consolaba durante el insoportable período que siguió al abandono de Emilia Lépida, y quien le convenció para que volviera a vivir otra vez; Cepión había sido quien lo llevó consigo en su primera campaña, quien le enseñó a ser un soldado valiente y sin temor, quien se mostró radiante de alegría cuando él recibió
armillae y phalerae
por su valor en un territorio que solía ser más famoso por la cobardía, porque ellos habían pertenecido al ejército de Clodiano y Publícola, que había sido derrotado tres veces por Espartaco; Cepión siempre había estado con él.
Y ahora Cepión ya no estaba. Cepión había muerto solo y sin amigos, sin nadie que le sujetara la mano. La culpa y el remordimiento volvieron a Catón completamente loco en la misma habitación donde Cepión yacía muerto. Cuando unas personas trataron de llevárselo, él se resistió. Cuando intentaron convencerle con palabras para que se fuera, se limitó a aullar. Durante casi dos días se negó a moverse del lugar donde yacía, cubriendo a Cepión, y lo peor de todo era que nadie —
¡nadie!
— podía empezar siquiera a comprender el terror de aquella pérdida, la soledad que provocaría en su vida para siempre. Cepión se había ido, y con él se habían ido también el amor, la cordura, la seguridad.
Pero por fin Atenodoro Cordilión consiguió abrirse paso a través de la locura con palabras concernientes a las actitudes de los estoicos, a la conducta que le correspondía a alguien que, como Catón, profesaba el estoicismo. Catón, todavía ataviado con una tosca túnica y una
laena
maloliente, sin afeitar, con la cara sucia e incrustada con los restos secos de tantos ríos de dolor, se levantó y se fue a organizar el funeral de su hermano. Pensaba utilizar los diez talentos que Cepión le había dejado en ese funeral, y por mucho que intentó gastárselo todo en los sepultureros locales y en los mercaderes de especias, todo lo que pudo conseguir ascendió a un talento; se gastó otro talento en una caja de oro adornada con joyas para depositar las cenizas de Cepión, y los otros ocho en una estatua de Cepión que había de erigirse en el ágora de Aenus.
—Pero no intentes reproducir con exactitud el color de su piel, de su pelo ni de sus ojos —dijo Catón con la misma voz dura y ronca, más ronca incluso a causa de los sonidos que su garganta había estado produciendo—, y tampoco quiero que esta estatua se parezca a un hombre vivo. Quiero que todo el que la vea sepa que Cepión está muerto. La harás en mármol de Taso de color gris sólido y la pulirás hasta que mi hermano resplandezca bajo la luz de la luna. Él es una sombra, y quiero que su estatua parezca una sombra.
El funeral fue el más impresionante que aquella pequeña colonia griega al este de la desembocadura del Hebrus había visto nunca; en él participaron todas las plañideras profesionales, y se quemaron sobre la pira de Cepión todas las varitas de especias aromáticas que había en Aenus. Cuando acabaron las exequias, el propio Catón recogió las cenizas y las colocó en la exquisita cajita, de la que nunca se separó a partir de aquel día hasta que llegó a Roma un año después y se la entregó, como era su deber, a la viuda de Cepión.
Escribió a tío Mamerco en Roma dándole instrucciones para actuar tanto como fuera necesario en el testamento de Cepión antes de que él mismo regresase, y se sorprendió mucho al enterarse de que no necesitaba escribir a Rubrio, que estaba en Tesalónica. El
ethnarch
, actuando correctamente, le había notificado a Rubrio la muerte de Cepión el mismo día que ocurrió, y Rubrio había visto en ello su oportunidad. Así que con la carta de condolencia que le envió a Catón llegaron todas las pertenencias de Catón y de Munacio Rufo. «Vuestro año de servicio ya está tocando a su fin, muchachos —decía la perfecta caligrafía del escriba del gobernador—. Y yo no osaría pediros a ninguno de los dos que regresarais aquí cuando el tiempo se ha hecho tan inclemente y todo el pueblo de los besos se ha ido a casa, al Danubio, para pasar el invienlo! Tomaos unas largas vacaciones en el Este y recuperaos del modo adecuado, de la mejor manera.»
—Eso haré —dijo Catón con la caja entre las manos—. Viajaremos hacia el Este, no hacia el Oeste.
Pero Catón había cambiado, cosa que tanto Atenodoro Cordilión como Tito Munacio Rufo comprobaron, ambos con tristeza. Catón siempre había sido un faro en funcionamiento, un rayo de luz fuerte y firme que giraba sin parar. Ahora la luz se había apagado. La cara era la misma, el cuerpo cuidado y musculoso no estaba más encorvado o desmadejado que en otro tiempo. Pero ahora aquella voz que amedrentaba tenía una falta de tono que era algo absolutamente nuevo, y Catón no se excitaba, ni se estusiasmaba, ni se indignaba, ni se enfadaba. Y lo peor de todo, la pasión se había desvanecido.
Sólo Catón sabía lo fuerte que había necesitado ser para seguir viviendo. Sólo él mismo sabía la determinación que había tomado, que nunca jamás volvería a estar expuesto a aquella tortura, a aquella devastación. Amar era perder para siempre. Por ello amar era un anatema. Catón no volvería a amar nunca. Nunca.
Y mientras aquella destartalada banda formada por tres hombres libres y tres servidores esclavos avanzaban lentamente a pie por la vía Egnacia hacia el Helesponto, un liberto llamado Sinón se apoyaba en el pasamano de un pulcro barquito que lo llevaba por el Egeo, empujado por un viento invernal vivo pero constante, con destino a Atenas. Allí tomaría pasaje hacia Pérgamo, donde encontraría el resto de la bolsa de oro. De ese último hecho no tenía ninguna duda. Aquella mujer, la gran señora patricia Servilia, era demasiado astuta para no pagarle. Durante un mornento a Sinón se le pasó por la cabeza la idea del chantaje, pero luego se echó a reír, se encogió de hombros y arrojó un dracma de expiación en la viva estela espumosa como ofrenda a Poseidón. ¡Llévame a salvo, padre de las profundidades! No sólo soy libre, sino también rico. La leona está tranquila en Roma. Y yo no la despertaré para conseguir más dinero. En cambio, procuraré aumentar lo que ya es legalmente mío.
La leona de Roma se enteró de la muerte de su hermano por el tío Mamerco, que fue a visitarla en cuanto recibió la carta de Catón. Servilia derramó lágrimas, pero no demasiadas; nadie mejor que tío Mamerco sabía cómo se sentía ella. Las instrucciones que Servilia había dado a sus banqueros en Pérgamo se habían enviado poco después de partir Cepión, pues ella había decidido correr el riesgo antes de que se consumase el hecho. Sabia Servilia. Ningún contable ni banquero curioso se preguntaría por qué después de la muerte de Cepión su hermana enviaba una gran suma de dinero a un liberto llamado Sinón, que lo recogería en Pérgamo.
Y aquel mismo día, más tarde, Bruto le dijo a Julia:
—He de cambiarme el nombre, ¿no es sorprendente?
—¿Has sido adoptado en el testamento de alguien? —le preguntó ella, sabedora del modo habitual en el que el nombre de un hombre cambiaba.
—Mi tío Cepión ha muerto en Aenus, y yo soy su heredero. —Los tristes ojos castaños de Bruto parpadearon para borrar unas lágrimas—. Era un hombre agradable, a mí me gustaba. Supongo que más que nada era porque tío Catón lo adoraba. El pobre tío Catón llegó junto a él una hora demasiado tarde. Ahora tío Catón dice que no va a volver a casa en mucho tiempo. Lo echaré de menos.
—Ya lo echas de menos —le dijo Julia al tiempo que sonreía y le apretaba una mano a Bruto. Éste sonrió y le devolvió el apretón. No había necesidad de preocuparse por la conducta de Bruto hacia su prometida; era tan circunspecta como cualquier abuela encargada de vigilarlos pudiera desear. Aurelia había dejado de actuar como carabiná inmediatamente después de firmanse el contrato. Bruto hacía honor a su madre y a su padrastro.
Julia, que no hacía mucho tiempo que había cumplido los diez años —su cumpleaños era en enero—, se alegraba profundamente de que Bruto hiciera honor a su madre y a su padrastro. Cuando César le había dicho cuál iba a ser su destino marital, ella se había quedado aterrada, porque, aunque se compadecía de Bruto, era consciente de que, por mucho tiempo que ella estuviera tratándole, eso no haría que la compasión se convirtiera en cariño, en esa clase de cariño que mantiene unidos a los matrimonios. Lo mejor que podía decir de él era que era simpático. Lo peor, que Bruto resultaba bastante aburrido. Aunque su edad imposibilitaba cualquier sueño romántico, Julia, como la mayoría de las niñas de su misma posición social, estaba muy en armonía con lo que habría de ser su vida de adulta, y por ello tenía grandes conocimientos del matrimonio. Le había resultado difícil ir a la escuela de Gnifón y contarles a sus compañeros que estaba prometida, aunque ella siempre había pensado que le produciría gran satisfacción estar en la misma situación que sus compañeras Junia y Junilla, que de momento eran las únicas niñas que había allí que estuvieran prometidas en matrimonio. Pero el Vatia Isáurico de Junia era un tipo delicioso, y el Lépido de Junilla resultaba deslumbrantemente atractivo. Mientras que ella, ¿qué podía decir de Bruto? Ninguna de sus dos hermanastras podía soportarlo… por lo menos esa impresión daba oyéndolas hablar de él en la escuela. Al igual que Julia, lo tenían por un pelmazo pomposo. ¡Y ahora se iba a casar con él! ¡Oh, sus amigos le tomarían el pelo sin piedad! Y se compadecerían de ella.