En aquel momento, entre dulces aromas y alegría, vio al ángel ante sí y el cáliz en sus labios. Bebió, trémula y con la mirada baja, pero un roce en la cabeza le hizo levantar los ojos: no era un ángel, sino una mujer velada de azul, con grandes ojos tristes. Sin ningún sonido, la mujer le dijo: «Antes de que Cristo existiera, existía yo, y yo fui quien te hizo como eres. Por lo tanto, mi amada hija, olvida toda vergüenza y regocíjate, puesto que eres de la misma naturaleza que yo.»
Ginebra sintió que su cuerpo y su corazón estaban hechos de gozo puro. Desde la infancia no se había sentido tan feliz, ni siquiera entre los brazos de Lanzarote. «¡Ah, si yo hubiera podido dar esto a mi amante!» Supo que esa Presencia, fuera lo que fuese, había continuado su marcha y eso la entristeció, pero el gozo aún palpitaba dentro de ella. Levantó la mirada, llena de amor, en el momento en que el ángel acercaba la copa ardiente a los labios de Lanzarote. «¡Ah, si ella te diera algo de este júbilo, mi doliente enamorado!»
Las fieras llamas y el impetuoso viento que colmaron el salón, se acallaron. Ginebra comió y bebió sin saber qué, sólo que era dulce y sabroso, y se entregó al deleite. «Lo que ha sucedido hoy entre nosotros es sagrado…»
Se hizo el silencio; el salón parecía desnudo y vacío en el pálido mediodía. Gawaine se levantó con un grito. Después de él, Galahad.
—Juro que dedicaré toda mi vida, si fuera necesario, hasta que vea claramente al Grial ante mí.
El obispo Patricio parecía a punto de desmayarse; Ginebra recordó entonces que era anciano. Y el altar había quedado vacío. Se levantó rápidamente para acercarse a él.
—Padre… —dijo, acercándole a los labios una copa de vino.
El obispo bebió un sorbo. Mientras el color volvía a su cara arrugada, susurró:
—Sin duda algo santo ha sucedido entre nosotros. En verdad se me ha dado de comer a la Mesa del Señor, con el mismo cáliz del que bebió aquella última noche, antes de ir a la Pasión.
Ginebra empezaba a comprender lo que había sucedido: lo que había llegado aquel día hasta ellos, por voluntad de Dios, era una visión. El obispo susurró:
—¿Visteis, mi reina, el mismo cáliz de Cristo…?
Ella observó delicadamente.
—Ay, no, querido padre. Tal vez no fui digna de eso. Pero creo que vi un ángel, y por un momento pensé que era la Santa madre de Dios quien estaba ante mí…
—Dios ha dado una visión a cada uno de nosotros —dijo Patricio—. ¡Cuánto he rezado pidiendo que algo se presentara ante nosotros, para inspirar a estos hombres el amor del verdadero Cristo!
Ginebra pensó en el antiguo proverbio: «Ten cuidado con lo que pides en tus oraciones, pues podría serte concedido.» Sin duda, algo inspiraba a esos hombres, pues se levantaron uno tras otro, jurando dedicar un año y un día a la búsqueda. Y ella pensó: «Todos los de la mesa redonda se esparcen ahora a los cuatro vientos.»
Miró hacia el altar donde había estado el cáliz. «No —pensó—, el obispo Patricio y Kevin se equivocaron al igual que Arturo. No es posible llamar así a Dios, para ponerlo al servicio de nuestros fines. Dios sopla sobre los propósitos humanos como un viento poderoso y los hace pedazos.»
Y luego se preguntó: «¿Qué me sucede? ¿Por qué critico a Arturo, al mismo obispo, por lo que hicieron?» Y de pronto, con nuevas energías, se dijo: «¡Dios santo, sí! No son dioses: sólo hombres. Sus propósitos no son santos.» Miró a Arturo, que caminaba ahora entre los súbditos, en el extremo opuesto del salón. Allí abajo había sucedido algo: una campesina yacía muerta, quizás aniquilada por el gozo de la sagrada Presencia. Regresó con expresión dolorida.
—¿Es preciso que os vayáis, Gawaine, Galahad? ¿Tú también, hijo mío? ¿Bors… Lionel… Todos?
—Mi señor Arturo —pronunció Mordret. Como siempre, vestía el color carmesí que tan bien le sentaba y que exageraba de modo casi caricaturesco su parecido con el joven Lanzarote.
La voz del rey sonó suave.
—¿Qué pasa, querido muchacho?
—Señor: os pido licencia para no participar de esta búsqueda. Aunque les sea impuesta a todos vuestros caballeros, alguien tiene que permanecer a vuestro lado.
Ginebra sintió una ternura desbordante por él. «¡Ah, éste es el verdadero hijo de Arturo y no Galahad, todo sueños y visiones!» ¿Cómo había podido verlo con antipatía y desconfianza?
—Que Dios te bendiga, Mordret —le dijo, de todo corazón.
Y el joven le sonrió. Arturo inclinó la cabeza, diciendo:
—Así sea, hijo mío.
Por primera vez Arturo lo llamaba así ante otras personas; así pudo Ginebra medir su conmoción.
—Dios nos ayude a los dos, Gwydion… Mordret. Con tantos de mis caballeros esparcidos por el mundo, sólo Dios sabe si regresarán alguna vez. —Y estrechó las manos de su hijo. Por un momento Ginebra creyó ver que se apoyaba en él.
Lanzarote se acercó a ella con una reverencia:
—¿Puedo despedirme de vos, señora?
Ginebra tuvo la sensación de que las lágrimas estaban tan próximas como el júbilo:
—Ah, amor mío, ¿es preciso que partas en esta búsqueda?
Y no le importó quién oyera sus palabras. También Arturo parecía atribulado al estrechar la mano a su primo y amigo.
—¿Nos dejas, Lanzarote?
Éste asintió; en su rostro brillaba algo ultraterreno, extático. Conque ese gran regocijo había llegado también a él. Pero entonces ¿por qué tenía que salir en su búsqueda?
—Durante todos estos años, amor mío —le dijo Ginebra—, me aseguraste que no eras tan buen cristiano. ¿Por qué tienes que alejarte de mí?
Lo vio buscar penosamente las palabras.
—Durante todos estos años dudaba que Dios fuera sólo una antigua leyenda repetida por los curas para asustarnos. Ahora he visto… —Se humedeció los labios con la lengua, tratando de hallar vocablos para algo que los superaba—. He visto… algo. Si una visión puede presentarse así, sea de Cristo o del diablo…
—Sin duda provino de Dios, Lanzarote —lo interrumpió Ginebra.
—Eso dices tú, pues has visto y sabes. —Le cogió una mano para apoyársela en el corazón—. Yo no estoy seguro. Pienso que mi madre pudo burlarse de mí… o que todos los dioses son un mismo Dios, como decía Taliesin. Me siento indeciso entre la tiniebla del no saber nunca y la luz más allá de la desolación, que me dice… Fue como si me llamara una gran campana, desde muy lejos, una luz como los lejanos resplandores de la ciénaga, diciendo: «Sígueme.» Y sé que la verdad está allí, casi a mi alcance, y que puedo ir hacia ella y desgarrar el velo que la cubre. ¿Me negarías la búsqueda, Ginebra, ahora que hay algo realmente digno de ser buscado?
Era como si no estuvieran en la corte, delante de todos, sino solos en una habitación. Ginebra comprendió que podía imponerse a él en todo lo demás, pero ¿quién puede interponerse entre un hombre y su alma? Le alargó las manos, como si lo abrazara a los ojos de todos y a plena luz del día:
—Ve, pues, amado mío, y que Dios recompense tu búsqueda con la verdad que deseas.
Y Lanzarote dijo:
—Dios te acompañe siempre, mi reina, y ojalá permita que algún día vuelva a ti.
Luego se volvió hacia Arturo, pero Ginebra no oyó lo que le decía. Sólo vio que abrazaba a su primo como en los tiempos en que todos eran jóvenes e inocentes.
Arturo presenció su partida, con una mano en el hombro de Ginebra.
—A veces —dijo delicadamente— pienso que Lanzarote es el mejor de todos nosotros.
Y ella se volvió a mirarlo, con el corazón desbordante de amor por ese buen hombre que era su esposo.
—Yo también lo creo, mi querido amor.
—Os amo a ambos, Ginebra —declaró Arturo, sorprendiéndola—. No hay en la tierra nada que esté por encima de ti. Casi me alegro de que no me hayas dado hijos, pues así no puedes pensar que te amo por eso. Por encima de ti sólo está mi deber hacia este país que Dios ha puesto bajo mi tutela, y eso no puede inspirarte celos.
—No —reconoció Ginebra, delicadamente. Y de pronto, por una vez con absoluta sinceridad y sin reservas, aseguró—: Y yo también te amo, Arturo. No lo dudes.
—No lo he dudado nunca ni por un momento, amor mío.
Y Arturo le besó las manos, colmándola otra vez de desbordante alegría. «¿Qué mujer ha tenido la suerte de ser amada por los dos hombres más grandes de este mundo?»
A su alrededor se elevaban los ruidos de la corte, exigiendo que se atendieran las cosas cotidianas. Al parecer cada uno había visto algo diferente: un ángel, una doncella que portaba el Grial, la Santa madre. Y muchos no habían visto nada, salvo una luz tan intensa que resultaba insoportable, y se habían sentido colmados de paz y gozo, y habían comido y bebido aquello que más les agradaba.
Empezaba a circular el rumor de que, por la gracia de Cristo, lo que habían visto era el mismo Grial del que Jesús bebiera en la última cena entre sus discípulos, al compartir el pan y el vino como si fueran el cuerpo y la sangre del antiguo sacrificio. ¿Acaso el obispo Patricio había escogido el momento de confusión para divulgar la historia?
Ginebra se persignó al recordar una leyenda que le había contado Morgana: en Avalón se decía que Jesús de Nazaret se había educado, en su juventud, entre los sabios druidas de Glastonbury; después de su muerte, José de Arimatea, su padre adoptivo, había clavado allí su bastón, que floreció convertido en el Santo Espino. ¿No era razonable pensar que ese mismo José hubiera llevado el cáliz del sacrificio? Sin duda lo acontecido era algo divino, pues tanta belleza, tanto gozo, no podían ser pecado.
Sin embargo, dijera el obispo lo que dijese, también había sido un mal regalo, pensó Ginebra, estremecida. Uno a uno, los caballeros partían hacia su búsqueda y el salón iba quedando desierto. Sólo quedaban Mordret y Cay, demasiado envejecido y cojo para montar. Arturo volvió la espalda a su mayordomo, diciendo:
—Ah, tendría que haber ido con ellos, pero no puedo. No quise destruirles el sueño.
Ginebra se acercó para escanciarle más vino; de pronto lamentó no estar con él en sus habitaciones, a solas.
—Tú urdiste lo que sucedió, Arturo. Me dijiste que estabas preparando algo asombroso para la Pascua.
—Sí —reconoció él, apoyándose en la silla, fatigado—, pero sólo sabía que el Merlín había traído la Regalía Sagrada de Avalón. —Puso una mano sobre la espada—. Nos pareció que los sacratísimos Misterios del mundo antiguo tenían que ser puestos al servicio de Dios, puesto que todos los dioses son Uno. Pero ignoro lo que sucedió hoy en el salón.
—¿Lo ignoras? ¿Tú? ¿No crees que hemos presenciado un milagro, que Dios vino a nosotros para decirnos que el Santo Grial debía ser reclamado para su servicio?
—A ratos —reconoció Arturo, lentamente—. Luego me pregunto si no fue la magia de Merlín lo que nos encantó. Ahora todos mis caballeros han partido y nadie sabe si volverán. —Alzó la cara; Ginebra notó, como desde una gran distancia, que tenía las cejas completamente blancas y muy plateado el pelo rubio—. ¿Sabes que Morgana estuvo aquí?
—¿Morgana? —Ginebra negó con la cabeza—. No, no lo sabía. ¿Por qué no vino a saludarnos?
Arturo sonrió.
—¿Y lo preguntas? Abandonó esta corte después de darme un gran disgusto.
Una vez más buscó la empuñadura de
Escalibur
, como para asegurarse de que aún estaba allí, ahora enfundada en una vaina de cuero crudo, tosca y fea. Ginebra nunca se había atrevido a preguntarle qué había sido de la otra; en ese momento adivinó que estaba relacionada con la pelea.
—¿No sabías que se rebeló contra mí? —añadió Arturo—. Quería poner a su amante Accolon en mi trono.
Ginebra no se sentía capaz de encolerizarse contra ningún ser viviente, tras la gozosa visión de aquel día; lo que sintió fue pena por Morgana y por Arturo, que había amado y confiado en su hermana.
—¿Por qué no me lo dijiste? Nunca confié en ella.
—Por eso. —Arturo le apretó la mano—. Pero Morgana estuvo hoy aquí, disfrazada de anciana campesina. Parecía anciana, Ginebra: vieja, inofensiva y enferma. No creo que haya venido a hacer ningún mal; en todo caso, fue evitado por esa visión sagrada…
Y guardó silencio. Ginebra comprendió, con segura intuición, que no deseaba reconocer en voz alta su amor y su nostalgia por Morgana. Y pensó que el amor era la mayor verdad de la vida, y que no se podía pesar ni medir, porque era un flujo eterno e infinito, de modo que cuanto más se amaba, más amor se tenía para dar.
Incluso por el Merlín sentía ahora ese flujo de calidez y ternura.
—Mira cómo forcejea Kevin con su arpa. ¿Mando a alguien para que lo ayude, Arturo?
Su esposo respondió, sonriendo:
—No hace falta. Nimue lo está ayudando, ¿ves?
Y una vez más Ginebra sintió el torrente de amor, ahora por la hija de Lanzarote e Elaine. Su mano bajo el brazo de Merlín, como en la antigua leyenda de la doncella que se enamoraba de una bestia salvaje. Ah, pero hoy hasta Merlín podía inspirar amor. Y se alegró de que allí estuvieran las manos jóvenes y fuertes de Nimue para ayudarlo.
Y mientras pasaban los días en la corte de Camelot, casi desierta, Nimue se parecía más y más a la hija que nunca había tenido. Cuando hablaba, la muchacha la escuchaba con atención cortés, la halagaba sutilmente y se apresuraba a servirla. Sólo en una cosa disgustaba a Ginebra: dedicaba demasiado tiempo a escuchar al Merlín.
—Aunque ahora se diga cristiano, hija —le advirtió la reina—, en el fondo es un anciano pagano, consagrado según los ritos bárbaros de los druidas. Aún lleva las serpientes en las muñecas.
Nimue acarició sus muñecas satinadas.
—También las lleva Arturo —observó delicadamente—. Y yo habría hecho el mismo juramento si no hubiera visto la gran luz. Es un hombre sabio. Y en toda Britania nadie toca el arpa con tanta dulzura como él.
—Y allí está Avalón, como vínculo entre vosotros —apuntó Ginebra, en tono algo más áspero de lo que pensaba.
—No, no. Os lo ruego, prima: no se lo digáis. Nunca me vio allí. No quiero que me crea apóstata.
Parecía tan afligida que la reina le dijo con afecto:
—Bueno, no se lo diré. No he dicho a nadie, ni siquiera a Arturo, que viniste de Avalón.
—Me gusta tanto la música del arpa… ¿No puedo charlar con él? —suplicó Nimue.
Ginebra sonrió con indulgencia.
—Tu padre también era buen músico. Yo preferiría que Merlín se limitara a su arpa y no pretendiera aconsejar a Arturo. —Luego agregó, estremecida—: ¡Para mí ese hombre es un monstruo!