Aunque todavía había luz suficiente para ver bien, la Dama había llevado consigo una pequeña lámpara de llama vacilante. Volviendo la espalda a los juncales y a los pantanos salobres, caminó tierra adentro, dejando atrás las antiguas columnas, ya podridas, sobre las que los antiguos habitantes habían construido sus casas a la orilla del lago, en tiempos remotos.
Su pequeña lámpara titilaba, haciéndose cada vez más visible en la oscuridad; por encima de los árboles asomó el arco creciente de la luna, apenas visible, como el collar de plata que rodeaba el cuello de la Dama. Continuó ascendiendo lentamente por el viejo sendero de las procesiones hasta llegar al estanque del espejo, formado entre grandes y antiquísimas piedras.
El agua clara reflejaba el arco de la luna y la diminuta lámpara de la sacerdotisa. Se inclinó para hundir la mano en el agua y bebió; estaba prohibido sumergir allí objetos construidos por el hombre, aunque más arriba, donde el agua borboteaba de un manantial, los peregrinos podían llenar botellas y jarras.
Después de beber, con el respeto y la reverencia de siempre, Viviana dejó la lámpara en una roca plana, cerca de la orilla, a fin de que su luz se reflejara en el agua. Allí estaban los cuatro elementos: el fuego en su lámpara, el agua de la que había bebido, la tierra que pisaba, y una brisa errática que, como de costumbre, vio rizando la superficie del estanque al invocar los poderes del aire.
Dedicó un momento a la meditación. Luego se formuló la pregunta que iba a consultar con el espejo mágico:
«¿Cómo está Britania? ¿Cómo está mi hermana? ¿Y su hija, sacerdotisa nata? ¿Y el hijo que es la esperanza de Britania?»
Por un momento, al agitar el viento la superficie del estanque, sólo vio imágenes confusas: fugaces y borrosas escenas de batallas, el estandarte del dragón y sus Tribus combatiendo junto a Uther; Igraine, vestida y coronada como la había visto personalmente. Y por fin, en un atisbo que le aceleró el corazón, vio llorar a Morgana y, en un segundo y terrorífico atisbo, una criatura rubia que yacía inmóvil, inconsciente… ¿muerta o viva?
Luego, la luna se perdió de vista detrás de la bruma y la visión desapareció. Pese a todos sus intentos, Viviana no pudo invocar otra cosa que dudosas y momentáneas imágenes: Morgause con su segundo hijo varón en brazos; Lot y Uther paseándose por un gran salón e intercambiando palabras furiosas, y el confuso recuerdo del niño magullado y moribundo. Pero todas esas cosas, ¿habían sucedido o eran sólo una advertencia de cosas venideras?
Mordiéndose los labios, Viviana se inclinó, arrojó el aceite restante a la superficie del estanque (el aceite quemado para la videncia no se podía usar después con fines mundanos) y bajó apresuradamente a la morada de las sacerdotisas.
Una vez allí llamó a su criada.
—Prepáralo todo para partir con la primera luz —dijo—; que mi novicia esté lista para prestar servicio hasta la luna llena, pues antes de que pase un día más tengo que estar en Caerleon. Envía recado a Merlín.
V
iajaban sobre todo en las primeras horas del día, y a mediodía se ocultaban para volver a partir al crepúsculo. Aunque entonces el país estaba en paz, pues la guerra se libraba lejos, a veces, en el este, bandas de nórdicos o sajones caían sobre una aldea o una villa aislada. También los viajeros, a menos que llevaran custodia armada, andaban con cautela y sin confiar en nadie.
Viviana esperaba encontrar la corte de Uther medio desierta, abandonada a las mujeres, niños y quienes no podían combatir, pero desde lejos vio flamear el estandarte del dragón; eso significaba que el rey estaba en su residencia. Apretó los labios; Uther no sentía afecto ni confianza por los druidas de la isla Sagrada. Sin embargo, era ella quien lo había puesto en el trono, pese a su antipatía, porque era el mejor de los líderes de la isla. Y, de algún modo, su obligación era colaborar con él. Al menos no era un cristiano tan fervoroso que se dedicara a eliminar otras religiones. «Mejor tener por gran rey a un hombre sin dios que a un fanático religioso», pensó.
Desde su última visita habían elevado aún más la muralla fortificada, y los centinelas apostados sobre ella le dieron la voz de alto. Les había indicado a sus hombres que no mencionaran sus títulos; sólo tenían que decir que era la hermana de la reina. No era momento oportuno para exigir el respeto debido a la Dama de Avalón.
Les hicieron cruzar el patio, cubierto de hierbas crecidas. En algún lugar se oían los golpes en el yunque de un herrero. Algunos pastores, toscamente vestidos con pieles, estaban guardando a las ovejas. Viviana reconoció los preparativos para un sitio y enarcó las cejas.
Pocos años antes, en Tintagel, Igraine había corrido a su encuentro. Ahora fue un bien ataviado chambelán manco (sin duda, veterano al servicio de Uther) quien la recibió con una solemne reverencia y la condujo a una alcoba de la planta superior.
—Lo siento, señora —dijo—, pero estamos escasos de espacio. Tendréis que compartir esta habitación con dos de las damas de la reina.
—Será un honor —dijo Viviana, gravemente.
—Os enviaré a una criada. Si necesitáis algo, no tenéis más que pedírselo.
—Sólo necesito un poco de agua para lavarme. Y saber cuándo podré ver a mi hermana.
El veterano manco se mostró entonces menos formal, más humano.
—Señora, no dudo que la reina os recibiría de inmediato, pero habéis venido en un momento de tribulación y peligro. Esta mañana, el joven príncipe Gwydion se cayó de un caballo que no debería haber montado; la reina no se aparta de su lado ni por un instante.
—¡Por la Diosa! ¡Entonces he llegado demasiado tarde! —susurró Viviana para sus adentros. Y dijo en voz alta—: llévame de inmediato ante ellos. Soy hábil en el arte de curar y estoy segura de que Igraine mandaría por mí si supiera que he venido.
El chambelán le hizo una reverencia.
—Venid por aquí, señora.
Viviana lo siguió, sin haber tenido tiempo para cambiarse la ropa de viaje. El chambelán se detuvo ante una puerta.
—Molestar a la reina me costaría la cabeza. No deja siquiera que sus damas le traigan de comer o beber.
Viviana empujó la pesada puerta y entró en la habitación. El silencio era mortal; Igraine, pálida y demacrada, con la ropa arrugada, estaba arrodillada junto al lecho, como una figura de piedra. Un sacerdote de sotana negra murmuraba oraciones. Aunque se movió con suavidad, la reina la oyó.
—¿Cómo osáis…? —comenzó en un susurro furioso. Pero se interrumpió—. ¡Viviana! ¡Dios debe de haberte enviado!
—Recibí un aviso de que podías necesitarme. —No había tiempo para hablar de visiones mágicas—. No, Igraine, llorar no sirve de nada. Deja que le examine para ver si es grave.
—El médico del rey…
—… Es probablemente un anciano necio que sólo sabe preparar pócimas con estiércol de cabra —completó Viviana, tranquilamente—. Yo curaba heridas de este tipo cuando tú aún llevabas pañales, Igraine. Deja que vea al niño.
Sólo una vez, brevemente, cuando tenía tres años, había visto al hijo de Uther, y se parecía a cualquier otro pequeño rubio y de ojos azules. Ahora tenía una estatura desacostumbrada a su edad: piernas y brazos delgados, pero musculosos, muy arañados por espinas y abrojos, como los de cualquier chico inquieto. Al apartar las mantas vio los grandes cardenales.
—¿Escupió sangre?
—No, nada. La sangre que tenía en la boca era de un diente perdido, que de todas maneras estaba flojo.
Efectivamente, Viviana vio el labio magullado y un hueco en la dentadura. Más grave era la moradura de la sien, que le causó un momento de verdadero temor. ¿Terminarían así todos sus planes?
Deslizó los dedos por la cabeza de su sobrino; al tocar el cardenal vio que el niño hacía un gesto de dolor. Era la mejor señal: si hubiera hemorragia dentro del cráneo, a esas horas el niño estaría sumido en un sueño tan profundo que no habría sentido ningún dolor. Le dio un fuerte pellizco en el muslo y él gimió en sueños.
—¡Le estás haciendo daño! —protestó Igraine.
—No —corrigió su hermana—. Estoy tratando de averiguar si va a sobrevivir. Y vivirá, créeme. —Le dio una suave palmada en la mejilla; en aquel momento el niño abrió los ojos—. Traedme la vela.
La movió lentamente ante el niño, que la siguió con los ojos; luego volvió a cerrarlos, con un gemido de dolor.
Viviana se levantó.
—Cuida de que esté quieto. Durante un día o dos que no coma nada sólido, sólo agua o sopa. Y no remojes su pan en vino: sólo en caldo o leche. En tres días estará corriendo por toda la casa.
—¿Cómo lo sabéis? —interpeló el cura.
—Porque tengo experiencia en el arte de curar. ¿Cómo, si no?
—¿No sois una hechicera de la isla de las Brujas?
Viviana rió delicadamente.
—En absoluto, padre. Soy una mujer que, como vos, ha dedicado su vida al estudio de las cosas sagradas. Y Dios ha querido darme cierta habilidad para curar.
También podía utilizar la jerga de los cristianos. Sabía muy bien, aunque ellos lo ignoraran, que el Dios al que ambos adoraban era más grande y con menos prejuicios que un sacerdote cualquiera.
—Tengo que hablar contigo, Igraine. Acompáñame.
—Quiero estar aquí cuando vuelva a despertar. Me necesita…
—Tonterías. Llama a su aya. He de hablarte de algo importante.
Igraine la fulminó con la mirada.
—Que Isolda se siente junto a él —ordenó a una de las mujeres, antes de seguir a Viviana al pasillo.
—¿Cómo ha ocurrido esto, Igraine?
—No estoy segura…, dicen que montó el potro de su padre… Estoy confundida. Sólo sé que lo trajeron como si estuviera muerto.
—Y sólo por suerte no lo estaba —apuntó la sacerdotisa, sin rodeos—. ¿Así cuida Uther la vida de su único hijo?
—No me regañes, Viviana… he tratado de darle otros hijos. —La voz de Igraine temblaba—. Pero no puedo. Creo que es un castigo por mi adulterio.
—¿Estás loca? —estalló su hermana. Pero se contuvo. No era justo sermonearla cuando estaba afligida por su hijo enfermo—. He venido porque vi que el niño o tú estabais en peligro. Pero de eso hablaremos después. Llama a tus mujeres, cámbiate de ropa… ¿desde cuándo no comes?
—No sé. Creo que anoche comí un poco de pan y vino.
—Bueno, llama a tus mujeres y come algo —ordenó Viviana, impaciente—. Todavía traigo el polvo del viaje. Deja que vaya a lavarme y a vestirme decorosamente. Después hablaremos.
En su habitación habían encendido el fuego. Delante del hogar, sentada en un escabel, vio a una mujer pequeña, vestida con un atuendo tan oscuro y sencillo que Viviana la tomó por una de las criadas. Luego notó que la tela era finísima y el tocado, hilo bordado; entonces reconoció a la hija de Igraine.
—Morgana —dijo, besándola. La niña ya era casi tan alta como ella—. Te recordaba como una niña, pero eres casi una mujer.
—Me enteré de que habías venido, tía, y quise darte la bienvenida, pero me dijeron que habías acudido de inmediato al lecho de mi hermano. ¿Cómo está, señora?
—Lleno de golpes y magulladuras, pero se repondrá sin más tratamiento que el reposo —aseguró Viviana—. De tu madre no he logrado más que sollozos y gimoteos. ¿Podrías tú decirme cómo sucedió? ¿No hay nadie aquí que pueda cuidar debidamente de una criatura?
Morgana se retorció los dedos.
—No sé muy bien lo que pasó. Mi hermano es un niño valiente y siempre quiere montar caballos demasiado rápidos y fuertes para él, pero Uther ha dado órdenes de que sólo salga acompañado por un mozo de cuadra. Ese día, como su poni estaba cojo, pidió otro caballo. Lo que no se sabe es cómo llegó a montar el potro de Uther, al que le está prohibido acercarse. Aun así, dicen que Gwydion se mantuvo en la montura como una oveja en el zarzal, hasta que alguien soltó una yegua en celo. Tampoco hemos podido descubrir quién dejó libre a la yegua. Por supuesto, el potro fue tras ella y tiró a mi hermano en un abrir y cerrar de ojos. —La carita morena y deslucida se estremeció—. ¿De verdad va a sobrevivir?
—De verdad.
—¿Alguien ha mandado aviso a Uther? Mi madre y el cura dijeron que de nada serviría su presencia junto al enfermo.
—Supongo que Igraine se ocupará de eso.
—Supongo.
Viviana sorprendió una sonrisa cínica en la cara de la niña. Obviamente, Morgana no le tenía ningún cariño a Uther, y no pensaba mejor de su enamorada madre. Sin embargo, era lo bastante responsable para recordar que era preciso dar al rey noticias de su hijo. No era una joven cualquiera.
—¿Qué edad tienes, Morgana? Los años pasan tan deprisa que ya no lo recuerdo.
—A comienzos del verano cumpliré once.
«Suficiente para iniciar el aprendizaje de sacerdotisa», pensó Viviana. Entonces cayó en la cuenta de que aún llevaba puesta la ropa de viaje.
—Morgana, ¿puedes ordenar a las criadas que me traigan un poco de agua para lavarme y que me ayuden a ponerme presentable?
—El agua ya está aquí, en el caldero del hogar —dijo Morgana. Luego añadió tímidamente—: Y para mí será un honor atenderte personalmente, señora.
—Como gustes.
Viviana dejó que su sobrina la ayudara a lavarse y escogió un vestido verde. Morgana tocó el paño con dedos admirados.
—Qué hermoso tinte. Nuestras mujeres no saben conseguir un verde tan bonito. Dime, ¿qué usáis para lograrlo?
—Sólo glasto, hierba pastel.
—Pero con esa planta sólo se hacen tintes azules.
—Ésta se prepara de otro modo. Más tarde hablaremos de tintes, si te interesan las hierbas —prometió Viviana—. Ahora tenemos otros asuntos que tratar. Dime: ¿tu hermano es dado a escapadas como ésta?.
—En realidad, no. Es fuerte y robusto, pero muy dócil —dijo Morgana—. Dice que, como futuro guerrero, su primera obligación es respetar las órdenes. Por eso no me explico que haya montado a Trueno. Pero aun así, no se habría herido si no…
Viviana asintió con la cabeza.
—Me gustaría saber quién soltó a esa yegua y por qué.
La niña dilató los ojos al comprender lo que aquello implicaba. Su tía, que la observaba, dijo:
—Piensa: ¿ha tenido otros roces con la muerte?
Morgana vaciló.
—Tuvo la fiebre estival… pero ese año la tuvieron todos los niños. Uther dijo que no tenía que jugar con los niños de los pastores; murieron cuatro de ellos. Pero una vez fue envenenado.