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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

Las nieblas de Avalón (75 page)

BOOK: Las nieblas de Avalón
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Pero cuando bajó al aire fresco dejó de sentir que el mundo podría fundirse en cualquier momento con el mundo de las hadas. Le dolía la cabeza como si se la hubieran partido de golpe. Pasó todo el día cautiva del extraño hechizo de la ensoñación. Si al menos pudiera recordar… Había arrojado a
Escalibur
al lago, para que la reina del pueblo de las hadas no la cogiera… No, no era eso… Y su mente intentaba otra vez desenredar el hilo extraño y obsesivo de su sueño.

Pasado el mediodía oyó que los cuernos anunciaban la llegada de Arturo y la conmoción que invadía a Camelot. Corrió con las otras mujeres hacia los terraplenes, para ver al gruño real que se acercaba con los estandartes flameando. Ginebra temblaba a su lado; aunque era alta, sus manos pálidas y la fragilidad de sus hombros le daban el aspecto de una criatura débil y nerviosa, esperando ser castigada por alguna travesura imaginaria. Su mano trémula tocó la manga de Morgana.

—Hermana, ¿es preciso que mi señor lo sepa?. Ya está hecho y Meleagrant ha muerto. No hay motivos para que Arturo haga la guerra a nadie. ¿Por qué no dejarle creer que mi señor Lanzarote llegó a tiempo…, a tiempo para evitar…? —Su voz era sólo un trino débil, como de niña.

—A ti te corresponde decírselo o no, hermana —dijo Morgana.

—Pero…, si lo supiera por otro…

Suspiró. ¿Por qué no lo decía claramente?

—Si Arturo oye algo que lo atribule no será de mí. Pero no podría culparte por haber sido atrapada y sometida a golpes.

Y de pronto supo qué hacía temblar a Ginebra: en el fondo de su alma creía que era culpa suya, que merecía la muerte por haberse dejado violar en vez de matarse. «Se siente culpable por lo de Meleagrant para no tener que arrepentirse de lo que ha hecho con Lanzarote…»

Ginebra seguía temblando a su lado, pese a lo cálido del sol.

—Ojalá estuviera ya aquí; así podríamos entrar. Mira, hay halcones en el cielo. Los halcones me dan miedo; siempre temo que se lancen contra mí.

—Serías un bocado demasiado grande y duro, hermana —señaló Morgana, amablemente.

Los criados estaban abriendo las grandes puertas. Héctor, aunque todavía cojeaba notoriamente por la noche pasada a la intemperie, se adelantó junto a Cay, que ya se inclinaba ante Arturo.

—Bienvenido a casa, mi rey y señor.

Arturo desmontó para abrazarlo.

—Es una bienvenida demasiado formal, tunante. ¿Todo va bien?

—Ahora sí, mi señor —dijo Héctor—. Pero una vez más tenéis motivos para dar las gracias a vuestro capitán.

—Es cierto —dijo Ginebra, adelantándose de la mano de Lanzarote—. Mi rey y señor: Lanzarote me salvó de una trampa tendida por un traidor y de un destino que ninguna cristiana tendría que sufrir.

El rey los cogió de la mano a ambos.

—Como siempre, te estoy agradecido, mi querido amigo, al igual que mi esposa. Ven. Hablaremos de esto en privado.

Y caminando entre los dos, subió la escalinata del castillo.

—Me gustaría saber qué mentiras se apresurarán a verterle en los oídos, esa casta reina y su mejor caballero.

Morgana oyó las palabras, pronunciadas por alguien entre la multitud, en voz baja y muy clara. «Tal vez la paz no es una bendición completa —pensó—. Sin guerra no hay nada que hacer en la corte, salvo divulgar todos los rumores y hasta el más ínfimo escándalo.»

Pero si Lanzarote se alejaba el escándalo se acallaría. Y resolvió que, si podía hacer algo para lograr ese fin, lo haría de inmediato.

Aquella noche, durante la cena, Arturo ordenó a Morgana que llevara su arpa y les cantara.

—Hace mucho que no oigo tu música, hermana —dijo, acercándola para darle un beso, algo que no había hecho desde hacía mucho tiempo.

Se sentó en un taburete cerca del trono, con el arpa a sus pies. Arturo y Ginebra estaban juntos, cogidos de la mano. Lanzarote, tendido en el suelo junto a Morgana, contemplaba el arpa, pero de vez en cuando miraba a Ginebra con un anhelo tan terrible que la estremecía.

Y mientras sus manos se movían por las cuerdas, el mundo pareció nuevamente perderse en la distancia, muy pequeño y lejano, y al mismo tiempo inmenso y extraño. Las cosas perdían su forma; el arpa semejaba a la vez un juguete y algo monstruoso, capaz de aplastarla, y ella, sentada en un trono, espiando entre sombras vagabundas, observaba a un joven de pelo oscuro con una corona estrecha en torno de la frente. Mientras lo miraba, le recorrió el cuerpo el dolor agudo del deseo; lo miró a los ojos y fue corno si una mano la tocara en sus partes más íntimas, excitándole el apetito… Sus dedos vacilaron en las cuerdas, había soñado algo… Una cara borrosa, la sonrisa de un joven, no, no era Lanzarote sino otro… No, todo era sombras.

La voz clara de Ginebra se abrió paso:

—¡Atended a la señora Morgana! ¡Mi hermana se desmaya!

Sintió que los brazos de Lanzarote la sostenían y alzó 1 vista a sus ojos oscuros. Había sido un sueño. Se llevó la mano a la frente, confundida.

—Ha sido el humo, el humo del hogar.

—Bebed. —Lanzarote le acercó una copa a los labios.

¿Qué locura era ésa? Aunque apenas la tocaba, se sentía morir de deseo, algo que se había consumido en ella con el correr de los años.

«No me quiere, no quiere sino a la reina», pensó, contemplando el hogar apagado, con una guirnalda de laurel verde. Bebió un sorbo del vino que Lanzarote le ofrecía.

—Perdón… Todo el día me he encontrado algo mareada —dijo—. Que otro toque el arpa. Yo no puedo.

Lanzarote dijo:

—Con vuestro permiso, señores míos, cantaré yo. Ésta es una leyenda de Avalón que oí en mi infancia…

Y comenzó a entonar una antigua balada. Morgana escuchaba, aún perdida en su sueño. Le pareció que el moreno semblante de Lanzarote estaba abrumado por un terrible sufrimiento, y mientras cantaba sobre la mujer flor. Blodeuwedd, sus ojos se detuvieron durante un momento en la reina. Pero luego se volvió hacia Elaine, cortés, describiendo el cabello compuesto de bellos lirios dorados.

Morgana seguía quieta en su sitio, con la cabeza dolorida apoyada en una mano. Más tarde Gawaine trajo una flauta de su país y tocó un salvaje lamento, lleno de gritos de aves marinas. Lanzarote fue a sentarse junto a ella y le cogió la mano.

—¿Estáis ya mejor, prima?

—Oh, sí. No es la primera vez —dijo Morgana—. Es como si cayera en un sueño y viera todo a través de sombras.

—Mi madre me dijo cierta vez algo parecido. —Morgana pudo medir por eso la intensidad de su dolor y su cansancio; nunca hablaba de su madre ni de sus años en Avalón—. Creía que eso venía con la videncia, y yo mismo lo he sentido alguna vez… Ha de ser la sangre de hadas que llevarnos. —Suspiró, frotándose los ojos—. Solía pincharos con eso. cuando erais joven, ¿.recordáis? Os llamaba Morgana de las Hadas y os irritabais.

Asintió con la cabeza. A pesar del cansancio, de las arrugas, el toque gris en los rizos apretados, seguía siendo el hombre más hermoso y más amado que hubiera conocido.

Gawaine había cogido el arpa y estaba cantando una leyenda sajona sobre un monstruo que habitaba en un lago.

—Qué historia tan lúgubre —comentó Morgana por lo bajo.

Lanzarote sonrió.

—Casi todas las leyendas sajonas son así: guerra, sangre y héroes guerreros sin mucho en la cabeza. Supongo que son entretenidas para una velada larga junto al hogar. —Y añadió en voz casi inaudible—: Creo que no nací para quedarme sentado junto al hogar.

—¿Os gustaría salir nuevamente a combatir?

Lanzarote negó con la cabeza.

—No, pero estoy harto de la corte. —Sus ojos buscaron a Ginebra, que escuchaba a Gawaine con una sonrisa. El suspiro pareció brotar desde lo más hondo de su alma.

—Lanzarote —dijo en voz baja y urgente—, tenéis que alejaros de aquí para no acabar destruido.

—Destruido, sí, en cuerpo y alma —musitó él, con la vista clavada en el suelo.

—Es preciso, primo. Partid a alguna gesta como la de Gareth, a matar rufianes o dragones, lo que sea, pero alejaos.

Lanzarote tragó saliva.

—¿Y ella?

—Lo creáis o no, también soy amiga suya. ¿No creéis que también tiene un alma que salvar? Sería fácil culparla de todo, pero yo sé lo que es amar cuando no se puede… —Apartó la vista; un calor ardiente; no había querido decir tanto.

Cuando terminó la canción, Gawaine abandonó el arpa, diciendo:

—Después de una historia tan lúgubre necesitamos algo alegre. Una canción de amor, quizá. Eso corresponde al galante Lanzarote.

—He pasado demasiado tiempo en la corte, cantando tonadas de amor —dijo. Y se levantó para volverse hacia Arturo—.

Añora que estáis nuevamente aquí para ocuparos personalmente de todo, mi señor, os ruego que me encomendéis alguna gesta.

Arturo le sonrió.

—¿Tan pronto quieres partir? Si así lo deseas, no puedo retenerte, pero ¿adonde irías?

«Pelinor y su dragón.» Morgana, con la vista baja, formo las palabras en su mente con toda la fuerza que pudo imponerles, tratando de proyectarlas hacia la mente de Arturo. Lanzarote dijo:

—Tenía pensado ir tras un dragón.

Los ojos del rey centellearon, traviesos.

—Sería buena ocasión para poner fin al dragón de Pelinor Las leyendas crecen día a día, hasta tal punto que los hombres temen viajar a ese país. Ginebra dice que Elaine ha pedido autorización para visitar a su familia. Puedes acompañarla. Y te ordeno no regresar hasta que el dragón de Pelinor haya muerto.

—¡Ay de mí! —protestó Lanzarote, riendo—. ¿Me desterráis para siempre de vuestra corte? ¿Cómo podré matar a un dragón que es sólo un sueño?

Arturo rió entre dientes.

—Ojalá no tengas que vértelas con nada peor, amigo mío. Bueno, te encomiendo poner fin a ese monstruo, ¡aunque tengas que borrarlo de la faz de la tierra burlándote de él en una canción!

Elaine se levantó para hacer una reverencia al rey.

—Con vuestra venia, mi señor, ¿puedo pedir que la señora Morgana me acompañe también?

—Me gustaría ir con Elaine, hermano, si vuestra señora puede prescindir de mí —dijo ella—. Quisiera estudiar las hierbas y los remedios de esa región.

—Bien —dijo Arturo—, puedes ir, si lo deseas. Pero esto quedará muy solitario. —Dedicó a Lanzarote su rara y suave sonrisa—. Mi corte no es la misma cuando falta el mejor de mis caballeros. Pero no voy a reteneros contra vuestra voluntad, ni tampoco mi reina.

«Sobre eso no estoy tan segura», pensó Morgana, viendo que Ginebra se esforzaba por mantener la compostura. Arturo había estado ausente mucho tiempo y llegaba deseoso de reunirse con su esposa. ¿Le diría ella que amaba a otro o volvería a fingir mansamente en su cama?

Y por un momento extraño Morgana se vio a sí misma como si fuera la sombra de la reina. «De algún modo, su destino y el mío se han enlazado por completo.» Había dado a Arturo el hijo que tanto deseaba Ginebra, y Ginebra tenía el amor de Lanzarote, por el que Morgana hubiera dado el alma.

La reina la llamó por señas.

—Tienes mal semblante, hermana. ¿Continúas descompuesta?

Asintió con la cabeza, mientras pensaba: «No tengo que odiarla. Es tan víctima como yo.»

—Todavía estoy algo fatigada. Pronto iré a acostarme.

—Y mañana Elaine y tú nos robaréis a Lanzarote.

Las palabras fueron pronunciadas en tono de broma, pero Morgana pudo ver su fondo, allí donde Ginebra luchaba contra una ira y una desesperación como las suyas. Endureciendo el corazón contra ella, dijo:

—¿Lo retendríais en la corte, impidiéndole conquistar honores, hermana?

—Ni ella ni yo —intervino Arturo, ciñendo con un brazo la cintura de la reina—. Buenas noches, hermana.

Morgana los vio alejarse. Al cabo de un momento Lanzarote le apoyó una mano en el hombro, sin decir nada. En aquel momento supo que, con sólo hacer un gesto, esa noche Lanzarote sería suyo. En la desesperación de ver que su amada se reunía con su esposo, posiblemente se volcaría en Morgana.

«Y siendo tan honorable, no se negaría después a desposarme… No. Elaine podría aceptarlo en esos términos, pero yo no. Él acabaría por odiarme.»

Con suavidad, retiró la mano apoyada en su hombro.

—Estoy fatigada, primo. Yo también voy a acostarme. Buenas noches, querido. —Y añadió, sabiendo que sonaba irónico—: Que duermas bien.

No dormiría. Mejor para sus planes.

Pero también ella pasó la mayor parte de la noche sin dormir, lamentando amargamente su facultad de anticipar los hechos. El orgullo, pensó tristemente, era un frío compañero de lecho.

6

E
n Avalón se elevaba el Tozal, coronado por el círculo de piedras y en la noche de luna nueva la procesión ascendía con antorchas, serpenteando. La precedía una mujer de pelo claro trenzado sobre la frente; vestía de blanco y de su cinturón pendía una hoz. Parecía buscar a Morgana, que estaba entre las sombras, fuera del círculo. Sus ojos inquirían: «¿Dónde estás, tú, que tendrías que estar en mi lugar? ¿Por qué tardas? Tu puesto está aquí. El reino de Arturo se escurre entre las manos de la Dama y tú lo dejas ir. Él ya confía para todo en los curas. Y tú no haces nada. Aún tiene la espada de la Regalía Sagrada. ¿Serás tú quien le obligue a respetarla o quien se la quite para destronarlo? Recuerda que Arturo tiene un hijo. Y ese hijo ha de alcanzar la madurez en Avalón, para que pueda legar a su hijo el reino de la Diosa.»

Y entonces pareció que Avalón se esfumaba. Vio a Arturo en un combate, desesperado, con
Escalibur
en la mano. Y lo vio caer, atravesado por otro acero, y arrojaba la espada mágica al lago, para que no cayera en manos de su hijo…

¿Dónde está Morgana, a quien la Dama preparó para este día? ¿Dónde está la que ahora tendría que representar a la Diosa? ¿Dónde está el Gran Cuervo?

Y súbitamente me pareció que una bandada de cuervos giraba en lo alto, precipitándose para picarme los ojos, gritando con la voz de la propia Cuervo: «¡Morgana! Morgana, ¿por qué nos has abandonado, por qué me traicionaste?»

—¡No puedo! —exclamé—. No conozco el camino.

Pero la cara de Cuervo se convirtió en el rostro acusador de Viviana; luego, en la sombra de la Parca…

Y Morgana despertó, consciente de encontrarse en la casa de Pelinor, en una habitación soleada. Los muros estaban encalados y pintados a la manera romana. Pero más allá de las ventanas, en la distancia, se oía el graznido de un cuervo. Se estremeció.

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