—Mejor voy yo primera. Si vamos juntas, te van a mirar raro.
—No me importa.
—Claro que te importa. Nos vemos mañana acá mismo. Desde hoy, seré tu virgen de los retretes.
No le dije que si seguía diciendo «alberca» y «retrete» y hablando en futuro perfecto se iban a reír de ella. ¿Qué le iba a decir? De a ratos parecía una nena; de a ratos, una actriz de esas películas viejas en las que las heroínas no caen en las trampas que los hombres y los lindos vestidos quieren tenderles.
Para las otras, Felisa a lo sumo estaba nada más que un poco trastornada. Pero la explicación del accidente que la mayoría había decidido aceptar no me convencía, no podía convencerme. ¿Y esa aristocracia de la mente, del corazón? Presentía que ella siempre había sido así, desde que era una nena en esa casa de azulejos verde cielo. Nunca le había hecho falta ir hacia ella misma. Aunque también fuera Celia y Roderick y «la Asquerosa» durante el poco tiempo que pasó con nosotras en el Santa Clara. La idea me dio vértigo. Que fuera posible. Que fuera posible vivir así.
Tampoco había sido fácil escuchar su biografía arrogante, ese sermón que cualquiera hubiera interpretado con justicia como un largo y soberano insulto. Pero para López había sido también un modo de reconocimiento, un ejercicio de humillación en el que su verdadera cara, la que le convenía, la que se dejaría puesta por el resto de su vida, había aparecido por primera vez con alguna claridad para ella misma. En eso, como en tantas cosas, pronto descubriría que Felisa tenía razón. Hay nombres que conviene guardar para cuando todo lo demás se acabe. Si esperás lo suficiente, todo lo demás desaparece y el verdadero nombre, el que te conviene, te alcanza.
Si después de la clase de inglés, los chismes y exageraciones sobre «la chica nueva» no continuaron por mucho tiempo, fue porque en el colegio ocurrieron dos incidentes todavía más espectaculares que la llegada de Felisa: la fuga de la hermana Silvia y la aparición del exhibicionista.
Las dos cosas pasaron casi al mismo tiempo.
Un día, a las seis de la mañana, Gioconda, la portera del colegio, bajó los escalones de piedra para abrir el portón de rejas que daba a la calle casi una hora antes de lo acostumbrado. El proceso no era nada fácil para ella, una vieja gorda, sin sutilezas ni sonrisas enigmáticas, que apenas podía manipular su propio cuerpo. Con los años, la grasa se le había ido asentando en los muslos y en la cadera; cuando ya no había tenido adónde ir, había trepado descaradamente por su espalda hasta formar lo que parecía un segundo par de nalgas que ni el delantal gris lograba disimular. Nadie sabía por qué Gioconda no se jubilaba. Además de ser la distribuidora de todos los chismes de la zona, su única función era la de abrir y cerrar las puertas del colegio y conducir a los visitantes por los corredores hasta el despacho de la madre superiora; un rol que perfectamente podría haber desempeñado cualquiera de las monjas. Algunas decían que Gioconda era la última huérfana del Santa Clara y que no se jubilaba porque no tenía a donde ir.
Esa mañana, como le contó después a todo el que quisiera oírla, Gioconda se había levantado más temprano porque estaba nerviosa. Era Semana Santa y la madre superiora le había dado un trabajo nuevo: cubrir las imágenes de la capilla con sábanas negras. Las flores y las estatuas de la capilla siempre habían estado a cargo de la hermana Inés, que no dejaba que nadie interfiriera con su combinación secreta de colores y pétalos, directamente conectada con su jerarquía privada de santos y virgencitas. Siempre recibía felicitaciones de los curas encargados de oficiar la misa y no faltaban las monjas que le envidiaran su talento cromático. Pero Inés había muerto el verano anterior —la habían encontrado tirada en el jardín, detrás de una mata de coronas de novia, con las manos envueltas en un rosario negro—, sin transmitir a ninguna el secreto de su arte. Previendo la ola de celos y rencillas que desataría el lugar vacante, la madre Imelda había demorado el momento de designar a su sucesora y había preferido confiar la tarea a Gioconda «mientras su corazón se pronunciaba». También cabe la posibilidad de que la madre superiora pensara que el arreglo de las flores y las estatuas no era en realidad tan importante, que cualquiera con un poco de criterio podía hacer un buen trabajo. Dárselo a la portera era también una lección para las hermanas. «El hierro se aguza con más hierro», habría dicho la madre Imelda.
A Gioconda no le gustaba la tarea. Para ella, lo mismo daba un gladiolo que dos claveles o tres rosas; además no le gustaba tener que agacharse a picar la tierra del jardín o negociar con el tipo del vivero. No veía la hora de que el corazón de la madre Imelda al fin se pronunciara. A pesar de haber estado pendiente de los encargos durante todo el mes, el día anterior había estado tan ocupada con el cuidado del jardín, que se había ido a dormir sin darse cuenta de que las imágenes de la capilla debían amanecer cubiertas. Contó que había dormido mal, agitada, como si su cuerpo supiera que estaba en falta. Se despertó al amanecer y quiso Dios que antes de hacer nada más, sus ojos se fijaran en el almanaque de la cocina. Marcaba el día de San Venancio de Tomhom. Gioconda recordaba muy bien al mártir de Oceanía (de chica, la hermana Herminia le había hecho aprender de memoria el santoral), un jesuita que había sido «cruelmente precipitado al mar por algunos apóstatas y nativos seguidores del paganismo como señal de su odio a la fe cristiana». Tanta mala suerte tuvo San Venancio que se estrelló contra las rocas de un acantilado un 28 de marzo, fecha desde todo punto de vista poco afortunada, porque tendía a coincidir con las preparaciones de la Semana Santa, «tiempo en el que el culto a los santos debe eclipsarse ante la obra magna de la Redención». Nadie se acordaba nunca de las vírgenes y mártires de la última semana de marzo, cuando los altares se desnudan y las campanas callan para significar la tristeza de la Iglesia ante la muerte de su divino Esposo. Gioconda, en cambio, se los sabía de memoria, porque siempre aparecían en alguna pregunta del examen de la hermana Herminia. Tan bien los había aprendido que había olvidado cuestiones más importantes, como qué cuentas hay que hacer para saber cuándo empieza la Cuaresma o qué es el Viernes de los Dolores. Ese día, san Venancio de Tomhom probó que no olvidaba a sus devotos, porque no sólo la despertó una hora antes, sino que le recordó que debía ir a la capilla antes de que a las monjas se les ocurriera improvisar una novena o simplemente controlar que todo estuviera en orden.
Gioconda se vistió y desayunó con tranquilidad, ceremonia que no estaba dispuesta a acelerar ni por todas las redenciones del mundo. Llovía. Como había llovido todo el mes pasado y seguiría lloviendo el siguiente, de acuerdo con el pronóstico. Todos los días tenía que recoger ramas, atar tallos quebrados y controlar la invasión de los caracoles en el jardín. Hasta había tenido que colocar mallas de alambre sobre algunas plantas para que las flores no perdieran todos sus pétalos por la violencia de la lluvia.
Decidió abrir primero las puertas del colegio para ocuparse de las estatuas sin estar pendiente de los padres que llegaban temprano para deshacerse de sus hijas camino a la oficina. Se puso el impermeable y salió, armada con un paraguas y el llavero que abría todas las puertas de la escuela. Al bajar las escaleras de piedra, vio un auto azul estacionado en la esquina. Algún padre desesperado, pensó. Los había tan descarados que se pegaban al timbre hasta que ella tenía que salir a recoger a la niña como si fuera un paquete urgente. Había una en particular, Vanesa Presta, que siempre llegaba antes, con las trenzas a medio hacer y el uniforme bastante desarreglado. Padres divorciados, adivinaba Gioconda, que se consideraba buena para las inducciones.
Pero no había nadie al volante del coche. Tampoco se veía a nadie en la vereda. Gioconda puso la llave en la cerradura tratando de recordar dónde guardaba la hermana Inés los lienzos de Semana Santa, cuando una mano se aferró a las rejas.
La chica era flaca y tenía la cara llena de pecas. No era del grupo de las que siempre llegaban antes de hora y por eso Gioconda no recordaba su nombre. Tampoco era su obligación recordar el nombre de todas las alumnas. Si sabía el de Vanesa Presta era porque su padre había sido el arquitecto encargado de diseñar las ampliaciones del gimnasio el verano pasado, un hombre que movía mucho las manos al hablar y recorría la obra con una botella de agua mineral en la mano, siempre apurado y mirando a todos, las monjas incluidas, como si le estorbaran.
La chica de las pecas —que iba a primer año, se llamaba Marina y ya era de por sí muy blanca— estaba pálida y empapada, había corrido tres cuadras sin parar; en la carrera había perdido el paraguas, dos biromes, algunas monedas y una libreta que ni se había preocupado en detenerse a recuperar. Ese día, todo había empezado mal. Su padre estaba con gripe y su madre no sabía manejar, así que había tenido que tomar el colectivo. Como llovía, había salido con anticipación, preocupada por llegar tarde; era la segunda o tercera vez que iba sola al colegio y no estaba segura de la parada en la que tenía que bajarse. En su casa habían cortado la electricidad y se había tenido que vestir a oscuras. Recién a la luz de ese amanecer en el que se podía jurar que era la luna la que salía por el horizonte, había descubierto que se había puesto dos medias de pares diferentes, cualquiera podía darse cuenta de que una era de un azul más oscuro que la otra. Iría pensando en todo esto, o en los ejercicios de matemáticas que había olvidado resolver, iría eligiendo los charcos menos profundos, la vista fija en las baldosas, pisando con cuidado de no mojarse demasiado o de no resbalar, cuando sus ojos se posaron en un par de zapatos de cuero negro con una hebilla plateada al costado, un par de zapatos que no estaban empapados, apenas se habían salpicado con barro y algunas gotas de lluvia en la punta. Al levantar los ojos sólo vio dos cosas más: un impermeable gris que se abría despacio, como sin querer, y un montón de pelos negros con una verga, aparentemente flácida, asomándose por el borde de la tela.
Hasta entonces, los únicos genitales masculinos que Marina había visto en su vida eran los de las estatuas. Quizás pensó en eso mientras corría, decepcionada; en cómo eso era en realidad un pedazo de carne roja y arrugada que en nada se parecía al apéndice prolijo de los cupidos. «Algo que cuelga», dijo. Por ahí ésa era la intención del exhibicionista. No hay que descartar que hubiera algo de altruismo en su parafilia que, además de comportarse como un niño de tres años maravillado con su instrumento, tuviera la secreta intención de alertar a las chicas católicas sobre la verdad detrás de la ignorancia y la farsa que actúan de Gran Misterio. Sin duda, estaba completando nuestra educación sexual con un capítulo muy esperado. «¡Liberaos! Esto es todo lo que hay», debería haber dicho con los brazos al costado del cuerpo sosteniendo el impermeable, una pose que por alguna razón es la favorita de muchos santos; en todo caso, se repite en muchas estatuas del Sagrado Corazón o de san Diego de Guadalupe, hombres inmortalizados con los brazos en esa posición, que por más que signifique la bienvenida al buen camino o el hecho de que nada tienen que esconder bajo la túnica, si una se topa con la estatua desde atrás, nada la diferencia de la pose del exhibicionista. «No descubrirás la desnudez de tu padre ni de tu madre. No descubrirás la desnudez de la esposa de tu padre, pues es la misma desnudez de tu padre.» La Biblia está llena de pasajes que prohíben la visión de la desnudez ajena, sobre todo la del padre, pero nada dice de exponer el cuerpo propio. Al contrario, está llena de profetas que se lanzan desnudos al desierto, al mar, a la muchedumbre o a los brazos de sus amigos como señal de que los habita la Magnífica Palabra. No está claro que en todos estos casos la desnudez signifique inocencia reencontrada. ¿Habría algo de esta sabiduría o al menos de esta ambigüedad en el exhibicionista del Santa Clara? El hecho de que el tipo se animara a exponer su miembro en estado vegetativo era de por sí bastante ponderable. Porque en el fondo, para cualquier chica es una suerte que su primer encuentro con el miembro viril suceda con la cosa en reposo. Desaparecen la mayoría de las advertencias, de las hipérboles y de las metáforas y lo único que queda es (lamentable imagen, hay que reconocerlo, pero es la que Marina usó en su relato) «algo que cuelga», un pedazo de carne más parecido a un sobrante o a una malformación que a lo único que, según el farsante de Viena, quieren todas las mujeres.
También cabía la posibilidad de que el exhibicionista hubiera leído demasiados libros o que los hubiera tomado demasiado en serio. ¿Qué sería de ciertos escritores sin la niña inocente a la que asedian con su erección de palabritas? Ni hablar de las fantasías lésbicas con las que manosean la sombra de sus muchachas. ¿Tendría él también los bolsillos llenos de chocolatines? Igual que la chica a la que todas llamaban López, el tipo bordeaba la estupidez, la genialidad o la patología.
Así lo pensé entonces, aunque tal vez no con tanta claridad. Es que no podía más que reconocerlo: bien podía ser que el tipo del impermeable tuviera, incluso sin quererlo, todas las respuestas, que fuera mi propia imagen invertida. ¿Acaso no había ido yo en busca del Perfecto Desconocido? El mismo asco social, el mismo juego del miedo sobre el que no había querido cavilar aparecía ahora a unas pocas cuadras del colegio. Y de una manera que no hubiera sabido explicar, me sentía responsable. Como si López, con su propia depravación, hubiera atraído a ese ser aparentemente monstruoso que pronto sería el centro de todas las historias y preocupaciones del Santa Clara.
Gioconda entendió enseguida lo que había pasado. Con tantos años en el colegio, estaba entrenada para identificar viejos verdes y sospechosos solitarios en las esquinas. Hasta juraba que podía distinguir en la mirada de ciertos hombres la chispa que distinguía al violador del simple cobarde que no hacía más que mirar a las mujeres, sin esperanzas ni recursos para el daño.
Durante los años cincuenta, la policía había patrullado la zona durante meses en busca del Hombre del Perramus, un tipo alto, vestido con esa prenda en color azul y especializado en convencer a las niñas a la salida de la escuela de que las llevaría a un lugar maravilloso. Las que lo seguían acababan mal. Dos de ellas jamás volvieron a emitir palabra; crecieron y envejecieron en un estado de completa beatitud o de idiotez. Una tercera se arrojó a las vías del tren unos días después de que la encontraran vestida con las mejores ropas del momento deambulando por una plaza. Lo único que alcanzó a decir era que el hombre tenía un ángel a su lado, que era muy bueno y le había comprado muchos regalos y que, después de haber visitado su castillo, no podía vivir en ninguna otra parte. Nadie entendió lo que significaba. Dijeron que el Hombre del Perramus venía de la capital, que se tomaba el tren hacia los suburbios, donde le era más fácil encontrar víctimas. La policía jamás logró aprehenderlo, pero con el aumento de la vigilancia, fue desapareciendo. Con los años, se volvió una leyenda del barrio y algunos empezaron a reivindicarlo, a decir que era un pobre tipo que había perdido a su hija en un accidente y sólo buscaba reemplazarla. Otros sostenían que el hombre simplemente se negaba a envejecer y que por eso necesitaba que su casa estuviera siempre llena de niñas. Después hubo otros acosadores. Pero menos persistentes. Se limitaban a una o dos apariciones y cambiaban de barrio. Últimamente era más difícil identificarlos, decía Gioconda, porque la mayoría andaba en coche. Así les era mucho más fácil escapar o variar cada tanto el radio de sus perversiones.