Las siete puertas del infierno (5 page)

BOOK: Las siete puertas del infierno
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Durante el corto trayecto en barca desde su nave al desembarcadero, Montferrat no dejó de juguetear con un magnífico collar de oro, adornado con una cruz de piedras preciosas. «Incluso los goznes del Vaticano necesitan aceite para abrirse», explicó a Casiopea.

Pero a los dioses les importaban bien poco las riquezas terrenales. Porque si hubiesen favorecido a los ricos, hubiera bastado pagar para arrancar al diablo las almas que le habían sido confiadas, y los infiernos estarían vacíos. No, si los dioses tenían sed de algo, era de un tipo de divisa muy distinta, que Casiopea aún no había conseguido identificar.

El oro era bueno para los hombres.

Y el Papa, sin duda, podía considerarse uno de ellos. Porque al Jefe de la Iglesia, nuestro Hermano en Cristo, el Obispo de Roma, el Sucesor de Pedro, el Vicario de Cristo, el Santísimo Padre, Su Santidad, el Soberano Pontífice y el Siervo de los Siervos de Dios, como le gustaba hacerse llamar, apreciaba tanto el dinero como los títulos y las mayúsculas.

Al modo de Caronte, el piloto de los infiernos que permitía a las almas de los muertos franquear la laguna Estigia a cambio de un óbolo, los papas autorizaban a los hombres y las mujeres que se pudrían en sus calabozos salir de ellos a cambio de una limosna. Y en este fin del siglo XII, esos brillantes cerebros habían realizado incluso un nuevo esfuerzo de imaginación y, no contentos con encerrar a los vivos, habían puesto a punto una nueva invención que permitía encerrar a los muertos, ya no entre cuatro tablas, sino en un lugar extraño, antecámara a la vez de los infiernos y del paraíso: el purgatorium.

Sin embargo, en la chalupa que les conducía al puerto, Casiopea se dijo que la Iglesia, al contrario que Carente, probablemente no se contentaría con un óbolo. Y se preguntó si el collar de Montferrat bastaría.

Tras bajar al muelle, pasaron ante la larga hilera de tabernas que ejercían de exergo de la ciudad leonina y que estaban adornadas con la siguiente inscripción: «Fortunatus vinum et cratera quod sitis bibe». O, dicho de otro modo: «Si tienes dinero, bebe; si no…».

—Un buen augurio de lo que nos espera —susurró Simón.

Paseó la mirada por las numerosas ventanas que se abrían a los muelles. Con sus grandes rombos de vidrio deslustrado, por donde salían vivos resplandores amarillos, parecían los ojos de una bestia feroz.

—Otras tantas trampas tendidas por el diablo en el camino del paraíso…

—Entonces no nos detengamos. ¡Adelante! —dijo Casiopea apretando el paso.

Después de subir por una avenida bordeada de estatuas de aire altivo revestidas con una capa de nieve, se acercaron al Vaticano propiamente dicho. Altas columnatas decoraban las fachadas de unos edificios tan grandes que no alcanzaban a ver sus remates.

Como minúsculas hormigas, avanzaron escuchando el eco de sus pasos bajo un peristilo que se extendía hasta perderse de vista, subieron varios tramos de escaleras y, finalmente, llamaron con el aldabón a una puerta de bronce tan gigantesca que parecía caída del paraíso.

Su celestial procedencia no le impidió, sin embargo, abrirse rechinando de un modo infernal, y luego se vieron obligados a declarar su identidad y a exponer, por primera vez, el objeto de su visita a dos guardias equipados con armaduras y cascos de hierro. Una vez autorizados a entrar, tuvieron que esperar pacientemente en una sala inmensa, bajo las miradas desdeñosas de numerosas estatuas de angelotes y de Adanes medio desnudos.

Montferrat no dejaba de juguetear nerviosamente con su magnífico collar de oro.

—Su Santidad no puede recibiros —les anunció finalmente uno de los camareros de Clemente III—. Os ruega que me comuniquéis el objeto de vuestra visita.

—Desearíamos solicitarle que indulte a uno de vuestros prisioneros.

—El Vaticano no es una prisión, no tenemos prisioneros aquí —replicó el otro en tono indignado.

Simón y Casiopea intercambiaron una mirada y, al ver que Simón mantenía la mano sobre el pomo de su espada, Montferrat se apresuró a sacar el collar de la limosnera.

—En realidad, esta era solo la segunda razón de nuestra visita. He aquí la primera —dijo mostrando el collar—. Confiábamos en que Su Santidad aceptaría esta modesta ofrenda en agradecimiento por todos los presentes espirituales con que nos colma nuestra Santa Madre Iglesia y para ayudarla a proseguir su combate contra las fuerzas del Mal…

—Es, en efecto, una excelente razón, que me parece en todo sentido digna de Cristo —susurró el camarero tendiendo la mano hacia la cruz de piedras preciosas.

Pero Montferrat la alejó de él.

—Nuestra segunda razón se llama Chefalitione —añadió—. Dejadle salir y esta cruz le reemplazará —dijo agitando la joya bajo los ojos del prelado.

—¿Cuál es su nombre, decís? Me parece haberlo oído ya…

—Tommaso Chefalitione. Un capitán veneciano, un mercader, un marino.

El rostro del camarero adoptó una expresión compungida.

—Sí, sí, ya veo… Por desgracia, el Señor le ha llamado a su lado —dijo alzando las palmas hacia el cielo.

Casiopea se acercó al viejo camarero.

—¿Realmente ha muerto? Entonces, ¿por qué no se informó a Josías de Tiro? Su Santidad le había prometido liberar al capitán Chefalitione si conseguía convencer a los reyes de que partieran en cruzada. Si la noticia de la muerte del capitán llegara a oídos del arzobispo de Tiro, estoy segura de que ya no podría realizar la tarea que le había sido confiada…

—Entonces encargaríamos esa misión a algún otro. No son servidores lo que le falta al Siervo de los Siervos de Dios.

—Pero ¿cuánto tiempo necesitaríais para encontrarle un sustituto dotado de tantas cualidades? Y en estos momentos cada día cuenta…

El camarero reflexionó un instante.

—Esperadme aquí —dijo finalmente.

Y se marchó, subiendo con pesadez la inmensa escalinata de mármol que conducía a los aposentos del obispo de Roma.

—Vas a ocasionarnos problemas —dijo Simón a Casiopea, mientras observaba con nerviosismo a los alabarderos que caminaban arriba y abajo a su alrededor.

—Calla. ¿No ves que ha mentido? Chefalitione está vivo.

—Entonces, ¿por qué nos ha dicho que está muerto?

—Negocia —le explicó Montferrat—. Es un mercader.

Dos oraciones más tarde, el camarero volvió. Se frotaba las manos con aire abrumado, como si se doblara bajo el peso de una carga demasiado pesada para sus hombros rollizos.

—Su Santidad me ha encargado que os informe de que Chefalitione no estaba realmente muerto en el sentido literal del término —explicó—, sino en el sentido espiritual.

—¿Es decir? —preguntó Montferrat.

—Ha sido excomulgado.

—¿Y no hay nada que pueda hacerse? —inquirió Casiopea.

—Existe una posibilidad, sí… Pero para resucitarlo, espiritualmente, se entiende, se necesitarán indulgencias. Decir misas. Celebrar numerosos oficios. Quemar muchos cirios y bastoncillos de incienso…

—Eso debe de ser caro.

—Exacto. Y nuestra Santa Madre Iglesia…

—Está sin blanca, tan numerosos son los pobres de los que debe ocuparse.

—Comprendéis rápido y bien. Es un auténtico placer hablar de religión con vos.

—¿Cuánto?

—Doscientos mil besantes de oro.

Se quedaron con la boca abierta. Ni todo el oro y los diamantes que Saladino había dado a Casiopea alcanzarían para pagar semejante suma. Simón casi se atragantó del susto.

—¡Es el rescate de un rey! —exclamó.

—El de la Vera Cruz, en realidad —precisó el camarero, persignándose rápidamente—. De hecho, me ha parecido comprender que ese capitán Chefalitione estaba en tratos con, ¿cómo decirlo?, ese otro personaje que pretendidamente encontró la Santa Cruz.

—¿Morgennes?

—El u otro, he olvidado su nombre.

Durante un breve instante Casiopea se planteó —como Simón— tomar la vía de las armas. Pero enseguida recuperó la calma. Un baño de sangre no solucionaría sus problemas.

—Volveremos a veros —dijo Montferrat, invitando a sus amigos a retirarse.

El camarero de Clemente III les dirigió una amplia sonrisa e indicó con un gesto a los alabarderos que les acompañaran fuera.

Cuando salieron, llovía a cántaros. Tuvieron que refugiarse bajo una estatua ecuestre que representaba a un caballo encabritado y a su jinete. Allí recuperaron el aliento, como si la atmósfera en Letrán fuera tan malsana que hubieran estado conteniendo la respiración.

—Creo que habrá que utilizar la fuerza —dijo Simón.

—No —se opuso Montferrat—. Ya se ha derramado demasiada sangre. Pagaré lo que piden.

Capítulo 7

Antes tendrás que ofrecer un sacrificio al rey de los infiernos.

Anónimo,

El libro de Eneas

Y así fue como, después de laudes, un Montferrat blanco como la harina propuso al camarero de Su Santidad entregar su tesoro de guerra a cambio de Chefalitione.

La escena se desarrolló a bordo de La Stella di Dio, concretamente en la cabina del capitán. En torno a una mesa, el prelado había debatido con Montferrat, en el transcurso de varias jarras de vino, tanto sobre guerra y religión como sobre el invierno o el poco interés que mostraban los reyes de Francia y de Inglaterra por partir en cruzada.

Finalmente, después de vaciar la última botella de vino, los dos negociadores llegaron a un acuerdo.

—Acepto —dijo un Montferrat anormalmente pálido, a pesar de la cantidad de vino engullido—. Solo os pido que comuniquéis a Su Santidad a qué uso estaba destinado este dinero.

—No temáis —replicó el camarero de Clemente III—. El Santísimo Padre me ha encargado que os tranquilice con respecto a este punto. ¡Gracias a este oro, financiaremos batallones de guerreros santos y reconquistaremos Jerusalén!

Desde luego, Montferrat no le creyó, pero se guardó bien de decirlo. El marqués acompañó a su visitante de vuelta a la bonita chalupa —adornada con un dosel decorado con finos bordados que representaban las armas del papado— que esperaba contra el flanco de La Stella di Dio, y exhaló el suspiro más triste que había lanzado nunca mientras le veía partir hacia el puerto de Ostia.

—¡Doscientos mil besantes de oro! Y decir que por esta fortuna solo salvamos a…

—A un hombre —dijo Casiopea acercándose a él.

—¿Qué hombre puede valer semejante suma?

Casiopea esbozó una sonrisa:

—Ahora la vale —replicó.

—Pues sin duda es el hombre más caro del mundo. Y pronto subirá a su barco…

—Y volverá a asumir el mando.

—Lo he perdido todo.

—No.

Casiopea le asió por los hombros y le besó en la mejilla.

—¡Estoy orgullosa de vos!

Montferrat meneó la cabeza, preguntándose si no acababa de cometer la mayor estupidez de su vida.

—Estoy arruinado.

—De ningún modo. ¿Por qué no consideráis más bien que ese oro no os pertenecía? De alguna manera puede decirse que ha vuelto al hombre que lo había recibido en primer lugar de manos de Balián II de Ibelín. Tal vez su destino fuera salvar a Chefalitione. Y no liberar Tierra Santa…

Casiopea apenas había terminado de hablar cuando una sacudida hizo estremecerse a La Stella di Dio. Montferrat se inclinó sobre la borda y vio cómo la línea de flotación de la nave iba subiendo a medida que la guardia papal iba extrayendo de ella sus tesoros. Cada vez que una caja pasaba de las bodegas de La Stella di Dio a una de las barcas del papado, la nave tenía como un hipo, como si fuera un enfermo que sufría de indigestión y devolvía el exceso de vituallas engullidas.

—Ya podéis ver —comentó Casiopea— lo bien que le sienta vuestro acuerdo a La Stella di Dio. ¿No os parece que se siente más feliz de verse así aligerada?

—Puede —murmuró Montferrat, que estaba cada vez más pálido.

—¿Quién sabe si no nos habrían abordado y hundido unos piratas si hubiéramos guardado el oro en el fondo de sus bodegas?

—Quizá tengáis razón.

—Y pensad que el Papa, al contrario, se hunde hacia los infiernos…

El marqués esbozó una media sonrisa, esforzándose en poner a mal tiempo buena cara, y luego se persignó rápidamente.

—Dios es testigo de que no hago esto contra Él, sino por Él —dijo.

—Dios es amor —replicó Casiopea—. Pensad en la alegría de Fenicia, la madre de Josías, cuando vuelva a encontrarse con su capitán.

—Lo que llega a hacerse por amor…

Cuando la última chalupa del papado hubo partido, protegida por una generosa escolta, una barquita abandonó el puerto de Ostia con dos remeros a bordo y algo vagamente humano entre ellos. Pero ¿era realmente una persona? Eso se preguntaban Montferrat y Casiopea mientras la barca emergía de la bruma. Finalmente, cuando se hubo acercado un poco, Casiopea pudo reconocer al hombre con quien se había cruzado brevemente en otro tiempo en el Krak de los Caballeros: el intrépido capitán Tommaso Chefalitione.

Parecía que el capitán hubiera envejecido toda una vida. El arrojado y fuerte marino había quedado reducido al estado de un muñeco, como esos juguetes hechos de trapos y paja que se dan a los niños para que dejen de berrear. «Debe de ser un efecto producido por la distancia y la niebla», se dijo Casiopea. Pero no. La barca seguía acercándose, y la sombra de hombre seguía siendo una sombra de hombre. Como una ramita revestida de un fantasmagórico follaje o una yema reseca por una helada tardía, el capitán era un esbozo, una aproximación de ser humano. Una barba enmarañada se perdía sobre su pecho estrecho, y sus ojos —dos minúsculas bolas negras— parecían perdidos en el infinito.

Cuando la pequeña barca topó finalmente contra el flanco de La Stella di Dio, fue necesaria la ayuda de los remeros y de dos hombres de la tripulación para subir a Chefalitione a bordo.

—Capitán, estáis en vuestra casa —dijo el marqués de Montferrat mostrándole los puentes del barco.

No hubo respuesta, solo el chirrido de los remos de la barca que regresaba a puerto.

—Os conduciré a vuestros cuarteles…

Mientras Montferrat cogía al capitán del brazo y lo conducía hacia la popa, Simón se acercó a Casiopea.

—¿Estás segura de que realmente es Chefalitione? —le preguntó—. Yo no le reconozco.

Hubo un instante de silencio.

—Dale tiempo —respondió finalmente Casiopea—. Hace meses que el sol no ha sido para él más que una palabra de la que se ha borrado incluso el recuerdo…

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