La expresión fue brusca, despótica y fuera de lugar.
—Padre, no hace falta hablar así…
—¡Yo hablo como me da la gana! —la interrumpió, airado—. A ver si me vas a venir tú a dar lecciones a mí.
Teresa no contestó. No era el momento ni el lugar para debatir esos temas.
—Esas dos mujeres han cuidado de Mario y se han expuesto ellas mismas a morir por acogerlo. Sería injusto echarlas a la calle como mamá pretende.
Los ojos de don Eusebio se clavaron en Teresa. Su piel destilaba un terrible resentimiento, rencor, un odio que parecía estar quemándole las entrañas.
—¿Injusto? ¿Me vas a decir tú a mí lo que es injusto? —Se incorporó un poco, como si quisiera dejar muy claro, incluso con su postura, la firmeza de lo que quería decir—. ¿Te parece poca injusticia lo que están haciendo conmigo, lo que han hecho con mi vida todos estos gañanes despreciables que se pasean despechugados por la calle como si Madrid fuera suyo? —hizo una pausa y volvió a recostarse, cabizbajo—. En un mes escaso han destruido todo lo que tenía; lo he perdido todo a mano de esos perros a los que salvo la vida a diario para devolverlos a una guerra que va contra mí —calló un instante—. No tienes ni idea de lo que son capaces estos malnacidos.
—Los malnacidos están en ambos lados, padre. Las noticias que llegan sobre cómo actúan los sublevados no son muy alentadoras, que digamos. También entre los tuyos se cometen barbaridades con hombres tan inocentes como lo puedas ser tú o Mario.
Su mirada fue tan despectiva, tan hiriente, que Teresa sintió como si le hubiera dado un bofetón sin llegar a mover un solo músculo. Bajó los ojos inquieta, no pretendía alterar a su padre con discusiones con las que nada ganaría.
—Yo no me guío por rumores, Teresa, todos los días veo con mis propios ojos lo que está pasando ahí fuera —se calló un instante, dejó los ojos vagando en el vacío y se removió inquieto en el sillón—. Hoy me han traído a una mujer con tres tiros en el cuerpo; tendría unos años más que tú; a pesar de las heridas y la pérdida de sangre, estaba consciente. No había anestesia ni calmante con lo que moderar un poco el dolor, y un miliciano la dio a beber un poco de güisqui —esbozó una amarga sonrisa, como si se le hubiera quebrado en la comisura de los labios—. Mientras le extraía las balas, me ha estado contado que se llamaba Adela, que era portera en una casa de la calle Rosales, que tenía un niño de siete años fruto de su candidez y del engaño de un hombre que la abandonó a su suerte en cuanto supo de su embarazo. Las heridas no eran graves, y con su juventud habría salido adelante —hizo una pausa y levantó los ojos para mirar a su hija fijamente—. Cuando estaba terminando de curarla, llegó un grupo de seis milicianos. Uno dijo: «Es ésta», y, sin más, como si las palabras de ese patán fueran la sentencia de un juez, la arrastraron hasta la calle como si fuera un perro y la acribillaron en la acera, dejándola allí, desnuda, como un pingajo humano —hizo una pausa, impertérrito, para continuar su terrible relato—. Pregunté qué había hecho para ejecutarla de esa manera. —Teresa vio cómo la nuez de su garganta subía y baja, como si le costase tragar saliva, o, tal vez, como si estuviera ahogando la turbación contenida—. Su delito había sido no denunciar a un matrimonio que vivía en el edificio en el que estaba de portera, gente, según ella misma me contó, que durante años la había tratado con respeto y cariño, y que le había proporcionado un lugar en el que vivir y sacar adelante a su hijo.
El silencio se hizo espeso. Teresa sentía un terrible calor en aquel lugar rodeado de estanterías repletas de libros de medicina y viejas novelas, de paredes enteladas que parecían envolverla aumentando aún más su bochorno.
—Siento mucho por lo que estás pasando, padre, pero no podemos dejar a esas mujeres en el desamparo.
—No sé quiénes son esas dos mujeres. No las conozco, ni quiero. Las cosas no están para meter extraños en casa. Hoy les das una hogaza de pan para que coman, les cedes tu cama para que duerman, y mañana te denuncian y te pegan un tiro como pago a tu generosidad. No, Teresa, no se quedarán aquí. Si es cierto que Mario está en Móstoles, iré a buscarlo y me lo traeré a casa. Y ahora, déjame tranquilo, necesito dormir.
Tenía la boca pastosa. Chascó la lengua y tragó saliva.
Teresa, decepcionada, no replicó. Observó a su padre cómo se abandonaba de nuevo al relajo del sueño. Tenía que hacer algo para convencerlo, no podía permitir que pusieran en peligro a la persona que cuidaba de Mario, o que echara a Mercedes y a su madre. En circunstancias normales don Eusebio ya lo habría hecho, sin embargo, por suerte, su fuerte carácter se encontraba a medio gas, la falta de sueño y el exceso de trabajo en unas condiciones extremas le habían hecho vulnerable y frágil. Mantenía su arrogancia y su prepotencia, en un afán de disimular su miedo, un miedo que Teresa había visto reflejado en sus ojos, que lo dejaba en un estado de pusilánime dejadez. Durante el último mes se había avejentado tanto que parecía un anciano decrépito. Su piel se había tornado pálida, apergaminada; sus ojos estaban hinchados y una sombra cárdena los orlaba desde hacía días. A todo aquello había que añadir su descuidado aspecto personal y su olvidada higiene.
Se levantó despacio, decidida a hacer lo que tenía pensado desde el momento en que conoció la situación de Mario. Iría a ver a Arturo; su presencia en Móstoles no levantaría sospecha alguna. Estaba convencida de que Mario era el único que podría convencer a su padre de lo grave de la situación. Podría escribirle una nota obligando a sus padres a no moverse y a aceptar la presencia de Mercedes y su madre en la casa. Estaba segura de que Mario lo haría.
Entró al salón y con toda la resolución de que fue capaz se fue hacia el teléfono. Su madre levantó los ojos de la costura.
—¿Qué haces?
—Tengo que hacer una llamada.
—¿A quién?
—A una persona, madre —contestó irritada.
Marcó el número y esperó el tono. Miró un instante a su madre y le dio la espalda. Cuando al otro lado del auricular contestó la voz dulce de doña Matilde, Teresa bajó la voz todo lo que pudo para preguntar por Arturo.
Doña Brígida, con el oído atento a las palabras de Teresa, escuchó el nombre y se irguió, dejando sobre sus rodillas la costura.
—¿Cómo te atreves a llamar a ese comunista desde mi casa? Te ordeno que cuelgues inmediatamente.
Ella no hizo caso, y se mantuvo de espaldas.
—¿Me has oído, Teresa? Cuelga el teléfono.
Teresa, a la espera de que doña Matilde avisara a Arturo, se volvió con gesto airado, y tapando con la mano el auricular, la espetó:
—Madre, ¿te puedes callar? Estoy hablando con un amigo de Mario que nos puede ayudar.
—Yo no quiero ayuda de esa gente.
Teresa se giró cuando oyó la voz de Arturo al otro lado. Habló sin hacer caso al discurso impertinente que su madre echaba por la boca, y justo cuando terminó la corta conversación, el dedo de doña Brígida presionó la presilla para colgar. Teresa no se inmutó, porque le había dado el tiempo justo para quedar y despedirse de él. Sin llegar a mirar a su madre, dejó el auricular en su sitio y salió del salón.
—¿Se puede saber adónde vas? —doña Brígida salió detrás de su hija—. No voy a permitir que vayas a ver a ese…
Teresa se volvió hacia ella.
—Madre, te guste o no voy a ver a Arturo Erralde. Él nos puede ser de gran ayuda en este asunto de Mario.
—Veremos lo que le parece a tu padre.
La altivez mostrada por doña Brígida se vio interrumpida por la seguridad de su hija.
—Acaba de quedarse dormido. Yo que tú no le molestaría. Además, le he pedido permiso y me lo ha dado.
No era del todo cierto, pero sabía que su madre no se atrevería a entrar a molestar a su marido.
Teresa entró con cuidado en su alcoba para coger su bolso. Mercedes dormía con placidez, aunque su frente fruncida reflejaba la tensión. Comprobó que llevaba en el bolso la cédula y el carnet sindical, el pañuelo, algunas monedas para el tranvía y el pintalabios. Seguía vistiendo trajes viejos y poco llamativos, pero se había vuelto a calzar zapatos, a pintar los labios, a poner pendientes y a echarse en el cuello unas gotitas de colonia de azahar; había comprobado que también lo hacían las milicianas, aunque fueran con el mono o con pantalones de hombre.
Salió de su cuarto. Oyó a su madre hablar con Charito en el salón. Casi de puntillas, llegó hasta la puerta de la cocina y la abrió con cuidado. Joaquina pelaba unas patatas, mientras que la señora Nicolasa fregaba los cacharros en la pila.
—Voy a salir. No tardaré. Joaquina, no permitas que las dejen en la calle.
Joaquina la miró con sorpresa.
—¿Cómo iba yo a impedirlo? Si no me echan a mí es porque su señora madre tendría que hacer esto, si no ya veríamos a ver dónde estaba yo…
—Te quiero decir que si ocurre algo que no se vayan del portal. Que me esperen. ¿De acuerdo?
La señora Nicolasa la miró condescendiente.
—Si tu padre decide que nos tenemos que ir, regresaremos a Móstoles, y que sea lo que Dios quiera, no voy a ir por ahí dando tumbos en el estado que está mi hija.
—Espere a que yo regrese, ¿me oye? Pase lo que pase, espere mi vuelta, se lo ruego.
No contestó. Siguió aclarando la loza que se acumulaba en el fregadero de piedra.
En la calle, el sol resultaba aplastante y pesado como una losa ardiente. Tan sólo le pidieron una vez la documentación al bajar del tranvía. Llegó a la pensión. Estaba nerviosa; desde que sabía que Mario estaba vivo y a salvo, su preocupación estaba en que su padre tuviera el valor de echar a la calle a Mercedes y a su madre.
Arturo le abrió la puerta. Se miraron un instante en silencio. Arturo, viendo la expresión de Teresa, intuyó que no eran malas noticias.
—¿Qué ocurre? —inquirió impaciente.
Ella se acercó hasta su mejilla como si fuera a besarle.
—Mario está vivo —susurró sonriente, separando su cara para mirarle a los ojos.
—Pero ¿qué dices? ¿Es verdad eso? ¿Dónde está?
—Sss… —le puso la mano sobre los labios—. Tengo que hablar contigo a solas.
Recorrieron el pasillo agarrados de la mano. Pasaron por delante de la puerta del salón casi de puntillas. Varios de los clientes se hallaban alrededor del aparador en el que se alzaba, majestuosa, la radio capilla, y escuchaban con atención cómo una voz enlatada iba enumerando las últimas derrotas de los sublevados y ensalzaba los magníficos triunfos republicanos.
—Cuéntame —le instó Arturo en cuanto cerró la puerta de su habitación—. ¿Dónde está? ¿Qué ha pasado?
Teresa le enumeró los últimos acontecimientos que habían llegado de la mano de Mercedes y su madre. Le explicó la situación de Mario, y la advertencia del médico sobre el peligro de su situación y de los que le daban cobijo.
—Ese médico de Móstoles tiene toda la razón —dijo con gesto pensativo—, en las últimas semanas han intervenido muchos teléfonos en Madrid. A través de las conversaciones tratan de encontrar fascistas y afectos a la sublevación, temen más a los que están en Madrid que a los de fuera. En cuanto a Mario, es necesario que actuéis con muchísima cautela. Fugado y utilizando un nombre falso…, estarán rabiosos peinando la zona para localizarlo —calló un instante, con un gesto pensativo—. Tiene que haber contado con la ayuda de alguien dentro de la cárcel. Sólo no ha podido hacerlo. Es imposible.
—¿Quién puede haberle ayudado?
—No lo sé, ha podido ser cualquiera. En estos tiempos, el que menos te esperas puede traicionarte o salvarte la vida.
El silencio les envolvió por un momento en extrañas cavilaciones.
—Arturo, yo… había pensado que tú podías ir a verle.
—No estoy seguro de que sea una buena idea. Es muy peligroso. Mario es un fugado…
—Mercedes me ha dicho que vayas primero a ver al médico de Móstoles. Él te dirá si es o no conveniente. Toma, ella misma le ha escrito esta nota para que sepa que eres de confianza.
Abrió su bolso y sacó la cuartilla que había escrito Mercedes a don Honorio, dándole cuenta de que tanto su madre como ella estaban bien, y de quién era Arturo y cuál su pretensión. Eran apenas cuatro líneas, escritas con letra elegante, espigada, delicada.
Teresa percibió cierta reticencia en Arturo.
—¿Qué pasa?
—Lo traes todo decidido.
—Mario es tu amigo. Tú puedes moverte con libertad sin levantar sospechas a cada paso.
—No te equivoques, Teresa, en Madrid nadie se mueve con libertad, todos estamos vigilados, incluido yo. Muchos conocen mi relación contigo y… —calló y bajó los ojos esquivo, revelando lo que nunca hubiera querido mostrar a Teresa.
—¿Qué ocurre con nuestra relación?
—No ocurre nada, pero tú eres… tu familia es lo que es, y eso no lo podemos cambiar, ni tú ni yo.
—Creía que eso a ti no te importaba.
—Y no me importa, pero hay a otros que sí.
—Vaya, pensaba que los únicos que tenían prejuicios eran mis padres, y resulta que todos los que decís defender la igualdad, la justicia, la libertad, pensáis exactamente igual que ellos.
—No son las mejores circunstancias para nadie. Todo es muy confuso.
—¿Y lo que sientes por mí? ¿También entra dentro de ese estado de confusión?
Arturo la miró a los ojos, intensamente, la agarró por la cintura y la atrajo hacia sí, venciendo el rechazo de ella.
—Nada hará cambiar lo que siento por ti. Pero tenemos que andar con mucho cuidado, Teresa, no quiero que te ocurra nada, no me lo perdonaría.
—Es mi familia la que está en terreno enemigo, somos nosotros los sospechosos, los perseguidos, los ogros horribles que machacamos a la pobre gente que ahora, paradojas de la vida, tiene el poder de las armas en sus manos.
El silencio de Arturo le heló el alma. Sintió un escalofrío y se separó de él con brusquedad.
—Será mejor que me vaya.
Al coger el bolso vio en su interior el trozo de papel en el que Mercedes había escrito el nombre de su marido y de su cuñado. Dudó un instante si sacarlo o no; por fin se decidió a pedirle un último favor, en el fondo no era para ella, sino para Mercedes.
—Hay otra cosa que quiero pedirte.
Arturo la miró sin decir nada. Ella le entregó el papel.
—Son los nombres del marido de Mercedes y de su cuñado. Hace unos días, cuando trabajaban en el campo, unos milicianos les obligaron a subir a una camioneta y se los llevaron. No saben nada de ellos.