Las tres heridas (76 page)

Read Las tres heridas Online

Authors: Paloma Sánchez-Garnica

Tags: #Drama

BOOK: Las tres heridas
9.76Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Pero, ha dicho que tuvo un hijo con Jorge Vela. ¿Fue capaz de abandonarlo?

Me miró y encogió los hombros.

—Le parecerá extraño, pero nunca he considerado que abandonase a mi hijo, en realidad, yo sólo lo había parido, no me pertenecía ni siquiera como madre. Nunca hubiera podido llevarlo conmigo, tampoco se crea que me preocupó demasiado. Mientras avanzaba por la nieve siguiendo a esos hombres, abriéndonos paso en aquel manto blanco infranqueable, pensé en lo que le depararía la vida. Tenía cinco años y era clavado a su padre. Entre él y sus abuelos, el niño se había convertido en un tirano, consentido y estúpido. Era mi hijo, y debería quererlo, pero había tanto en él que me recordaba a Jorge, que he de reconocer que me costaba hacerlo.

Teresa calló cuando entró de nuevo Miguel con una bandeja en la mano. Yo me levanté solícito por si había que ayudar, pero de inmediato me indicó que me sentara. Cuando todo estuvo colocado, se marchó dejando el café humeante sobre el velador.

—Nos pasó de todo, cosas para olvidar se lo aseguro. Luisa se quedó en París. Nunca volví a saber de ella, pero siempre la he llevado en mi recuerdo, cada día de mi vida, siempre en mi corazón; y le digo una cosa, estoy completamente segura de que esa mujer podría haber hecho muy feliz a mi hermano —dio un largo suspiro, sereno, recreado en un lapso en el que el tiempo aparentaba no avanzar, estancado en un limbo extraño—. En cuanto a mí, tres meses después de mi huida de Madrid, arribé a Nueva York. El impacto que me causó aquella ciudad me marcó para siempre; esa sensación de libertad que percibí durante aquellos días, después de tanto tiempo de miedo, de caminar con la cabeza gacha, huyendo de todo, mirando siempre a mi espalda, con el temor de hablar o, simplemente, de escuchar algo inconveniente. Le aseguro que no me arrepentí ni un solo instante de la decisión que adopté aquella mañana en la iglesia de Santa Bárbara. Siempre he pensado que fue ella, la santa, la que me iluminó con la idea de marcharme.

»Después de muchos intentos, conseguí contactar con Arturo. En un principio le creí en México. Allí fue donde se instaló durante el primer año de su exilio, pero las dificultades para encontrar un trabajo le llevaron hasta Buenos Aires donde encontró un buen puesto dando clases en una universidad de prestigio. No había tenido ni una sola noticia suya. Ni siquiera me pude despedir de él. El 30 de noviembre de 1939 lo detuvieron en la buhardilla y lo encarcelaron. A partir de ese momento empezó un calvario para sacarle de la cárcel. Todo resultó en vano, porque mi vida ya la habían decidido otros. Después de varias semanas de visitas a la prisión, de verlo consumirse día a día, de súplicas por mi parte hasta llegar a la humillación, tanto a mi familia como a Jorge Vela, éste me planteó su particular petición de matrimonio: si yo accedía a casarme con él, al día siguiente Arturo Erralde abandonaría España, exiliado pero con vida. No tuve más remedio que aceptar. La boda se celebró con gran regocijo de mi familia. Con el tiempo supe que habían sido mis hermanos los que habían urdido mi matrimonio, animando a Jorge a que diera pasos al frente conmigo. Tuve que fiarme de que mi recién estrenado marido cumplía con la parte de su compromiso. La noticia de que Arturo estaba vivo me llegó a los seis meses de mi matrimonio, en el verano del 40. Una nota de la embajada de Méjico solicitaba mi presencia en la sede consular. Allí me entregaron una carta escueta en palabras, apenas unas líneas para decirme que estaba bien, y que me esperaría siempre, toda la vida si fuera necesario. Llegué a Buenos Aires el 5 de julio de 1947. El reencuentro puede imaginárselo… —su rostro se iluminó y sus ojos brillaron envueltos en una turbadora emoción al evocar el momento—. Mi vida con él fue feliz, tuvimos cuatro hijos, tres de ellos viven todavía en Buenos Aires. Mi familia me buscó con denuedo, pero no supieron nada de mí hasta cuarenta años después de mi huida, cuando me enteré por una esquela que mi marido, Jorge Vela, había fallecido. Sólo entonces, y con la democracia asentada en este país, me atreví a regresar a Madrid. Arreglé mi situación, pero no me casé en seguida con Arturo, él seguía manteniendo sus principios y era fiel a sus ideas; decía que habíamos sido muy felices sin haber firmado ni un solo papel, y yo estaba de acuerdo. Pero la enfermedad y la vejez echan abajo principios, ideas y creencias; me pidió que nos casáramos (por los hijos, decía, para que cuando yo no esté no tengáis problemas), incluso aceptó que un sacerdote le diera la absolución. Nuestro matrimonio oficial sólo duró unos meses; murió hace cinco años. Desde entonces estoy sola. Mi hermano Carlos se enteró, me pidió encarecidamente que viniera a vivir con él. Estaba consumido por la soledad y la pena. Mis padres le habían dejado bien acomodado, económicamente hablando, y entre ese acomodo estaba esta casa. Hace tres años le enterré, y al abrir el testamento me encontré con que me había dejado en herencia la casa y una importante cantidad de dinero. No tenía hijos, por supuesto, ni se había casado. Mi hermano Mario murió hace más de veinte años, y Juan unos años después. Nunca volví a verlos.

—¿Y su hermana pequeña, Charito?

—Rosario se casó con un militar de alto rango —frunció el ceño con un gesto huraño—. Sé que vivió amargada, igual que mi madre, con una vida pacata y simple. Murió a principios de los cincuenta, como consecuencia del parto de su cuarta hija, asistida por mi padre; ése fue el último que atendió en su vida. Después de eso, se jubiló. Al poco tiempo de instalarme en Madrid, recibí una visita de una de mis sobrinas, la pequeña de mi hermana; estuvimos hablando largo rato —sonrió lánguida y me miró con fijeza—, gracias a Dios no es como su madre; creo que ha heredado algo de mi rebeldía, una rebeldía que sólo asumí cuando fui capaz de dejar atrás todo aquello que lastraba mi vida para arriesgarme a buscar algo mejor, a avanzar, a ganar, y también a perder, porque la verdadera victoria de cada uno se construye sobre nuestras propias derrotas. Desde entonces me visita a menudo. Es con la única sobrina con la que tengo trato.

Pensé que había llegado el momento de hablar de la buhardilla. Decidí empezar contándole las visiones de las dos vecinas, la niña y su abuela, en una ventana frente a la mía, y ahí fue donde le confesé mi incursión (aséptica todavía, sin especificar el fisgoneo en sus cajones y armarios) en la buhardilla.

—Le puedo asegurar que no era fruto de mi imaginación —afirmé con toda la determinación de que fui capaz—, yo las vi, no una vez, varias veces. No estoy tan loco. Vi luz y a esa niña de pelo negro y a su abuela detrás de los cristales de la ventana de su buhardilla. No son ensoñaciones porque también las he visto en la calle, incluso he llegado a hablar con la pequeña.

—Pero habrá comprobado usted, y ya se lo dijo la portera, que en ese cuarto no vive nadie desde hace setenta años. Hoy en día sería inhabitable.

—Lo sé —espeté con gravedad. Fijé mis ojos en ella para dar más veracidad a mis palabras—. Pero insisto en que yo las vi.

—A veces vemos la realidad del corazón, que no tiene por qué ser la misma que observamos a través de los ojos.

—Esa niña y su abuela existen. No son una alucinación mía…

—Sé que existen —me interrumpió con voz suave, y una sonrisa entre la complacencia y la ternura por mi desconcierto—, y sé quiénes son.

Nos quedamos en silencio, mirándonos de hito en hito durante un rato.

—La anciana es Manuela Giraldo Carou, la niña que durante la guerra estuvo en la pensión La Distinguida. Natalia, la pequeña a la que usted ha conocido, es su nieta. Pertenecen a una familia de mujeres procedentes de una aldea gallega. Son…, cómo le diría yo, un tanto especiales. En Galicia las llaman meigas. No es que hagan magia ni nada de eso, pero poseen la capacidad, un don le llaman algunos, para presentir lo que pasa o lo que le va a pasar a alguien con sólo mirar sus ojos.

—Algo he oído sobre ese tema de las meigas.

—Ya conocerá el dicho: nadie cree en las meigas, pero haberlas
haylas
.

Aproveché para contarle mi incursión nocturna en el cementerio de Móstoles junto a Damián, y el hallazgo de la caja de cinc que guardaban unas cartillas escolares.

—Son los cuadernos de Mercedes en los que escribió sus cartas a Andrés.

—¿Por qué están allí?

—Esperan para ser entregados a su destinatario.

—No entiendo…

—La burocracia de los vivos no entiende de muertos. Esperan mi autorización para abrir la sepultura de Andrés y de Mercedes, y poder introducirla en ella.

—Ya no estoy seguro de nada. Las coincidencias no son tales. ¿Cómo es posible que todo me haya traído hasta usted?

Alzó las cejas con un mohín resignado.

—¿Quién sabe? Tal vez el destino, su destino y el de esos dos pobres infelices a los que les destrozó la vida el odio, el egoísmo y la envidia de otros. Mercedes y Andrés murieron dejando muchas cosas pendientes, y puede que usted, con su insistencia y tenacidad instaurada en su mente, consiga cerrar su historia y puedan por fin descansar en paz.

La miré de reojo y esbocé una sonrisa blanda; moví la cabeza de un lado a otro.

—No sé qué decirle, soy bastante escéptico en estas cosas; creo que después de la muerte no hay nada. Al menos, nadie ha vuelto para decir lo contrario.

—No seré yo quien le quite la idea, pero lo cierto es que usted tiene una historia que contar.

—En eso sí tiene razón. Presiento que aquí hay una gran historia. El problema es que no sé si sabré hacerlo, es demasiada responsabilidad para un escribidor como yo.

—No sea tan duro consigo mismo, Ernesto. No es un mal escritor y usted lo sabe. Al contrario, desde muy niño ha sido consciente de su talento, de su capacidad para crear mundos paralelos, diferentes a la realidad que vivimos, y también supo siempre que el talento sólo crece a base de trabajo duro y solitario, sin esperar más reconocimiento que su propia complacencia. Usted sabe que no hay nada que se pueda comparar con el deleite que provoca el trance de pergeñar la trama y los personajes de una novela. Sólo el que lleva la literatura metida en las venas puede alcanzar el éxtasis casi místico que se produce cuando los dedos se deslizan libres por el folio en blanco, cubriéndolo de letras, palabras, frases y párrafos hasta convertirlo en vidas vividas en los personajes que se moldean en su cabeza y que toman forma a través de ese movimiento inconsciente de sus manos. El reconocimiento viene primero de uno mismo, deje de engañarse, no puede abandonar su ser natural por el hecho de faltarle los laureles del éxito. Un escritor lo es siempre, incluso sin triunfos ni reconocimientos. Ser escritor es como ser alto o bajo, rubio o moreno, con pecas o con la piel limpia como el mármol. Es una aptitud que no se elige. Si no escribe, se condenará para siempre a una vida oscura y rancia.

Su silencio me dio una tregua para respirar. Las palabras de Teresa Cifuentes me habían causado tal fascinación que sin darme cuenta había olvidado algo tan natural como exhalar el aire. Sonreí azorado.

—Le aseguro que sus palabras me abruman, yo no habría descrito mejor mi pasado y mi presente. No sé si atribuirlo a que soy demasiado transparente o es que usted también posee un don para conocer las entrañas de mi mente.

Ella alzó las cejas con una mueca sagaz.

—La edad nos hace viejos, pero también nos puede convertir en sabios.

Recordé las palabras de mi asistenta, y me di cuenta de que en los últimos días, había encontrado palabras dichas con mucho acierto sobre mi propio sentir en cuanto a este extraño, solitario y algo anormal oficio de escribir.

—Ahora mismo me encuentro tan confuso que no sé donde empieza la realidad y dónde la ficción.

—Permita que la realidad se transforme en ficción. Resulta fácil si se deja llevar.

—Pero necesito saber dónde está la línea entre la una y la otra.

—Para eso sólo hay un remedio, y no es otro que escribir.

—No puedo hacerlo, todavía me faltan datos sin los que jamás podría cerrarla.

—Está a tiempo de resolver sus dudas.

La miré con una mezcla de desconcierto y emoción. Aquella anciana venerable, que parecía mecerse entre la vida y la muerte, me estaba brindando la posibilidad de escribir la historia que tanto anhelaba. Eché mi cuerpo hacia adelante para acercarme un poco más a ella. Quedé embriagado de un suave perfume a azahar que desprendía su cuerpo. Sonreí y ella me devolvió la sonrisa, alzando las cejas como si me indicase que estaba dispuesta a solventar cualquier duda.

—Andrés Abad murió en abril del 39. Y por lo que sé, fue enterrado en el cementerio de Móstoles, en una tumba pagada por usted, que al día de hoy todavía está a su nombre.

—No pude ir a Segovia hasta diez días después de mi primera visita al hospital donde Andrés estaba internado. Durante ese tiempo me dediqué en cuerpo y alma a atender, por un lado a Arturo y, por otro, a encontrar a Mercedes. Lo primero lo fui haciendo con muchas dificultades, pero el paradero de Mercedes se me resistía, parecía que se la hubiera tragado la tierra. Por supuesto, no tuve ninguna ayuda de mis hermanos, obviando cualquier pregunta o reproche de mi parte. A los pocos días, aparecieron mis padres y mi hermana Charito, aquello terminó siendo la debacle para mí —calló, y miró alrededor con ojos brillantes—. Esta casa se volvió un lugar inhóspito e incómodo por el que me movía sigilosa. Me convertí en un ser invisible. Sólo se dirigían a mí para reprocharme algo o reconvenirme por cualquier nimiedad. Yo a todo callaba. Gracias a la complicidad de Joaquina, salía o entraba de casa procurando que nadie me viera para evitar preguntas incómodas de adónde iba o de dónde venía. Aparentemente, me pasaba el día metida en mi habitación aquejada de jaquecas terribles que me postraban en cama. Todos estaban demasiado ocupados para preocuparse por mi estado, cosa que, en esos días, me benefició. Jorge Vela me llamaba casi todos los días por teléfono; si había salido, Joaquina se encargaba de darle la excusa de mi supuesta indisposición, y si me encontraba en casa, insistía en invitarme a dar un paseo por el Retiro y tomar un chocolate con churros en las calles del Madrid recuperado, como él decía con la voz engolada y arrogante. Yo accedía con la esperanza de que me diera alguna noticia de Mercedes, además de buscar el momento oportuno para hablarle de la situación de Arturo (del que no le había dicho ni palabra, aunque, pasado el tiempo, comprendí que desde el principio sabía de su existencia, seguramente por mis hermanos). Sin embargo, tampoco él parecía dar con el paradero de Mercedes. Al principio le creía cuando me decía que lo estaba intentando por todos los medios. Luego supe que no hizo absolutamente nada al respecto por orden expresa de mi hermano Mario.

Other books

June Calvin by The Dukes Desire
Red Hot Christmas by Jill Sanders
The Midwife Murders by James Patterson, Richard Dilallo
Other Side of the Wall by Jennifer Peel