Las tres heridas (9 page)

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Authors: Paloma Sánchez-Garnica

Tags: #Drama

BOOK: Las tres heridas
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Doña Brígida Martín Caramillo era la única hija del prestigioso doctor Martín, fallecido hacía más de diez años en un trágico accidente de automóvil; poseedor de una importante hacienda, pasó a ser administrada por su viuda hasta el fallecimiento de ésta. Fue entonces cuando doña Brígida, como única heredera, se hizo dueña de una inmensa fortuna. Aunque nunca confesaba su edad, estaba más cerca del medio siglo que de los cuarenta. Desde que sus hijos se habían hecho mayores, la casa le parecía una pensión por donde todos iban y venían haciendo lo que a cada uno le venía en gana, con la única voz autoritaria de don Eusebio, que intervenía sólo en casos extremos, y siempre para inculparle a ella de cualquier situación incómoda que se diera en el ámbito del hogar. Sus frustraciones las volcaba con las únicas que estaban bajo su mando, Petrita, la cocinera, y Joaquina, la criada, a las que sometía a un trato arrogante y déspota que las dos mujeres soportaban a diario, a regañadientes y por pura necesidad.

La familia vivía holgadamente, no sólo del sueldo de don Eusebio procedente de su trabajo como tocólogo en el hospital de la Princesa, sino también de las buenas rentas obtenidas de los alquileres de varios pisos y buhardillas situados en el centro, además de réditos del dinero ingresado en el banco. La casa en la que vivía la familia —el principal derecha exterior del número 25 de la calle del General Martínez Campos— había pertenecido a los padres de doña Brígida. Era un piso espacioso pero con una decoración recargada que lo hacía oscuro y sombrío. Constaba de siete amplias habitaciones distribuidas a lo largo de un ancho pasillo, un salón, un despacho biblioteca, una cocina enorme y un cuarto minúsculo en el que dormían Petra y Joaquina. Además, tenía un baño completo con bañera, y dos aseos. Los techos eran muy altos, ornados con complicadas molduras, y las estancias se adornaban con objetos inservibles, pero de gran valor, y con muebles de calidad.

Cada verano la familia se trasladaba a Santander, incluidas la criada y la cocinera. Los Cifuentes pasaban todo el mes de agosto en un caserío que había pertenecido, como todo el patrimonio, a los padres de doña Brígida. Aquel verano del 36 estaban pensando en marcharse el 25 de julio, ya que don Eusebio había podido adelantar una semana las vacaciones. Doña Brígida había empezado a organizar el traslado, pero aquel domingo su limitado mundo quedó detenido en una terrible incertidumbre.

El timbre de la puerta retumbó con fuerza. Madre e hija se miraron.

—¿Quién será?

Doña Brígida sabía que no podía ser su marido porque siempre abría con su llave, lo mismo que Mario. Permanecieron atentas a los pasos de la criada, que ya se dirigía a la entrada para abrir; pero antes de que llegase, el timbre volvió a sonar con insistencia. Oyeron a Joaquina acudir arrastrando las alpargatas para abrir la puerta, con un «ya va» acostumbrado; después de un tenso silencio, la voz de la criada alertó los oídos de ambas.

—¡Santa María y San José! ¡Señora…, señora, venga por Dios Santísimo! ¡Señora!

Las voces angustiadas de Joaquina se perdían en la mente de doña Brígida que ya corría por el pasillo siguiendo a su hija Teresa, más rápida que ella. Al llegar al recibidor, Teresa se detuvo bruscamente, y doña Brígida se chocó de bruces contra ella. Las dos mujeres se quedaron atónitas ante la imagen de don Eusebio avanzando renqueante al lado de Joaquina, que, con gesto horrorizado, le sujetaba del brazo.

—Papá —musitó Teresa—, pero ¿qué te ha pasado?

El aspecto de don Eusebio era deplorable, astroso. Tenía la cara manchada de sangre reseca, la nariz inflamada y una herida en el pómulo derecho. Iba descamisado, con el pantalón medio caído por la falta de tirantes, descalzo, con los calcetines de lana fina rotos, y estaba sucio.

Don Eusebio miró hacia adelante un instante, pero de inmediato bajó los ojos, claramente avergonzado de que le vieran con ese aspecto.

Teresa se acercó hasta él y le tomó el otro brazo, pero en un gesto de malentendida dignidad, se soltó de las dos. Doña Brígida, impactada por la visión de su marido en aquel estado, se acercó despacio hasta quedar frente a él.

—Eusebio, ¿qué… qué te ha pasado?

Él la miró en silencio y, sin poder remediarlo, rompió a llorar con un sollozo verecundo, nervioso, irritado. Ella lo agarró del brazo con algo de reparo.

—Niña, llama a Isidro Martínez…

—No, no —renqueó don Eusebio, a media voz—, a Isidro no, llama a Luis de la Torre, el número lo tienes apuntado en el listín que está sobre mi mesa.

Los mellizos salieron alarmados por las voces, y después apareció Charito, que se puso a lloriquear al ver así a su padre. Teresa, que lo había cogido del otro brazo en cuanto bajó la guardia, mandó a su hermano Juan a que hiciera la llamada al médico.

—Joaquina —ordenó doña Brígida—, prepara un baño caliente, rápido, y dile a Petra que haga un caldo.

La criada hizo los mandados, mientras doña Brígida y Teresa, en la alcoba, despojaban a don Eusebio de la ropa mugrienta.

—¿Dónde está Mario? —preguntó el padre al comprobar su falta.

Doña Brígida le quitó la camisa y la echó al suelo con rabia.

—Esta mañana se fue a El Pardo con sus amigos, y todavía no ha regresado. Como nadie en esta casa me hace caso.

Teresa miró a su madre con reprobación. No era momento para reproches.

Ante la ausencia de Mario percibió el rostro preocupado de su padre.

—Llamaré a sus amigos —dijo para intentar tranquilizarlo—. A ver si saben algo en su casa.

Teresa salió cuando su hermano Juan entraba a la alcoba.

—Dice don Luis que viene en seguida —anunció.

Charito seguía lloriqueando y doña Brígida se volvió hacia sus hijos.

—Vamos, cada uno a su habitación. Aquí ya no hay nada que ver.

Salieron los tres hermanos y, al rato, entró Teresa con cara seria.

—¿Qué? —le espetó la madre al ver que su hija se mantenía callada.

—Nada, madre, que están igual que nosotros, preocupados. Además, la madre de Fidel dice que por Ventura Rodríguez hay mucho jaleo y se oyen muchos tiros, están muy asustados.

Teresa cruzó una mirada con su padre y en sus ojos pudo ver un atisbo de temor. Sintió una punzada en el estómago. Nunca había visto a su padre tan amedrentado como aquella tarde. La madre murmuraba entre dientes sobre el paradero de su hijo mayor, mientras acompañaba a su marido a la bañera.

Luis de la Torre entró en la alcoba del matrimonio precedido de Teresa.

—Padre, ha llegado don Luis.

—Pasa, Luis, adelante.

De la Torre se acercó a la cama en la que don Eusebio, después del baño reconfortante acababa de tenderse. Pero su rostro y su cuerpo seguían dando testimonio de las terribles horas que había pasado durante su encierro.

—¿Quién te ha hecho esto?

El médico recién llegado empezó por observar las heridas de la cara.

—Creo que me han roto la nariz y una o dos costillas. También me duele la muñeca, aunque no creo que sea rotura.

De la Torre le palpó la muñeca.

—Parece una luxación. Deja que te vea esa nariz… —se acercó y le tocó la cara con cuidado—. Rota no la tienes, pero vaya golpe… ¿Quién ha sido el bestia que te ha hecho esto?

Doña Brígida y su hija Teresa permanecían a un lado, a la espera de la cura y de conocer lo que había ocurrido. A pesar de las preguntas insistentes de su esposa, don Eusebio no había dado ninguna explicación, tan sólo habían salido de sus labios quejidos y alguna que otra maldición o palabrota mascullada entre dientes, a las que ella reaccionaba con un movimiento sutil y rápido delante de la cara como si se persignase.

—Al poco rato de iros vosotros, salí del Ritz. Un grupo de estos que ahora patrullan por la calle estaba alrededor de mi coche, esperando. Me pegaron con algo en la cara y luego me encerraron, no me preguntes dónde porque no tengo ni idea, era un edificio en la zona de Legazpi, seguramente una de esas casas del pueblo que ocupan esos comunistas incontrolados.

—¿Eran comunistas?

—¿Hay alguna diferencia entre unos y otros? Son todo la misma escoria…

Hizo un ademán de dolor cuando le intentó desinfectar la herida de la mejilla.

—Aguanta un poco, Eusebio, tienes un corte profundo y hay que curarlo. —Después de un silencio concentrado en la cura de la herida, De la Torre continuó—: No son todos iguales, hay grandes diferencias. Parece que los anarquistas son los que están haciendo más estragos.

—Todos iguales, te lo digo yo, hijos de mala madre, resentidos y vagos, eso es lo que son, todos sin excepción.

Volvió a removerse por el dolor.

—Tranquilo, ya termino. Menudo golpe, ya puedes decir que te han partido la cara.

—Canallas… —le siguieron una retahíla de insultos e improperios farfullados, a los que doña Brígida volvió a conjurar encadenando señales de la cruz—. Perdí el conocimiento. Cuando abrí los ojos estaba encerrado en un cuartucho inmundo y pestilente. Allí me han tenido horas sin beber, ni comer…

Doña Brígida, al despojarle de los pantalones, se había dado cuenta de que su marido se había orinado encima, pero, por supuesto, no había hecho ningún comentario al respecto.

—¿Y no sabes por qué te han detenido?

—A mí nadie me ha dicho nada; de todas formas no eran guardias de asalto, ni agentes de la Guardia Civil. Eran unos bárbaros con un arma en la mano.

—¿Y cómo es que te han dejado marchar?

—Por lo visto comprobaron que era médico y me han dicho que podía irme a mi casa, que aquí esperase sus órdenes —alzó el tono con gesto desairado— que ya se encargarían de ponerme al servicio de la República. Me han sacado a la calle y me han dejado en la puerta del metro con unos céntimos para el billete —bajó el tono de voz hasta casi lo imperceptible, y doña Brígida agudizó el oído—. No te puedes imaginar la vergüenza que he pasado hasta llegar a casa, Luis, no te lo puedes imaginar…

Las lágrimas afloraron a los ojos, pero se contuvo, digno, respirando con fuerza.

—Me han quitado el coche, me han dejado casi desnudo y me han robado el reloj y el dinero.

Doña Brígida se estremeció y se puso la mano en la boca.

—Dios Santo, el reloj también…

Nadie le hizo caso, pero el reloj que portaba su marido en el chaleco había pertenecido a su abuelo y luego a su padre. La pérdida de esa joya le dolió en el alma.

—Bueno, Eusebio, según están las cosas, ya puedes dar gracias de estar vivo; lo que ahora necesitas es descansar y olvidar este desagradable episodio.

—En cuanto me pueda mover, voy a denunciar a esa panda de sinvergüenzas.

—Tú no vas a hacer nada, Eusebio. Te vas a quedar aquí calladito, en reposo, sin moverte. Ya te dije esta mañana que las cosas están cada vez más revueltas.

—Ni lo pienses, esto no se va a quedar así. Mi coche y mi reloj bien valen una denuncia en comisaría, y mi dignidad, Luis, mi dignidad, ¿qué me dices a eso? ¿Pretendes que me quede con los brazos cruzados sin hacer nada?

Luis de la Torre se volvió hacia doña Brígida, pero su gesto le indicó que ella no podría hacer nada para convencer a su esposo. Miró a su amigo tendido en la cama.

—Te he colocado la nariz lo mejor posible; y para las costillas, reposo, Eusebio. Seguro que unos días en cama te harán ver las cosas de otra manera.

—¿Se sabe algo de Isidro? Esta mañana he intentado llamar a Nicasio Salas, pero no me ha cogido el teléfono…

—Antes de que me llamase tu hijo Juan estuve hablando con Margarita. No sabe nada —se detuvo un instante, pensativo—. Eusebio, ten cuidado con Nicasio.

—¿Por qué lo dices?

Hizo un mohín extraño torciendo el gesto.

—Sólo te digo que tengas cuidado con él, no me fío, y tú tampoco deberías hacerlo.

Doña Brígida dio dos pasos hacia la cama con un visaje de congoja.

—¿Es que le ha pasado algo a Isidro?

Luis se giró hacia ella con gesto grave.

—Se lo han llevado esta mañana, en la puerta de la iglesia; no se sabe nada de él.

—Ay, Dios mío, ¿qué va a ser de nosotros?

Don Eusebio ignoró los pesares de su esposa.

—Pásate mañana a verme cuando salgas del hospital, así me cuentas cómo están las cosas.

Luis de la Torre movió la cabeza, negando.

—No, Eusebio, mañana no voy a ir al hospital. Marta ya está preparándolo todo para salir de Madrid en cuanto amanezca. Regresaremos cuando las cosas se calmen.

Don Eusebio lo miró con una mezcla de indignación e incredulidad.

—A mí nadie me va a echar de mi casa —espetó.

Luis de la Torre recogió sus cosas y se alejó de la cama acercándose a las dos mujeres.

—Tened mucho cuidado.

Doña Brígida acompañó al amigo de su marido hasta la puerta y lo despidió. Luego regresó junto a la cama donde convalecía su esposo.

—¿Piensas denunciar? —le preguntó, mientras aparentaba arreglarle las sábanas.

—¿Es que no has oído a Luis?

—Pero ¿y el coche? —insistió ella—. Santo Cielo, estaba nuevecito. ¿Y el reloj?, ¿también vas a dejar que te roben el reloj? Te recuerdo que era el reloj de mi padre…

—¿Quieres callarte de una vez y apartarte de mi vista?, me agotas sólo de verte.

El desplante cogió desprevenida a doña Brígida. Se irguió y cruzó las manos sobre su regazo, como si de repente aquellas sábanas le hubieran dado un calambre; alzó la barbilla y apretó los labios, aspirando aire, en un intento de mantener el pundonor perdido hacía muchísimo tiempo; se dio la vuelta y se dirigió a la puerta.

—Teresa, ven conmigo, deja que tu padre descanse un poco.

Teresa salió tragándose la furia que sentía al ver la humillación a la que su madre se sometía. Nunca se enfrentaba a él, le permitía todo, aunque la tratase como a un perro. Cierto era que su madre no demostraba ser muy inteligente, pero le daba rabia comprobar el desprecio que siempre le brindaba su padre y que ella aceptaba con denigrante sumisión.

La primera pista

Nunca antes había estado en aquella ciudad que respondía a lo que se llamaba ciudad dormitorio, sin embargo, a la vista de la actividad que se mostraba a mis ojos, Móstoles tenía vida propia. Me guié por las señales en dirección a los juzgados, situados, según la información de Google, cerca del Ayuntamiento, y frente a los que había un aparcamiento. Después de dejar el coche, me dispuse a llegar al núcleo del Móstoles antiguo, a partir del cual, el pequeño pueblo de apenas tres mil habitantes, se expandió desde los años setenta de forma extraordinaria en todas las direcciones, pasando a ser una ciudad con más de doscientos mil habitantes. Según la información histórica que había recabado, en los años treinta, el antiguo centro mostoleño giraba en torno a la ermita de Nuestra Señora de los Santos, la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, la plaza del Ayuntamiento y el Pradillo, donde había una fuente llamada de los Peces, que debía de ser la misma en la que, setenta y cuatro años atrás, mis dos personajes, Andrés y Mercedes, se habían hecho fotografiar y que, milagrosamente y para mi sorpresa, a pesar de la transformación que había sufrido la ciudad, la fuente permanecía en el mismo lugar.

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