L'auberge. Un hostal en los Pirineos (4 page)

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Authors: Julia Stagg

Tags: #Infantil y Juvenil

BOOK: L'auberge. Un hostal en los Pirineos
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Como si intuyera que hablaban de ella,
Tomate
se acercó con un ronroneo audible desde lejos.


¡Tomate!
Un nombre curioso para una gata blanca y negra ¿no te parece? —comentó Paul mientras abría el maletero para sacar las linternas.

Lorna se echó a reír, pues no se le había ocurrido aquella relación. Luego rascó a
Tomate
bajo la barbilla, intensificando el ronroneo. Aunque no habían previsto adquirir un animal de compañía junto con una vivienda y local de negocio, aquella gata suponía todo un plus.

Con la libreta en la mano, Lorna se fue detrás de Paul y
Tomate
hacia el pequeño patio de la parte posterior del edificio que mediaba entre el hostal y el río. El cemento estaba cubierto con una gruesa capa de hojas secas provenientes del gran fresno que dominaba la ribera, y las sillas y mesas de plástico aparecían volcadas en desorden, víctimas de las tormentas del otoño. Acodados en la valla, contemplaron la estruendosa corriente del agua a su paso por la presa que se extendía hasta la otra orilla, con sus solitarios campos salpicados de casas.

Cuando habían visto la propiedad en junio, el sol arrancaba destellos en el agua y los árboles lucían con espléndido verdor. Lo que más les había llamado la atención había sido, no obstante, el gastado letrero de «
EN VENTA
» que colgaba en precaria posición de la puerta principal.

—¿No te tienta? —había preguntado con una carcajada Paul mientras pasaban por delante, observando con avidez el magnífico edificio, los meandros del río y los campos que se sucedían en la lejanía.

Lorna no respondió. Paul sabía mejor que nadie que su sueño era dejar el empleo que tenía en un comedor escolar y abrir su propio restaurante. Sin embargo, por más números que hacían, nunca cuadraban las cuentas. No podían permitirse llevar adelante el proyecto.

El hostal les había dejado, con todo, una impresión duradera. Poco después, al detenerse a comer en un pueblo de montaña fueron a parar a un pequeño restaurante que más parecía un domicilio particular. Optando por comer fuera, se instalaron en una de las pocas mesas disponibles bajo los árboles, en un estrecho jardín contiguo a un arroyo. Allí sentados, imbuidos de la languidez del sol de la tarde, observaron las lentas idas y venidas de la cocina del camarero, que más parecía un agricultor que un mozo profesional.

—¡Tú podrías hacer lo mismo! —exclamó Paul.

—¿El qué? —preguntó Lorna, desconcertada.

—¡Esto! —Paul abarcó con el gesto las mesas—. Podrías llevar un restaurante como éste.

Lorna siguió la trayectoria de su mirada, observando la clientela compuesta de una mezcla de trabajadores y turistas sentados en placentera actitud bajo las sombrillas mientras el camarero depositaba un cesto de pan aquí, una jarra de vino allá y se paraba a charlar un poco de vez en cuando. Nadie se quejaba de la lentitud del servicio y el suave murmullo de las conversaciones se fundía con el canto de las cigarras y el borboteo del arroyo cercano.

—Sí… —acordó Lorna, dubitativa—. Sí podría. Pero ¿cómo ibas a encontrar tú trabajo?

—Yo sería como él. —Paul señaló al hombre que regresaba con paso cansino de la cocina—. Formaríamos un equipo.

Lorna emitió una seca carcajada.

—¡Sí, te acabarías aburriendo al cabo de nada! —replicó, sin atreverse a tomar en serio lo que decía.

—Puede que sí y puede que no. Así dispondría del tiempo que necesito para concentrarme en la creación de páginas web.

Reconociendo por la gravedad de su tono que no hablaba a la ligera, Lorna abrió una pausa para reflexionar. Con la amenaza de un posible despido acentuada por la mala marcha de la economía, Paul había intentado crear su propia empresa de informática, pero al trabajar a jornada completa le resultaba difícil encontrar tiempo para ello. Dentro de sus planes no había figurado nunca, en cambio, convertirse en camarero a tiempo parcial.

—¿De verdad hablas en serio? —preguntó.

—Sí. —Paul esbozó una pausada sonrisa, arrellanándose en la silla—. ¡Sí! ¡Después de haber visto ese hostal de antes, me parece que sí!

Durante toda la comida, Lorna permaneció distraída. Apenas apreció el suculento filete ni la exquisita
mousse
de chocolate, y casi no tocó el vino. Estuvo demasiado ocupada calculando el coste de los ingredientes, contando el número de clientes y realizando una estimación de las posibles ganancias. Paul hizo algunos números en una servilleta y, sumando el producto de su indemnización de despido y de la venta de su casa, llegó a la conclusión de que era factible. Todo dependía de cuánto pidieran por el hostal.

Cuando por fin cobraron conciencia de su entorno, se dieron cuenta de que la hora de la comida se había terminado y que el camarero y su mujer, la cocinera, estaban sentados a una mesa charlando con unas personas que debían de ser habituales de la casa. Lorna sintió entonces una corriente de excitación a lo largo de la columna. Aquella pareja podrían ser Paul y ella, sentados tranquilamente después de trabajar, integrados en una comunidad.

—¡Por nuestro hostal! —brindó, levantando la copa que había tenido relegada.

—Por nuestro hostal —repitió Paul, sonriente—. ¡Más valdrá que llamemos a la inmobiliaria para comprobar que lo podemos pagar!

Y así lo hicieron. Se quedaron estupefactos al oír el precio. Casi no se lo podían creer. Después de inspeccionar el hostal y calibrar su potencial, regresaron a Inglaterra y pusieron en venta su casa. Los cuatro meses que tardaron en venderla les parecieron una eternidad, pero finalmente, en octubre, con la indemnización de despido de Paul también en el banco, pudieron presentar una oferta que, para su alborozo, enseguida fue aceptada.

Durante los largos días siguientes, acompañados de sus correspondientes noches en vela, no les había costado imaginarse viviendo en el hostal y emprendiendo una nueva vida como hoteleros en la hermosa casona de la orilla del río. Ahora, pese a que el invierno apenas comenzaba, el río discurría mucho más rápido y las ramas de los árboles desnudos se recortaban en un frío cielo. Todo se veía mucho más desolado. Y mucho más real.

Con un leve escalofrío, Lorna volvió la espalda al río y por primera vez desde su llegada observó el hostal. Presentaba un aspecto muy diferente de la alegre fotografía que había presidido la pantalla de su ordenador durante los cinco meses anteriores, captada cuando el empleado de la inmobiliaria había abierto los postigos, aureolada de luz y de una calidez casi tangible. Ese día, las piedras de la cara norte del edificio se veían grises y hostiles, cubiertas de hiedra seca, y en los postigos cerrados de las ventanas se resquebrajaba la pintura.

«Sólo necesita un poco de cariño», se dijo Lorna con firmeza. Antes de dejarse abatir por el desánimo, atravesó el patio para subir las escaleras de la puerta posterior.

Dentro pintaría mejor.

—Ay, Dios mío, pero ¿qué hemos hecho?

Una hora después, de vuelta en el patio, Paul se dejó caer en una de las sillas de plástico y hundió la cabeza entre las manos, sintiendo por vez primera desde que habían aceptado su oferta por el hostal, a mediados de octubre, que habían querido abarcar demasiado. Oyó a Lorna que se acercaba a su espalda y sintió que le apoyaba las manos en los hombros para darle un suave apretón.

Había sido horroroso.

Cuando entraron en el espacioso comedor que ocupaba casi toda la planta baja, lo que más les impresionó fue el olor. Más que húmedo, era empalagoso: una combinación de hedor a rancio y a podrido superpuesta a la dulzona peste de los ratones muertos. Con la débil luz invernal que se filtraba a través de las ranuras de los maltrechos postigos sólo lograron distinguir la densa capa de polvo que lo cubría todo, las telarañas prendidas de las paredes y el techo y los excrementos de ratón desparramados encima del enorme aparador francés.

Desalentados, continuaron hasta la puerta de la cocina. Cuando Lorna la abrió y asomó la cabeza, algo salió corriendo como una exhalación y le pasó por encima del pie antes de escabullirse en los oscuros rincones de la gran sala. Lorna se estremeció, exhalando un grito ahogado.

—¡Dime que sólo era un ratón!

—Desde luego. Sólo un ratón —mintió Paul, tomando la precaución de mirar la zona próxima a sus pies por si acaso detrás del roedor iban a llegar otros congéneres aún más grandes—. ¡Sabía yo que teníamos que hacer entrar a la gata!

Pegándose instintivamente uno al otro en busca de apoyo moral, entraron en la cocina. Paul encendió la linterna para combatir la oscuridad. Paseó la luz sobre la encimera de acero situada a la derecha de la puerta, resaltando más acumulaciones de excrementos de ratón y el verduzco brillo apagado de la superficie que delataba los residuos de grasa incluso con la escasa potencia del foco.

—A los inspectores de sanidad les daría un ataque —aseguró Paul mientras observaba una masa azul y velluda posada en una plancha de madera.

—¿Qué es? —susurró Lorna.

—¿Pan, quizá? ¡Sea lo que sea, ni los ratones lo han tocado!

Lorna sacudió la cabeza con incredulidad.

—Esperemos que su destreza culinaria fuera mejor que su higiene.

—Mmm, lo dudo mucho.

Paul se agachó y señaló las hileras de latas de tamaño industrial que había en el estante de abajo, resaltando las etiquetas con la linterna.

Salsa para espaguetis a la boloñesa, salsa para estofado burguiñón, pollo al vino, raviolis… había incluso varias enormes latas del plato regional, el
cassoulet
, compuesto de judías, salchicha y muslos de pato. Por lo visto, el abrelatas de aquel restaurante se dedicaba a ofrecer remedos de la cocina casera francesa.

—¿Podríamos utilizarlas? —preguntó Paul.

Lorna se inclinó para mirar de cerca, para lo cual hubo de efectuar una obligatoria limpieza de heces de ratón y de una gruesa capa de grasa. Luego se volvió hacia Paul emitiendo una irónica carcajada.

—Están caducadas.

—¿Desde cuándo?

—Sólo dos años…

—¡Jesús! ¿Todas?

—La mayoría. Algunas sólo llevan caducadas un año —añadió con sarcasmo.

Paul soltó un quedo silbido.

—¡La comida debía de ser horrible aquí!

Lorna asintió mudamente, considerando qué implicaciones podía tener eso para ellos en su condición de nuevos propietarios y para ella como cocinera. Muy consciente de la labor que tenían por delante, tratando de competir en dotes culinarias con los franceses en su propio terreno, la alivió un poco el pensar que los anteriores propietarios no habían sido unos virtuosos. Seguro que la gente de los alrededores estaría encantada de tener un restaurante donde por fin sirvieran auténtica comida casera, utilizando verduras y hierbas aromáticas del huerto que pensaba crear e ingredientes de origen local. En comparación con aquellas latas de comida de producción industrial, Lorna estaba convencida de que sus sencillas recetas serían una delicia. Sintió una subida de adrenalina imaginando los platos que saldrían de su cocina: filetes de salmón fritos con hinojo y puerros pochados en salsa de vermut; pechugas de pollo marinadas en limón con romero y tomillo y, cómo no, ajo en abundancia; salchichas de Toulouse cocidas a fuego lento con sidra y servidas con puré de patata con salvia… Proyectada en su ensoñación, Lorna creyó hasta aspirar los aromas que convocaba con su imaginación. Hasta que Paul no la sacó de su ensimismamiento no cayó en la cuenta de que su nariz estaba reaccionando ante una emanación de olor de muy distinta naturaleza.

—¿Qué diantre es esa peste tan horrible? —preguntó él con una mueca de repugnancia.

Lorna olisqueó un momento y, efectivamente, el olor general a podrido que habían percibido al entrar había quedado sustituido por algo mucho más potente y mucho más desagradable.

Los dos se dirigían al otro extremo de la cocina, siguiendo el rastro de la pestilencia, cuando el foco de la linterna iluminó una plancha cubierta de varios centímetros de una negra costra de masa medio cocida y una freidora sin la tapadera, en cuyas turbias profundidades de aceite se distinguía apenas un lagarto ahogado. Se quedaron unos segundos observando con mudo asombro el reptil muerto. Entre tanto, Lorna se devanó los sesos tratando de recordar si el hostal había presentado ese estado de descuido cuando lo visitaron en junio. Quizás habían querido verlo todo de color de rosa…

Mientras se alejaban de la freidora para acercarse a la nevera, el hedor se tornó insoportable.

—¡Mierda! ¿Qué diablos es eso?

Paul se tapó la nariz con el brazo para protegerse de la peste.

—Creo que es esto.

Lorna tiró de la empuñadura del enorme frigorífico y lo abrió para luego volver a cerrarlo a una velocidad récord, ahogada por un acceso de tos. Había tenido tiempo suficiente para vislumbrar la negra cochambre que rebosaba por los estantes y la gruesa excrecencia mohosa que recubría de arriba abajo el interior.

—Eso se limpia en un santiamén —apuntó Paul con poco entusiasmo.

Sin hacer ningún comentario, Lorna se volvió para irse, pues aunque todavía había visto muy poco, ya había tenido más que de sobra. Sus sueños de preparar unas deliciosas comidas en aquella cocina se le antojaban de repente inalcanzables.

Volviendo sobre sus pasos por el comedor, que ahora aparecía como un acogedor salón comparado con la cámara de horrores de la cocina, se encaminaron al vestíbulo. Paul se adelantó para subir las escaleras. Durante el ascenso, la luz de la linterna rebotaba en las escenas de caza colgadas en todos los espacios disponibles de la pared. Con la sucesión de ciervos acosados, jabalíes heridos y gamuzas fugitivas, la escalera era como una procesión de animales salvajes muertos o moribundos. Luego, al llegar al rellano de arriba, Paul dirigió la luz hacia el frente y dio un salto, horrorizado.

—¡María santísima!

Retrocediendo instintivamente, perdió el equilibrio y la linterna se le cayó de las manos cuando se agarró a la barandilla para no caer escaleras abajo.

—¿Qué? ¿Qué pasa? ¿Estás bien? —preguntó Lorna, llegando a su lado.

Con una risa entrecortada, Paul recogió la linterna y proyectó la suave luz anaranjada sobre la pared de lo alto de la escalera.

—¡Mierda! —chilló Lorna, enfrentada al ojo de vidrio de una cabeza de ciervo disecada—. Ay, Dios, es…

—¿Horrendo?

Lorna asintió, pasmada por la visión de aquella cabeza apolillada con un solo ojo y cuernos rotos que colgaba torcida del muro.

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