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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Lázaro (25 page)

BOOK: Lázaro
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—No estoy de acuerdo. —Tove Lundberg refutó bruscamente a Neylan—. No soy ni siquiera creyente, pese al hecho de que mi padre fue pastor luterano. Pero veo a ese hombre todos los días, para ofrecerle asesoramiento postoperatorio. Le veo abierto, dudando de sí mismo, siempre preocupado por el problema del cambio en la Iglesia.

—Le creo. —Matt Neylan se mostraba dulce como la miel—. ¿Sabe algo de latín?

—Un poco —dijo Tove Lundberg.

—Mi marido es muy buen latinista —dijo la pianista—. Habla bien diez idiomas.

—Entonces, no tendrá dificultades para interpretar este pequeño proverbio:
Lupus languebat, monachus tunc esse volebat; sed cum convaluit, lupus ut ante fuit.

El embajador se echó a reír y tradujo el proverbio en un inglés con fuerte acento.

—Cuando el lobo estaba enfermo quería ser monje; cuando sanó volvió a ser lobo… Y usted, señor Neylan, ¿afirma que eso es lo que sucederá con su Papa?

—Aceptaría apuestas en ese sentido.

—¿Cómo dice?

—Estoy seguro, casi cien por cien seguro, de que retOmará exactamente a lo que era.

—Cinco mil liras a que se equivoca —dijo Tove Lundberg. Matt Neylan sonrió.

—¡Acepto la apuesta, señora! Y si usted gana le ofreceré la mejor cena de esta ciudad.

—En estos tiempos es difícil encontrar un restaurante que sea realmente de primera clase —dijo Katrina Peters, que se había acercado silenciosamente al grupo.

—¡Es mucho más difícil encontrar un hombre de primera clase! —dijo Lola Martinelli.

—No renuncie todavía, Lola —dijo Katrina Peters—. Matt Neylan acaba de incorporarse al mercado… nuevo y reluciente, ¡y muy bien instruido!

—Yo tengo la primera opción —dijo la dama de los misterios—. ¡Y somos colegas de profesión!

La docena de personas se sentó alrededor de una mesa redonda adornada con manteles de hilo florentino, cristales venecianos, platería de Buccellati y porcelana de la casa de Ginori. Nicol Peters ofreció un brindis de bienvenida:

—Esta casa es la casa de todos. Lo que aquí se diga esta noche serán palabras entre amigos, dichas en confianza. ¡Salute!

Después, se sirvió la comida y comenzaron a hablar, con voz más fuerte y mayor libertad a medida que avanzó la velada. Nicol Peters observaba y escuchaba y recogía los fragmentos de diálogo que más tarde incorporaría al mosaico de su columna, «Panorama desde mi terraza». Ése era el nervio de su trabajo. Para eso le pagaban. Un tonto cualquiera podía informar las noticias: que el Papa se lavaba los pies el Jueves Santo, que el Cardenal Clemens había criticado a otro teólogo alemán. Pero se necesitaba un hombre inteligente y de mente abierta como Nicol Peters para leer las escalas de Richter y afirmar valerosamente que el viernes habría un terremoto.

El hombre de Moscú era un individuo dinámico y agradable. Ahora concentraba su atención en Matt Neylan, que, lanzado auspiciosamente al mundo de las mujeres elegantes, estaba prodigando generosas dosis de encanto irlandés.

—Bien, señor Neylan, desearía conocer su opinión… ¿Qué papel atribuye a la ortodoxia rusa en la política de la próxima década?

—Fuera de Rusia —dijo sensatamente Matt Neylan—, en las comunidades cristianas de Occidente, tiene que forjarse un papel en el debate teológico, filosófico y sociopolítico. No será fácil. Su vida intelectual se ha mantenido estática desde el Gran Cisma del siglo XI. Desde el punto de vista político, ustedes la mantuvieron cautiva desde la revolución… A pesar de todo, todavía se mantiene más próxima al espíritu de los primeros padres orientales. Tiene mucho que ofrecer a Occidente. Para ustedes, bien puede ser el baluarte más sólido que posean contra la expansión del Islam en la propia Unión Soviética… Seguramente no necesito informarle de la amplitud estadística de esa expansión.

—¿Y usted trataba estas cuestiones en la Secretaría de Estado?

—No lo hacía personal ni directamente. El peritus en esta área es monseñor Vlasov, a quien quizá usted conozca.

—No le conozco, pero me agradaría relacionarme con él.

—En otras circunstancias, yo le habría ofrecido la oportunidad de una presentación. Ahora, como usted sabe, ya no soy miembro del club.

—¿Le pesa?

—¿Qué puede pesarme? —La dama de los misterios palmeó con aprobación la mano de Neylan—. ¿No dicen que la cosecha tardía produce el vino más suave?

A los postres, Nicol Peters se volvió súbitamente hacia Menachem Avriel y dijo, sin un propósito en particular:

—Todavía me preocupa la lógica del asunto.

—¿Y…?

—Creo que tengo el eslabón perdido.

—¿Cuál es?

—Dos líneas de pensamiento, dos líneas de acción. Lo que usted llamó «aletear con los murciélagos sobre la Montaña Mágica».

—Nico, expliqúese mejor.

—Podemos suponer, aunque usted no está en condiciones de reconocerlo, que el Mossad se ha infiltrado en La Espada del Islam.

—¿Y qué se deduce de ello?

—Un panorama posible. El grupo traza un plan falso. El Vaticano, la República, el Mossad y todos adoptan medidas para afrontar el caso. Quizá incluso le entregan a un falso asesino, a quien arrestan o matan. Después, no necesitan al Papa ni a Salviati. Tienen lo que realmente desean: un casus belli, una razón para organizar el golpe de efecto que necesitan, desde el secuestro al asalto de un avión. Es una idea, ¿verdad?

—Una idea muy desagradable —dijo Sergio Salviati.

Menachem Avriel desechó la idea con un encogimiento de hombros. Después de todo, era un diplomático acostumbrado a la mentira en reuniones sociales. Nicol Peters abandonó el tema y se dedicó al brandy. En definitiva, él era un periodista que comprendía que la verdad a menudo estaba en el fondo del pozo, y que había que agitar el lodo para alcanzarla.

Cuando se retiraron de la mesa, separó del resto a Sergio Salviati con el fin de interrogarle en privado.

—Desearía decir esto del modo más sencillo posible. Recibo los boletines diarios sobre los progresos del Papa. ¿Usted puede añadir algo sin faltar a la ética?

—No mucho. Está recuperándose muy bien. Sus facultades mentales no han sufrido daño y supongo que a eso apunta usted con su pregunta.

—¿Podrá desenvolverse bien en el cargo?

—Si cumple el régimen, sí. Probablemente mejor que en el pasado inmediato.

—¿De diferente modo? Me refiero a la charla entre Tove y Matt Neylan.

—No puede mencionar mis palabras en relación con ese asunto.

—No lo haré.

—Tove tiene razón. Ese hombre ha cambiado mucho. Creo que el cambio persistirá.

—¿Podría denominarlo una «conversión» en el sentido religioso de la palabra?

—Eso es cuestión de semántica. Prefiero limitarme al vocabulario clínico… Y ahora, ¿puedo hacerle una pregunta?

—Adelante.

—Su sugerencia sobre el falso asesino… ¿Usted lo cree posible?

—Creo que es muy posible.

—Supongamos —dijo Salviati eligiendo cuidadosamente las palabras—, sólo supongamos que el asesino ya ha sido identificado.

—¿Y detenido?

—Suponga también eso, si lo desea.

—¿Debo suponer algo más?

—Que no hubo reacción alguna por parte de La Espada del Islam.

Nicol Peters curvó los labios y después emitió un tenue silbido de sorpresa.

—En ese caso, yo recomendaría que nos abrocháramos los cinturones. ¡Nos espera un viaje muy accidentado! Si sucede algo, infórmeme. ¿Quiere?

—Usted probablemente lo sabrá antes que yo —dijo Sergio Salviati—. Tal como se desenvuelve mi vida, nunca dispongo de tiempo para leer los diarios de la mañana.

Después, la conversación cobró un sesgo más intrascendente. Mientras la bruma nocturna se elevaba en el Tíber, todos pasaron al salón. Matt Neylan se sentó al piano y entonó canciones napolitanas con su dulce voz de tenor irlandés. Y después, la esposa del embajador se sentó al piano y volcó un torrente entero de música: Chopin, Liszt, Tchaikovsky. Incluso Katrina Peters, una anfitriona de agudo espíritu crítico, tuvo que convenir en que la velada había sido un éxito. Nicol Peters estaba preocupado. Todos sus instintos le decían que estaba a punto de explotar una bomba. Pero por mucho que se devanaba los sesos, no podía definir de qué se trataba.

9

La villa de Omar Asnan en la Antigua Via Appia le había costado una fortuna. Situada en el sector más caro del antiguo camino, entre la tumba de Cecilia Metella y el cruce de caminos que llevaba a Tor Carbone, era una colección de construcciones erigidas entre los tiempos romanos y el siglo XX.

Una pared alta y desnuda, el borde superior sembrado de vidrios rotos, la separaba de la carretera y de los campos abiertos de la campiña que se extendía detrás. El jardín, con su piscina y los canteros de flores, se extendía a la sombra de altos cipreses y grandes pinos. También estaba vigilado de noche por un guardia armado y dos dobermans.

Un rasgo particular de la casa era la torre cuadrada construida alrededor de la chimenea; desde ella podía observarse la Appia Antica en ambas direcciones, contemplar a los pastores que conducían sus rebaños a la campiña y mirar por encima de los techos de otras villas hasta los bloques de apartamentos del E.U.R.

La segunda característica, una comodidad especial para Omar Asnan, era el sótano, abovedado y revestido de piedras reticuladas, y que se remontaba al mismo período del cercano Circo de Maxentius. El sótano mismo nada tenía de particular, pero una losa suelta del piso había revelado la existencia de un tramo de diez peldaños que conducían a un túnel. El túnel, excavado en la blanda piedra de toba, avanzaba unos cincuenta metros por debajo de la campiña y desembocaba en una amplia cámara circular ocupada por grandes vasijas de cerámica, usadas antaño para almacenar el grano. El aire era rancio, pero el lugar estaba completamente seco, y fue muy sencillo instalar un sistema de ventilación con las tomas de entrada y salida ocultas por los matorrales del jardín.

—De modo que Omar Asnan, ¡gracias a Alá, el justo y compasivo!, tenía allí un almacén para depositar mercancías especiales, como armas, granadas y drogas, una sala de conferencias a salvo de miradas inquisitivas, y una casa segura para alojar amigos o enemigos. Precisamente allí se reunió con sus cuatro lugartenientes de más confianza para analizar la desaparición de Miriam Latif de la Clínica Internacional.

Se sentaron sobre almohadones dispuestos alrededor de una alfombra, dos a cada lado, bajo la presidencia de Omar Asnan. Era un hombre pequeño y moreno, pulcro como un maniquí, de manos expresivas y sonrisa fácil. Su discurso fue breve y concreto.

—Esto es lo que hemos podido confirmar en veinticuatro horas. A las tres de la tarde yo mismo llamé a Miriam a la clínica para concertar un encuentro aquí. Ella aceptó. Dijo que podría concertar fácilmente la hora al final del día. Iría en coche a Roma para hacer unas compras y me vería en el camino de regreso.

Se volvió hacia el hombre que estaba a la derecha.

—Khalid, usted recuerda todo esto. Estaba aquí conmigo.

—Lo recuerdo.

—Convinimos en cenar aquí, en la villa. No llegó nunca.

—Sin duda, fue…

—¡Por favor! —Asnan levantó una mano en un gesto de advertencia—. Por favor, hablemos de lo que sabemos, no de lo que creemos saber. Miriam no llegó. Alrededor de las diez de la noche fui al club para comunicar la noticia e informar que nuestra operación probablemente estaba frustrada. Todos recibieron el mensaje, ¿verdad?

Hubo un murmullo de asentimiento.

—Ahora, les diré lo que supimos después, gracias a nuestros contactos en la policía y el aeropuerto. El coche de Miriam apareció en el estacionamiento de Fiumicino. La clínica afirma, y he visto el mensaje recibido por la operadora de la centralita, que Miriam llamó desde el aeropuerto a las 7 de la tarde para decir que su madre estaba muy enferma y que viajaba inmediatamente a Beirut en la Middle East Airlines. Personalmente verifiqué ese punto con nuestros amigos de la compañía aérea. En efecto, una mujer que dio el nombre de Miriam Latif compró el billete, presentó un pasaporte libanes, y subió al avión. El único problema era que esta mujer usaba el velo tradicional. Miriam Latif jamás usó velo… Más aún, he confirmado con Beirut que nadie presentó el pasaporte de Miriam Latif o una tarjeta de desembarco a su nombre. La propia Miriam no estuvo con sus padres, que gozan ambos de excelente salud… Por lo tanto, amigos míos, ¿cuál es nuestra conclusión?

El hombre llamado Khalid contestó por todos.

—Creo que la conclusión es obvia. Seguramente la vigilaban. La interceptaron y secuestraron de camino a Roma. Otra persona llevó su coche al aeropuerto y viajó con su nombre a Beirut.

—¿Por qué se tomaron tantas molestias?

—Para retrasar lo que ahora hemos comenzado: la búsqueda de Miriam Latif.

—¿Está viva o muerta?

—Mi conjetura es que está viva.

—¿Motivo?

—Si no fuera así, ¿qué propósito tendría toda la maniobra del aeropuerto? Era mucho más simple matarla y desprenderse del cadáver.

—Pregunta siguiente: ¿quién la retiene?

—El Mossad, sin ninguna duda.

—¿Para qué?

—Para interrogarla. Saben que existimos. Sin duda, se enteraron de nuestros planes; si no fuera así, ¿cómo se explica esa enorme concentración de fuerzas en la clínica?

—¿Y cómo lo pudieron saber?

—Porque alguien les informó.

—¿Usted afirma que hay un traidor entre nosotros?

—Sí.

—Precisamente —dijo Omar Asnan—. Y para desenmascarar a ese traidor era necesario sacrificar a Miriam Latif. Lo siento muchísimo.

Hubo un silencio mortal en la habitación. Los cuatro hornbres se miraron y después volvieron los ojos hacia Omar Asnan, que permanecía sereno, con la expresión benigna, complacido ante la incomodidad del resto. Después, metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y extrajo un bolígrafo y un pequeño cuaderno de tapas de cuero. Abrió el cuaderno y retomó el hilo de su discurso.

—…Ustedes saben cómo estamos organizados. Aquí somos cinco. Debajo de este grupo hay núcleos de tres personas. Cada núcleo es autónomo. Cada persona de un grupo se relaciona con sólo una persona de otro grupo. De ese modo, la traición no puede extenderse fácilmente. Sólo nosotros cinco conocíamos la existencia de Miriam Latif y los planes que habíamos trazado para ella. Sólo uno de ustedes sabía que yo la había citado aquí. —En un gesto casi juguetón, apoyó el bolígrafo contra la sien de Khalid—. ¡Sólo usted, Khalid, amigo de mi corazón!

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