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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Lázaro (35 page)

BOOK: Lázaro
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—No estoy segura de que pueda arriesgarme a eso.

—¿Cuál es el riesgo?

—¿No lo sabe, Santidad? Los vikiagos incendiaron Dublín hace varios siglos. ¡Los irlandeses jamás lo han olvidado!

El libro de entrevistas incluía otro visitante: el abate del monasterio bizantino de San Neilus, cue estaba a pocos kilómetros de distancia, en Grottaferrsta. El abate Alexis, que también desempeñaba la función de ibispo de la campiña circundante, era un anciano, todavía vigoroso y lúcido, pero con un aire de serenidad extraordinaria y de profunda calma espiritual. Su visita a Castel Gandolfo era una costumbre anual, y siempre se ajustaba a un estilo íntimo y casi doméstico.

El monasterio existía desde hacía mil años, y sus orígenes se remontaban a las primeras comunidades helénicas de Calabria y Apulia. La estirpe griega original estaba mezclada con albaneses y otras razas de la antigua Iliria que, pese a las dificultades y los roces constantes, lograban conservar sus ritos, sus costumbres y sus privilegios, así como su unión con Roma, incluso después del Gran Cisma.

La mayoría de los monjes actuales estaba formada por italoalbaneses; pero el rito era griego. Tenían una biblioteca de manuscritos valiosos. Dirigían un seminario para sacerdotes del rito bizantino. Mantenían una escuela de paleografía, iluminación y restauración. A los ojos del Pontífice León, el lugar siempre había tenido un significado especial, como un posible peldaño en el largo camino de retorno en el tiempo que llevaría a la reunificación de las iglesias ortodoxas de Oriente. Pero por diferentes razones, nunca había hallado la inspiración necesaria para aprovechar esos recursos. Quizá demasiado tarde, ahora estaba dispuesto a reconocer que, en el primer encuentro, había pensado que el humor del abate era un poco demasiado áspero.

Éste era el hombre que, cuando se le pidió que comparase la práctica griega del clero casado con la romana del celibato clerical, había comentado: «Creemos que nuestro sistema funciona mejor. Después de todo, si uno desea tener peones en el viñedo, ¿por qué ha de impedir que traigan su almuerzo?». Al referirse a la pasión romana por la legislación, había formulado este aforismo: «No es la Iglesia la entidad que conduce a la gente a Dios. Es Dios quien la trae hacia Él mismo, a veces gracias a la intercesión visible de la Iglesia, ¡y otras a pesar de ella!».

Pero durante los años siguientes el anciano se había convertido en un individuo contemplativo, y circulaban anécdotas sobre su capacidad para adivinar el corazón humano y conferirle el don de la paz. Después de la tensión del encuentro precedente, el Pontífice descubrió que era un visitante muy llevadero. Había traído un regalo, una edición facsímil del principal tesoro del monasterio, un
typikon
, o compendio litúrgico del siglo XI. Con el regalo venía una amable dedicatoria que citaba un pasaje de la Epístola de Juan: «Carísimo, deseo que en todo prosperes y goces de buena salud».

Pasearon por el jardín, y como le había enseñado a hacer Tove Lundberg, el Pontífice habló sin timidez de los problemas que se delineaban ante él.

—Hay una profunda ironía en mi situación. Percibo todos los errores que cometí. Incluso veo más claramente que es muy escaso el tiempo disponible para repararlos.

El anciano rió, emitiendo un sonido aéreo y cristalino como la risa de un niño.

—El pueblo de Dios es asunto de Dios. ¿Por qué no confía en Él?

—¡Ojalá todo fuese tan sencillo!

—Lo es. Ahí está el asunto. Las parábolas no nos dicen otra cosa: «Mirad los lirios, cómo crecen; ni trabajan ni hilan…». La pasión por la acción es lo que nos destruye a todos. Estamos tan atareados organizando, maquinando y legislando que perdemos de vista los propósitos mismos que Dios nos asigna y que asigna a éste nuestro planeta. Usted todavía está débil… más débil que yo, que le llevo quince años. Concédase más tiempo antes de retomar el trabajo. No permita que le entierren bajo una montaña de detalles, como intentan hacer. Una palabra suya en el momento apropiado hará más bien que una semana de agitación en las congregaciones.

—El problema es que me veo en dificultades para encontrar las palabras. Cuanto más sencillas tienen que ser, más difícil me parece decirlas.

—Quizá —dijo benignamente el abate—, quizá es así porque usted intenta hablar simultáneamente dos idiomas: el idioma del corazón y el de la autoridad.

—Y usted, mi señor abate, ¿cuál usaría?

—Santidad, ¿puedo atreverme un poco? ’

—¡Se lo ruego!

—De un modo que usted no conoce, y que en efecto no puede conocer, afronto el mismo problema todos los días en el desempeño de mi cargo. Ahora soy un anciano. Mi fuerza es limitada. Reflexione un momento. Somos, lo mismo que los monasterios hermanos de Lungro, San Demetrio, Terra d’Otranto y otros lugares, un reducido grupo de supervivientes étnicos, descendientes de las colonias griegas y de algunas tribus balcánicas dispersas. Como sacerdotes y monjes, somos custodios de la identidad cultural de nuestros pueblos, de lo que queda de sus lenguas, sus tradiciones y su iconografía. A los ojos de Roma, por lo menos antaño, se concebía esto como un privilegio. Le atribuimos entonces, como ahora, el carácter de un derecho. Para conservar este derecho necesitamos demostrar que lo merecemos. De modo que yo, como abate, necesito mantener en nuestra comunidad la disciplina que nos haga inmunes a la crítica o al cuestionamiento del Vaticano. Esa tarea no siempre es fácil para mi gente o para mí. Pero en el curso de los años he comprobado que es mejor persuadir que imponer. La diferencia entre usted y yo es que siempre puedo mantener un diálogo cara a cara. Excepto en su propia residencia, eso es imposible para usted. Usted soporta la interpretación de los retóricos y los funcionarios, y la traducción de los periodistas. Jamás se oye su verdadera voz. ¡Considere la pareja que ahora formamos! Excepto este único día del año, esta única y breve hora, usted y yo podríamos estar viviendo en diferentes planetas…

—Uno de los consejos que me han ofrecido —dijo el Pontífice con voz pausada— es que debo comenzar a descentralizar, a devolver a los obispos locales su auténtica autoridad apostólica. ¿Qué opina de eso?

—En teoría es posible y deseable. Nosotros, los bizantinos, somos un ejemplo apropiado. Sí, reconocemos la autoridad del Pontífice. Preservamos nuestra identidad y nuestra autoridad como iglesia apostólica. El sistema funciona, porque los obstáculos representados por el idioma y la costumbre nos evitan el exceso de interferencias. Pero si usted intentara hacer lo mismo con los alemanes, los ingleses o los franceses, tropezaría con la oposición de los sectores más inesperados. ¡Vea lo que ha sucedido en Holanda estos últimos años! Los holandeses reclamaron las libertades otorgadas por los decretos del Vaticano II. Inmediatamente los profetas del desastre comenzaron a clamar desde los tejados. Hubo una reacción y Roma aplicó el torniquete. La Iglesia holandesa se dividió y casi desembocó en el cisma… Pero lenta, muy lentamente, eso será eficaz, debe serlo. Digo a mis monjes: «Antes de desencadenar una revolución, pensad lo que podéis poner en su lugar… de lo contrario, os encontraréis ante un vacío, y mil demonios se abalanzarán para ocuparlo».

El paseo los había llevado a un bosquecillo, con un banco y una mesa de piedra. Un jardinero trabajaba a pocos metros de distancia. El Pontífice le llamó para que pidiese café y agua mineral en la cocina. Después de sentarse, preguntó sencillamente:

—Mi señor abate, ¿está dispuesto a oír mi confesión?

El anciano no se mostró sorprendido.

—Naturalmente, si Su Santidad lo desea. Se sentaron uno al lado del otro, apoyados en la mesa mientras el Pontífice León volcaba, a veces con frases entrecortadas, a veces con una avalancha de palabras, los sentimientos de culpa y las confusiones que se habían acumulado como hojas barridas por el viento en las grietas de su conciencia.

Habló sin reservas, porque esta vez no estaba pidiendo consejo o juzgando el consejo ofrecido, o sopesando sus posibles consecuencias. Éste era un gesto completamente distinto; era el coronamiento de la
metanoia
, la purga de la culpa, la aceptación de la penitencia, la aceptación de comenzar a partir de cero. Era un acto anónimo, secreto y fraternal. El hermano mediando por el hermano ante el Padre de todos. Cumplido el acto, el penitente León inclinó la cabeza y oyó la voz del anciano que pronunciaba en griego las palabras de la absolución.

Más avanzada la misma mañana, Matt Neylan llamó a monseñor Peter Tabni, asesor de la Comisión de Relaciones Religiosas con el Islam. Su petición fue formulada en términos muy prudentes.

—Peter, he conocido casualmente a un musulmán iraní llamado Omar Asnan. Manifestó el deseo de visitar el Vaticano. Es residente permanente en Roma, comerciante, sin duda rico y un hombre bien educado. Me pregunto si usted podría concederle una hora o dos.

—¡Por supuesto! Con mucho gusto le concederé una mañana. ¿Cómo desea concertarlo?

—Hablaré con él y le diré que usted le llamará. Después ustedes mismos concertarán la cita.

—¿Usted no vendrá?

—Peter, es mejor que no. Me han concedido acceso al Archivo. No quiero abusar de mi suerte.

—Entiendo. ¿Se siente bien? ¿Está cómodo?

—Por el momento, sí a las dos preguntas. Infórmeme cómo le fue con Asnan, y yo le pagaré un almuerzo.¡
Ciao, caro
!

Después, telefoneó a Omar Asnan, que se lo agradeció efusivamente.

—Señor Neylan, es usted un hombre cumplidor. No olvidaré su bondad. Por supuesto, nos acompañará.

—Lamentablemente no. Pero monseñor Tabni le atenderá bien. Nos veremos muy pronto en el Alhambra.

Después, Malachy O’Rahilly le llamó desde Castel Gandolfo. Era evidente que estaba turbado.

—Matt, seguramente tienes el poder de la adivinación.

—¿Por qué?

—He sido despedido; exactamente como pensaste que podía suceder. Oh, todo fue muy amable y compasivo. Me concedieron tres meses de licencia para curar mi inclinación a la bebida y adoptar una decisión consciente. Si después no recupero la sobriedad, podré retirarme al amparo de un decreto personal.

—Malachy, lo siento.

—No es necesario que reacciones así. Yo no lo siento. Volveré con el Gran Hombre al Vaticano e instalaré en mi cargo a mi sucesor. Después puedo marcharme.

—Si deseas descansar unos días, ven a mi apartamento.

—Lo pensaré. De todos modos, gracias. Y otra cosa: Tove Lundberg. Esta mañana le comunicaron tu ofrecimiento. Lo agradece mucho. Desea pensarlo. Te llamará directamente para hablar del tema.

—¿Otras novedades?

—No gran cosa. El retrato del Gran Hombre por Britte Lundberg es realmente maravilloso. Recibimos la visita del abate de San Neilus, un anciano simpático, transparente como la porcelana antigua. Al salir se detuvo frente a mi escritorio y me ofreció una sonrisa divertida y sesgada, y dijo:

—«¡Monseñor, no se irrite demasiado! Su Santidad le hace un favor». Y después, aunque parezca increíble, citó a Francis Bacon: «Los príncipes se asemejan a los cuerpos celestiales en que originan buenos o malos momentos, y gozan de profunda veneración, pero no de descanso».

—Nunca he hablado con él. Creo que valdría la pena invitarle a cenar.

—Matt, preferiría ser yo el invitado. De todos modos, es tu turno y además necesito un hombro sobre el que llorar.

Ya era mediodía. Se preparaba para salir cuando llamaron a la puerta. Abrió y se encontró frente a Nicol Peters. Detrás estaban Marta Kuhn y un individuo delgado, con cara de lobo, a quien nunca había visto antes. Era evidente que Peters había sido designado maestro de ceremonias.

—Matt, ¿tiene inconveniente en que entremos? Es necesario explicar ciertas cosas.

—Así parece. —Neylan esperó una palabra de Marta. Pero la joven continuó callada.

Se apartó a un lado para permitirles entrar en el apartamento. Cuando los visitantes se sentaron, Neylan permaneció de pie, mirando a uno y a otro. Nicol Peters realizó las presentaciones.

—Usted conoce a Marta Kuhn.

—Al parecer, no tanto como creía.

—Y éste es Aharon Ben Shaúl, agregado a la embajada israelí en Roma.

—Nico, ésa es la identificación. Todavía espero la explicación.

—Yo soy la explicación, señor Neylan. —Ahora, Aharon Ben Shaúl tomó el mando—. Trabajo para la inteligencia israelí. La señorita Kuhn trabaja para mí. Parte de nuestra tarea es la actividad antiterrorista. Usted frecuenta el Club Alhambra. Ayer salió del club con un tal Omar Asnan. La señorita Kuhnme informó. Esta mañana he recibido una llamada de la Clínica Internacional para decirme que usted había ofrecido refugio en su casa de Irlanda a Tove Lundberg y su hija. La relación era desconcertante, hasta que descubrí que usted la había conocido en casa de Nicol Peters, que me explicó su pasado. Este me alentó; pero todavía dejó ciertas zonas dudosas.

—¿Acerca de qué?

—De sus simpatías políticas.

—¡Mis simpatías políticas sólo a mí me conciernen!

—Y de sus actividades romanas, que interesan tanto a los italianos, como a nosotros mismos y al Vaticano. ¿Dónde fue usted anoche con el señor Asnan?

—A un pequeño club de música cerca de Monteverde Vecchio, un lugar llamado Mandolino. Estuvimos allí una hora. Salimos. Él me dejó en mi casa.

—¿Por qué fue con el señor Asnan?

—Fue un encuentro casual en una noche aburrida. Nada más.

—Pero ambos frecuentan el Alhambra.

—Nos hemos visto allí. Nunca habíamos hablado. Creo que la señorita Khun puede confirmar eso.

—Ya lo ha hecho. ¿De qué hablaron?

—En general, de trivialidades. Le dije que estaba escribiendo un libro. Explicó que era comerciante. Cuando supo que yo estaba trabajando en el Archivo Vaticano manifestó el deseo de visitar la Ciudad. Esta mañana arreglé su vinculación con uno de mis amigos, monseñor Tabni, que dirige la Comisión de Relaciones Religiosas con el Islam. Tabni se manifestó dispuesto a ofrecerle la gira de diez dólares. Fin de la historia.

—No es el fin, señor Neylan, sólo el comienzo. El señor Omar Asnan es el dirigente de un grupo musulmán extremista llamado La Espada del Islam, acerca del cual nuestro amigo Nicol Peters ha escrito algunos artículos extensos. Detesto decirlo, señor Neylan, pero acaba usted de entregar a un asesino las llaves de la Ciudad del Vaticano.

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