La música y las imágenes flotaban sobre una multitud mayoritariamente geshel, y unas voces narraban los detalles que todos conocíamos de memoria, naderitas y geshels por igual. Veinticinco años antes, Korzenowski y sus asistentes habían completado, conectado e inaugurado la Vía. Desde mi infancia, la Vía me había atraído. Era el único lugar —si así podía llamarse— donde yo podría afrontar las pruebas que anhelaba.
En la. historia de la humanidad, ¿ hubo alguna vez algo más audaz? La Vía, que parte de la séptima cámara de Thistledown y es el interior (no hay «exterior») de un infinito tubo inmaterial de cincuenta kilómetros de diámetro, con una superficie lisa y árida del color del bronce recién fundido, es un universo vuelto de dentro hacia fuera, atravesado por una singularidad axial denominada «la falla».
Aberturas potenciales a otros tiempos y lugares, historias y realidades, jalonan como cuentas la superficie de la Vía...
Mis padres —y la mayoría de mis amigos de juventud— eran nádenlas devotos, de esa secta semiortodoxa conocida como «los viajeros». Creían que era destino de la humanidad haber abierto siete cámaras en el asteroide Juno, haberle añadido motores Beckmann y haber convertido ese enorme planetoide en una nave estelar, bautizada como Thistledown. Creían —como todos, salvo los naderitas extremos— que era correcto y justo transportar a millones de personas por el vacío interestelar para colonizar nuevos mundos. Nuestra familia había vivido durante siglos en Alexandria, en la segunda y tercera cámaras. Todos habíamos nacido en Thistledown. No conocíamos otra existencia.
Ellos no creían en la creación de la Vía. Casi todos los naderitas convenían en que aquello había sido una abominación de Korzenowski y de los ambiciosos geshels.
Al desvincularme de la mujer que habían escogido para mí en mi juventud, en mi Maduración, yo pondría fin a mi vida como naderita.
Los trenes llegaron festivamente mientras láminas rojas y blancas se arqueaban sobre la estación. La muchedumbre rugió como una bestia monstruosa pero feliz y me empujó por el andén hasta las puertas abiertas de par en par para recibirnos. Yo estaba perdido en un mar de rostros risueños y de gente que procuraba mantenerse erguida entre los empellones.
íbamos tan hacinados que apenas podíamos movernos. Una joven se aplastó contra mí, me miró, se sonrojó. Sonreía feliz, pero un poco asustada. Vestía a la moda geshel, pero por el corte de cabello se veía que era de familia naderita. Se rebelaba, sumándose a la muchedumbre geshel en esta celebración non sancta, tal vez sin ningún interés por el motivo de la celebración.
—¿Cómo te llamas? —preguntó, mordiéndose el labio como si esperase un reproche.
—Olmy —respondí.
—Estás atractivo con esa máscara. ¿Tú mismo la hiciste?
Le sonreí. Tendría cinco años menos que yo, que ya había celebrado mi Maduración y era todo un adulto. Naderita o geshel, pero fuera de lugar. Se frotó contra mí en el tumulto, medio a propósito. Me atraía poco, pero me preocupaba.
—¿Vas a ver la Vía? ¿A visitar Ciudad de Axis? —pregunté, inclinándome para susurrárselo al oído.
—Sí —respondió con los ojos brillantes—. ¿Y tú?
—Más tarde. ¿Te espera tu familia?
Se sonrojó.
—No.
—¿Tu vincular?
—No.
—Yo me lo pensaría dos veces. Los geshels pueden descontrolarse cuando están de fiesta. La Vía los embriaga.
Ella pestañeó cautelosamente.
—Es mi cabello, ¿verdad? —dijo, frunciendo los labios. Procuró alejarse de mí, abriéndose paso entre la multitud, mirando con rencor por encima del hombro.
Para los jóvenes —y a los treinta años, en una cultura donde se podía vivir siglos, yo sólo podía considerarme muy joven— ser geshel era mucho más interesante que ser naderita. Todos vivíamos dentro de un milagro tecnológico, y parecía que el alma de Thistledown se había cansado del encierro. Los geshels, que abrazaban los cambios y tecnologías más extremos, contraponían el atractivo de la aventura en la Vía a la aburrida certidumbre de varios siglos más en el espacio, viajando con Thistledown en busca de planetas desconocidos en torno a una estrella distante.
Habíamos superado las metas de nuestros antepasados. A muchos nos resultaba irracional aferramos a una filosofía pasada de moda.
Pero algo me molestaba, la pérdida de bienestar y certeza...
El tren atravesaba la roca del asteroide, por debajo de Ciudad Thistledown, y más noticias sobre la celebración se proyectaron sobre el rostro de los pasajeros. Canciones e historias flotaban sobre nosotros.
Durante veinticinco años, la Vía, una frontera infinita llena de misterio y peligros inagotables, ha fascinado a los pioneros. Aunque creada por los ciudadanos de Thistledown, ya antes de su inauguración la Vía fue utilizada por inteligencias violentas e ingeniosas: los jarts. Ahora que la influencia jart ha sido desplazada más allá de los dos primeros miles de millones de kilómetros de la Vía, se han abierto puertas y se han descubierto nuevos mundos...
Me abrí paso entre la multitud y bajé del tren en la cuarta cámara. En el andén al aire libre había pocos curiosos, la mayoría naderitas que huían a los bosques, cauces acuáticos, desiertos y montañas para escapar de la celebración. Pero incluso allí el cielo que llenaba la cámara cilíndrica titilaba con colores brillantes. El cilindro de luz amarillenta que atravesaba el eje de la cámara se había transformado en una palpitante obra de arte.
—Están exagerando —gruñó un anciano naderita en el andén, dignamente ataviado con túnica gris y azul. Su esposa asintió.
La luz verde y roja chispeaba a veinte kilómetros de altura. Líneas intensamente blancas serpenteaban dentro del fulgor.
Había bosques alrededor de la estación y de los hoteles. Desde el suelo, la inmensidad de la cámara se revelaba gradualmente, de manera ilusoria. A lo largo de cinco kilómetros a ambos lados, paralelamente a las chatas paredes grises de roca y metal que cerraban el cilindro, el paisaje parecía plano, como habría parecido en la Tierra. Pero la curva del cilindro formaba un puente de tierra que se cerraba por encima de la cabeza de uno, a cincuenta kilómetros de distancia, con bosques, lagos y montañas suspendidos en una atmósfera brumosa, transfigurada por la luz inusitadamente alegre.
En otros tiempos, las cámaras se llamaban «jaulas de ardilla». Aunque inmensas, tenían aproximadamente las mismas proporciones. Toda la nave giraba sobre su largo eje, y la fuerza centrífuga presionaba las cosas contra el suelo de las cámaras con una aceleración equivalente a seis décimos de la gravedad de la Tierra.
El corazón me pesaba como plomo.
El andén estaba a pocos kilómetros del bosque de Vishnu, donde me aguardaba mi vincular.
Caminé, contento con el retraso y el ejercicio.
Uleysa Ram Donnell estaba sola junto al raíl externo, bajo el pabellón donde antaño habíamos celebrado juntos nuestra Maduración. Entonces teníamos diez años. Estaba apoyada en la baranda de madera, frente a gigantescos pinos tan viejos como Thistledown, una pequeña silueta negra en la pista de baile desierta. La alta cúpula blanca la protegía de la luz irisada del tubo. Subí la escalera despacio, y ella me esperó con los brazos cruzados. Su placer de verme se convirtió en preocupación. Habíamos pasado bastante tiempo juntos preparándonos para ser marido y mujer, y nos conocíamos lo suficiente para percibir nuestros estados de ánimo.
Nos abrazamos bajo la alta cúpula de pino blanco.
—Me has descuidado —dijo Uleysa—. Te he echado de menos.
Uleysa era tan alta como yo y después de besarme me miró fijamente con sus grandes ojos negros un poco entornados, con suspicacia. Tenía un rostro adorable, marcado por la inteligencia y la preocupación, nariz levemente curva, barbilla redonda y retraída.
Nuestro vínculo era muy especial para nuestros padres. Esperaban una fuerte unión naderita que nos abriera las puertas de una carrera política en la ciudad y tal vez en toda la nave. Sus padres habían mencionado que quizá llegáramos a ser representantes del Hexamon, administradores conjuntos, parte del resurgimiento del liderazgo naderita.
—Has cambiado —dijo Uleysa—. Tus cartas...
Por un instante vi en sus ojos algo parecido al pánico.
Dije lo que tenía que decir, sin orgullo y sin prisa. Mi aturdimiento se convirtió en parálisis.
—¿Adonde irás? —preguntó ella—. ¿Qué harás?
—Otra vida.
—¿Tanto te aburro?
—Nunca me has aburrido —protesté—. Los fallos están en mí.
—Sí —dijo ella, entornando los ojos, apretando los dientes—. Creo que tienes razón.
Yo quería besarla, agradecerle el tiempo que habíamos compartido, el crecimiento, pero tendría que haberlo hecho antes de hablar. Ella me apartó con brusquedad y violencia.
Salí de aquella cúpula sintiéndome desdichado y libre a la vez.
Al regresar a la sexta cámara en otro tren atestado, me sentía vacío.
Uleysa no había llorado. Yo no esperaba que lo hiciera. Era fuerte y orgullosa y no le costaría encontrar otro vincular. Pero ambos sabíamos una cosa. Yo la había traicionado, y había traicionado los planes de nuestras familias.
Me proponía entregarme sin reservas a la celebración. Al bajarme en la sexta cámara, aguardé en el centro Korzenowski con otros que esperaban que los coches de construcción los llevaran a la séptima. Caían goterones de lluvia de las espesas nubes que tapaban el techo transparente.
Casi siempre llovía en la sexta cámara. La maquinaria que cubría casi toda la cámara, transfiriendo y modelando fuerzas que escapaban a mi comprensión, generaba un calor que era preciso expulsar, y aquel antiguo método había resultado ser el mejor.
Pensé en el rostro de Uleysa, en sus ojos entornados, y sentí una inesperada punzada de dolor. Mi conciencia de quién era y dónde estaba se encogió como los cuernos de un caracol. Los implantes no me impedían tener emociones negativas, y no intenté suprimirlas. Uleysa no tenía controles de afecto. Yo merecía mi propia cuota de sufrimiento.
Alguien me tocó, y por un instante pensé que me interponía en su camino hacia los coches. Pero los coches aún no habían llegado. Al darme la vuelta vi a Yanosh Ap Kesler.
—Parece que te hubieran zurrado —comentó—. Sólo te faltan las magulladuras.
Sonreí con desgana.
—Es culpa mía —dije.
Yanosh llevaba en torno al cuello el píctor que estaba de moda, aunque no me hablaba en picts. Por lo demás, su atuendo era del estilo llamado atómico, un tanto conservador, azul y beige en la cintura, perneras negras, zapatillas grises, telas lisas sin imágenes incrustadas.
—Sí... Bien, hace dos días que te busco.
—Estaba de servicio —dije.
Yanosh era un viejo amigo. Nos habíamos conocido cuando éramos jóvenes en el colegio naderita de Alexandria. Yo le había hecho algunos favores fáciles que habían ocultado sus aventuras menos discretas. En general, era mejor juez de circunstancias y caracteres que yo, y había ascendido en su carrera más pronto. Pero yo no estaba de humor para tener compañía, ni siquiera la suya.
—Así fue como te localicé. Convencí a alguien de que necesitaba conocer tu paradero... desesperadamente.
—El rango tiene sus privilegios.
Frunció el ceño y torció el cuerpo antes de recriminarme.
—Deja de ser tan obtuso. ¿Adonde vas?
—A la séptima cámara.
—¿A Ciudad de Axis?
—Luego.
—Ven conmigo. No tendrás que hacer cola.
Hacía cuatro meses que habían nombrado a Yanosh tercer administrador de la séptima cámara y de la Vía. Había llegado a ese centro de poder y actividad desde una familia similar a la mía. Hijo de naderitas devotos, se había pasado a los geshels poco después de la inauguración de la Vía, como muchos otros.
Todos respetábamos la filosofía del Hombre Bueno, cruzado y crítico cauteloso de esa tecnología que había sido causa de Muerte; pero eso había sucedido diez siglos atrás.
—¿Más privilegios? —pregunté.
—Sólo amistad —dijo Yanosh.
—Hace un año que no me hablas.
—No has estado muy a mano.
—Tal vez ahora prefiera las multitudes.
—Es importante —dijo Yanosh. Me cogió del brazo. Traté de zafarme pero él insistió. En vez de dejarme arrastrar, cedí y caminé junto a él. Apoyó la palma en una puerta de seguridad y recorrimos un frío corredor que conducía a un conducto de mantenimiento. Una hilera de luces se perdía en la oscuridad de un túnel ancho y largo.
—¿Qué es tan importante?
—Puedes escuchar algo increíble, como un favor —dijo Yanosh—. Y tal vez consiga salvar tu carrera.
Silbó y un reluciente taxi con distintivo del Nexo salió de las sombras, flotando a pocos centímetros del suelo negro.
—Los naderitas te están investigando —me dijo Yanosh mientras el taxi atravesaba el túnel que conducía de la sexta a la séptima cámara.
—¿Por qué? —pregunté, sonriendo irónicamente—. Estoy en Defensa de la Vía. Acabo de distanciarme del último ritual naderita de mi vida...
—Lo sé. Pobre Uleysa. Yo que tú habría intentado convencerla de que me siguiera. Es una buena mujer.
—No le haría eso —dije, mirando las relampagueantes luces de mantenimiento por la ventanilla. Oscuros robots se apartaron para cedernos el paso—. Ella toleraba mis defectos, pero no estaba de acuerdo con ellos.
—Aun así, le habría gustado que la tentaras. ¿Debería ir a buscarla para ofrecerle consuelo? Es hora de que funde una tríada familiar.
Me encogí de hombros, pero un tic mío le hizo sonreír.
—Por mucho que necesite renovar mis contactos con los viajeros, no sería tan bruto. Los naderitas buscarán obtener el control del Nexo dentro de pocas semanas. Tal vez lo obtengan. El coste de la lucha contra los jarts está provocando conflictos incluso entre los administradores geshels más recalcitrantes. Si los naderitas ganan, el Nexo cambiará de rostro... y los jóvenes quedaremos relegados durante una década. Mi carrera de administrador pende de un hilo. Y, de paso, la Vía puede correr peligro.
Lo miré con verdadera sorpresa.
—No podrían formar la coalición necesaria para eso.
—Nunca subestimes a la gente que nos creó.
El taxi cogió por una autopista recta bajo una luz brillante y perlada. Había arena de color tostado a un lado y blanca al otro. Estábamos a cinco kilómetros del acceso público a la séptima cámara. A nuestras espaldas retrocedían las grises alturas del casquete meridional de la séptima cámara, un inmenso acantilado.