Legado (38 page)

Read Legado Online

Authors: Greg Bear

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Legado
3.32Mb size Format: txt, pdf, ePub

Soterio se aproximó. El capitán preguntó quién llevaba el timón, y el segundo oficial replicó que Shimchisko había reemplazado a Shankara, y que Ry Diem estaba como refuerzo. Shirla había dejado el timón poco después del comienzo de la tormenta.

Todo parecía producto de un sueño, más aún, producto de un delirio febril. Una luz rosada y blanca nos iluminaba el rostro, las nubes eran pinceladas de plata. El cursor de trinquete se hinchaba y deshinchaba con el viento. Las hojas ondulantes se elevaban a la altura de la verga del cursor, y desde arriba Ibert anunció que la hierba terminaba unos cientos de metros más adelante.

El Vigilante salió de la hierba diez minutos después. Frente a nosotros vibraba una densa muralla de nubes blancas y relucientes. En la ancha franja de mar que la precedía, docenas de vástagos de distintas especies serpenteaban y flotaban en las aguas, pasando entre masas anchas y negras como islas bajas. De esas masas se elevaban columnas traslúcidas que relucían como si fuesen de vidrio, pero que con cada latido temblaban como gelatina rígida. Dentro de las columnas había largos cilindros grises y azules embutidos como cables dentro de una funda aislante. Las columnas eran dos veces más altas que el árbol mayor y casi tan anchas como largo el Vigilante desde el botalón de trinquete hasta popa.

El cielo estaba poblado de detalles desconcertantes. Vi ruedas de tinieblas girando con agilidad sibilina. Uno de esos vórtices atravesó la muralla y se precipitó en forma de lluvia negra en el mar, que hervía como una sopa viviente. La palpitación comenzaba a lastimarnos los oídos, era una rápida oleada de presión y sonido, y ya no podíamos hacernos oír.

No podíamos controlar el Vigilante. Sin importar hacia dónde moviéramos las velas o el timón, la gruesa masa de vástagos nos llevaba con su flujo, dejando atrás la hierba ondulante, como pardos peñascos elevándose a una pradera plateada sobre una colina. Detrás todo estaba envuelto en volutas de nubes blancas, atravesadas por haces brillantes. Un inmenso telón negro mechado de abanicos de oro en polvo se elevaba miles de metros en el aire. Nunca había visto nada tan sobrecogedoramente bello, ni siquiera la muralla de una ofensiva jart.

Me sentía como un Jonás perdido en el vientre de un monstruo divino; la bestia-tormenta, como había dicho Salap, el justo castigo del capitán. El pecho me dolía de temor y de algo parecido a la vergüenza. Se me cerraba la garganta, y no habría dicho nada aunque hubiera podido hablar.

De pronto todos mis pensamientos se concentraron en Shirla. Era lo más parecido a una amiga que tenía en este planeta. Estar cerca de ella me parecía esencial. Miré por cubierta, di un paso para ir a popa, me contuve y miré a Thornwheel. El había guardado la libreta empapada y estaba acurrucado junto al bauprés, las manos sobre los oídos, tratando de protegerse de aquella vibración estentórea. Salap había caído de rodillas junto a la borda, a babor, la soga enredada en torno a las piernas. El capitán aún estaba de pie, pero apoyado contra el conducto curvo de la cocina, el rostro demudado en una mueca de dolor, los ojos entrecerrados.

Cuánta energía, pensé. Di media vuelta y lo observé todo, olvidándome por el momento del dolor en los oídos, llamando a Shirla. Me preguntaba si estaría viva o muerta. Si salía bien librado de aquel trance, pensé, renunciaría a todo —mi misión, mi poca disposición a unirme a los inmigrantes—, a todo con tal de estar con Shirla.

Pero Shirla se convirtió en una abstracción. De pronto eché en falta a Ulcysa de Thistledown. Recordé con extraordinaria claridad el rostro de varias mujeres, amigas y amantes, o meras conocidas. Estaba rodeado por ellas. Vi a mi madre, el rostro anguloso, colérico, intrigado, incapaz de comprender que acababa de lastimar a su hijito con una palabra brusca, y la amé, la perdoné, la necesité.

La vibración cesó. EÍ Vigilante flotaba en relativa calma. Los otros ruidos —el silbido del viento a estribor, el gorgoteo del agua y el susurro de los vástagos— regresaron gradualmente, como si hubieran estado escondidos y sólo ahora emergiesen.

La calma parecía el aliento que se aspira antes de un alarido, pero no hubo alarido.

—Saldremos de ésta —dijo Keyser-Bach, pronunciando cada palabra como un maestro de escuela. Se acercó a la borda—. Por el Hálito y el Hado, espero que Cassir esté recogiendo especímenes. —Señaló las aguas, contando con los labios—. No puedo contar cuántos tipos de vástagos hay aquí. ¿Qué hacen?

Las aguas que rodeaban la nave hervían de formas y colores, como si el Vigilante estuviera atrapado en una red llena de las criaturas de todo un océano terrícola. Soteno llegó a proa, la cabeza envuelta en un paño blanco sucio. Se quitó el paño y acercó la oreja izquierda a la boca del capitán para recibir órdenes. Pero el capitán dijo una cosa y se retractó, luego otra y también se retractó. No había lugar adonde ir. Girábamos dentro de aquella criatura, y nuestra brújula no servía de mucho. La tormenta podía haber cambiado de curso mientras nosotros estábamos en su interior. Hacía cinco horas que estábamos dentro de aquel organismo. Podíamos estar a treinta o incluso a cuarenta millas de su borde.

—Maldición —exclamó al fin el capitán, alzando las manos.

Se volvió, miró la muralla de bruma, se volvió de nuevo y miró un corredor entre las falsas colinas pardas y la pradera de hierba plateada. Más allá había más niebla, mechada de oro y plata, —Es puro instinto o conjetura, ser Soterio.

—Que sea el instinto, señor —dijo Soterio.

Salap y Cassir se aproximaron. Cassir depositó el contenido de una abultada red en un tonel, echó un cubo de agua sobre el hirviente contenido. Con fascinación, cautela, y cierta repulsión, Cassir le puso la tapa al tonel.

—¿Qué veis? —les preguntó Randall a Ibert y Shatro, que estaban en la cima del árbol mayor. Me cubrí los ojos para protegerlos de un fogonazo y vi que los dos hacían equilibrios en la cofa. Shatro alzó un brazo y se arrodilló, aferrando los obenques. Escudriñó el mar circundante.

—No sé —respondió.

—Nada tiene sentido —añadió Ibert.

—Estamos buscando una salida. ¿Qué veis? —respondió Randall de mal humor.

—¿Qué aspecto tendría? —preguntó Ibert plañidero.

—El de una puerta —se burló Thornwheel—, con un gran picaporte de bronce.

Una mancha de tinta negra cayó a sus pies, salpicándole los zapatos y los pantalones. La miró incrédulo, nos miró a nosotros. ¿Y ahora qué? Cayeron más gotas, y brotaba vapor de las manchas. Una me dio en la espalda y estaba tan caliente que me quemó.

—¡Maravilloso! —gritó Shatro desde la cofa—. ¡Nos hemos metido de cabeza en el infierno!

Nos dispersamos por cubierta para evitar aquel chaparrón de gotas de tinta caliente. El moteado mar rodaba con la oscura lluvia, y la masa de vástagos serpenteantes se hundió con un coro de gorgoteos. Shatro e Ibert gritaron desde el mástil. Ibert bajó por los obenques a toda prisa, deteniéndose para gritar cuando una salpicadura de lluvia humeante le mojó la cabeza y la espalda. Casi se cayó. Shatro se quedó en la cofa, cubriéndose la cabeza con las manos, gritando incoherencias.

En el castillo de proa no había lugar donde ocultarse. Vi a Meissner corriendo con trozos de vela destrozada, y arrojándolos a los tripulantes que se agachaban en cubierta. Ibert saltó de los obenques, aterrizando pesadamente en cubierta, y arrebató al velero un trozo de lona. Todos buscaron las escotillas, abriéndose paso a empellones.

En medio de aquel tumulto, me encontré junto a la carpintera Gusmao, en su lugar de trabajo, en el centro del barco, bajo la cubierta superior. Miró con mal ceño a los intrusos. No había estado en cubierta desde que entramos en la tormenta. No era una persona curiosa.

—Por Dios, sois un desastre —nos dijo a los cuatro—. ¿Qué sucede allá arriba?

Nadie respondió enseguida.

—Lluvia negra —dijo Kissbegh, el rostro cubierto de manchas, casi irreconocible junto a la robusta y negra figura de Ry Diem.

—¿Quién lleva el timón? —preguntó Shirla, caminando por el pasillo entre el taller de carpintería y el cobertizo de las velas.

—Shimchisko todavía está allí. Soterio está con él —dijo Shankara.

La nave se mecía. La pesada lluvia tamborileaba en cubierta. El aire era sofocante, y la humedad aumentó hasta que apenas pudimos respirar. Shirla me apoyó la mano en el brazo, solícita. Le puse la mía encima y me sentí como un niño. Thornwheel se acercó por el pasillo, llamándome.

—Salap está a proa, en el laboratorio —dijo—. Tienen los especímenes dentro.

Me limpié la viscosidad negra de la cara. Al secarse, formaba una costra que se desprendía sin dejar manchas en la piel. Toqué la cara de Shirla y traté de limpiársela. Ella me contuvo la mano y retrocedió ligeramente, pero sonrió.

—Tengo en los ojos —dijo.

Gusmao se recobró y nos ordenó que saliéramos del taller.

—No sé qué sucede arriba, pero el capitán quiere sus cajas y toneles.

Nos empujó al pasillo, donde el aire, lejos de los conductos de ventilación, era cada vez más denso.

—¿Vas a trabajar en medio de esto? —preguntó Kissbegh, mirando el estrecho espacio donde trabajaba la carpintera.

—Voy a respirar, demonios —dijo Gusmao, y le cerró la puerta en la cara.

Al cabo de unos minutos cesó el tamborileo. El viento arreció, y también el crujido de los árboles, las vergas y los cordajes. Encargamos a Ridjel que asomara la cabeza para comprobar qué se veía. Subió la escalera, alzó la escotilla.

—Salap está afuera. Esa cosa negra ha dejado de caer, pero cubre toda la cubierta. Veo al capitán y a Randall.

Trepamos al alcázar y regresamos al lugar que ocupábamos antes de que comenzara la lluvia; todos menos Ibert, que permaneció junto a los obenques, llamando a Shatro. Shatro respondió diciendo que bajaría enseguida. Pasó Soterio, medio cubierto de tinta, como un arlequín en carnaval. No hizo comentarios sobre la renuncia de Ibert a subir de nuevo.

La nave avanzaba entre rizos de niebla. La temperatura del aire había subido por lo menos diez grados, pero las cubas de agua de cubierta se habían volcado, perdiendo la tapa, y estaban sucias de tinta. El cocinero Leo Frey y su asistente Passey las vaciaron y bajaron a buscar más agua.

El rostro y la barba de Salap brillaban de tinta. Sus vividos ojos blancos miraban desde su rostro negro, la tinta vidriosa y cuarteada.

—El agua cálida será expulsada hacia fuera, para impulsar los bordes de la tormenta. Si nos dejamos llevar por ella, podremos salir.

El capitán estaba junto a Salap, con una toalla ennegrecida en la mano.

—¿Por qué crees eso? —preguntó.

Salap alzó las manos.

—En lo alto de la tormenta hay vástagos que derraman pigmento negro en la humedad suspendida, y el pigmento absorbe la luz del sol. Cuando las nubes alcanzan su temperatura máxima, sueltan una lluvia caliente en el mar, entibiándolo. Forma parte de la maquinaria infernal de este monstruo. Los vástagos del agua absorben el pigmento negro, vuelven lechoso el mar y lo empujan hacia fuera, lleno de calor... —Se encogió de hombros, como si aquello fuera elemental—. Me imagino que en el corazón de esta bestia hay grandes láminas de hielo, como en el interior de una nevera. El aire se enfría y desciende. —Cogió la toalla del capitán y se limpió la cara—. El barco parece triste.

El capitán negó con la cabeza.

—¿Sólo seguimos la corriente?

—Supongo que volverá a ponerse difícil. Pero quizá podamos salir, y de paso lavarnos.

El mar comenzaba a cobrar una palidez lechosa. Salap asintió satisfecho. Thornwheel sonrió y meneó la cabeza, como si le divirtiera ver un truco nuevo de magia.

El capitán estaba sumido en sus cavilaciones; se acariciaba la barbilla con la mirada perdida.

—La tormenta llevará el agua al borde exterior cuando anochezca. ¿En eso estás pensando? —le preguntó a Salap.

—Precisamente —dijo Salap—. El aire nocturno se calentará en torno al borde, y se elevará rápidamente al enfriarse el aire circundante. El aire del centro del sistema descenderá, y la tormenta habrá reunido la energía suficiente para mañana.

—Podremos presentarle a Lenk dos milagros —dijo Keyser-Bach.

El viento comenzó a arreciar de nuevo. Procesiones de vástagos negros, semejantes a anguilas, trazaban largas y delgadas curvas siguiendo la dirección del viento, encauzando el lechoso mar. Dispusimos la nave para seguir el viento, y nos deslizamos entre esas líneas como por la superficie de un mapa inmenso. Las olas crecían mientras navegábamos hacia la muralla de niebla, ahora hecha jirones, que más allá revelaba profundidades de nubes torturadas, blancas y ondulantes.

Nuestra salida de la tormenta fue menos memorable y fatigosa que nuestro viaje hacia su interior. Avanzamos muchas millas por el mar lechoso, a través de velos de bruma, nubes, chubascos que dejaban largas estrías y manchas negras en la cubierta y el casco. La cangreja de popa, la cristiana y todos los cursores, que llevábamos desplegados para impulsarnos con rapidez, lucían borrones y regueros negros.

Detrás de nosotros, la palpitación recomenzó; era un trueno estentóreo que me helaba la sangre. No quería oír nunca más aquel sonido. Me sentía como un germen invadiendo un corazón enorme y palpitante.

Todavía temía morir. También lo temían los demás tripulantes, creo, y su conducta era realmente meritoria. Trabajaban en silencio, concentrándose en la nave. Cabía la tentación de dejarse vencer por el terror frente a los misterios y poderes que nos rodeaban.

Bandadas de ptéridos semejantes a murciélagos llenaron el cielo, perforando las nubes hirvientes y deshilachadas, lanzándose hacia un lugar ignoto dentro de la extensión de la tormenta. El mar lechoso se agitaba con olas de ocho metros como picos de un merengue viviente, arrojando regueros plateados y espuma gris sobre la cubierta. Las olas crecieron hasta medir diez metros y luego se convirtieron nuevamente en monstruos amorfos y devastadores en cuya furia desaparecían las líneas de «anguilas».

Ráfagas de aire más fresco se precipitaban por aberturas entre las nubes, haciendo humear el mar, hasta que nos rodeó una blancura que no permitía ver nada. Thornwheel y yo seguíamos efectuando mediciones con el barómetro y el termómetro; nos acercábamos los instrumentos a los ojos en la niebla impenetrable, tratando de tomar anotaciones en nuevas libretas, o gritándole cifras al capitán, que las anotaba en su pizarra.

Other books

Sugar Rush by McIntyre, Anna J.
Spoils of the Game by Lee Lamond
An Open Book by Sheila Connolly
Loving His Forever by LeAnn Ashers
Getting Even by Woody Allen
Dismissed by Kirsty McManus