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Authors: Greg Bear

Tags: #ciencia ficción

Legado (46 page)

BOOK: Legado
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—¿Y las de Lamarckia no? —pregunté, riendo entre dientes.

—Lamarckia es como Lenk. Benévola, pero llena de sorpresas.

—El verdor —dijo Salap.

—Sí —dijo Cortland—. ¿Por qué ese verdor?

Salap no respondió.

Rissin el camarero seguía roncando.

Dormí unas horas y desperté poco antes del amanecer. Por la ventana vi una superficie de piedra natural rojiza con formas verdes y oscuras que parecían helechos. Unos estampidos en el patio despertaron a Salap, Rissin y Cortland. Usaron las modestas instalaciones y todos aguardamos cerca de la puerta, esperando el desayuno, la libertad o lo que pudiera presentarse.

El guardia de cara musculosa abrió la puerta y nos hizo salir con una seña. Nos desperezamos, pestañeando en el resplandor, mientras otros salían por las demás puertas. Salap se ciñó la camisa y los pantalones, notó que yo lo observaba y se rió de su presunción.

Habían puesto mesas en el centro del patio. Shirla estaba junto a una, y miré a los guardias, que parecían atentos a otras cuestiones, como charlar con otros sirvientes de delantal azul o contar a la gente que salía por las puertas. Caminé hacia ella y la abracé.

—No ha sido una noche agradable —dijo Shirla, aferrándose a mí. Me soltó con un estremecimiento y miró a su alrededor, apretando los labios—. Pero no estamos muertos. Esto parece ser el desayuno...

Los sirvientes trajeron bandejas en carritos y comida en grandes cuencos de cerámica. Randall, con el pelo desgreñado, se sentó a la mesa frente a Shirla y a mí. Nos sirvieron más verduras y melaza. Los guardias se alejaron como si no tuviéramos importancia, o como si simplemente no estuviéramos. Todos iban armados.

Randall se comió su ración en silencio, con la mirada perdida.

Shirla habló sobre las instalaciones, que no eran diferentes de las nuestras.

—Veo a Salap —dijo—, ¿pero dónde está Shatro?

—No está aquí —dijo Randall.

—¿Por qué?

—Dijo que tenía algo que decirle a Brion. El guardia lo dejó salir anoche. —Randall me miró—. Les hablará de ti.

—¿Qué pasa contigo? —me preguntó Shirla.

Fruncí el ceño y sacudí la cabeza.

—Una historia estúpida —respondí.

Randall volvió a mirar el vacío.

El oficial de hombros encorvados caminó hacia el lado norte del complejo, seguido por otro guardia que llevaba una caja. El guardia puso la caja en el suelo y el oficial se subió a ella, pasándose un bastón curvo de una mano a la otra. La espesura que rodeaba el complejo irradiaba un resplandor verde oro bajo el sol de la mañana.

Un zumbido distante que alternaba con chasquidos suaves y breves rodeaba el complejo; los primeros sonidos que oía que parecían provenir del ecos.

—Hola —saludó el oficial a la gente reunida alrededor de las mesas. Movió las piernas, incómodo, aferrando el bastón con ambas manos—. Comprendo que esta parte de vuestra visita ha sido un poco tediosa, pero espero que lo comprendáis. Os puedo anunciar que las conversaciones entre ser Lenk y ser Brion han ido bien.

Hizo una pausa y nos miramos, no demasiado esperanzados.

—No hay peligro. Nuestros modales pueden parecer rudos, pero no tenemos intención de causaros daño alguno. Hemos reaccionado a circunstancias muy difíciles con creciente resolución y orden. No debéis creer esos rumores, esas cosas de las que nos han acusado. —La torpe frase pareció irritarlo. Unió las cejas, se calzó el bastón bajo el brazo y entrelazó las manos—. Ahora que habéis terminado de comer, limpiaremos las mesas y vosotros... —Deliberó con el guardia, que le susurró algo al oído—. Formaréis un solo grupo en esta esquina del complejo.

Empuñó nuevamente la vara y la usó para señalar la esquina noroeste.

—¿Qué demonios es eso? —preguntó Shirla—. ¿Un látigo?

—Parece un bumerán delgado —dijo una marinera madura.

—Por favor, pues, comencemos —concluyó el oficial. Y de pronto añadió, como si lo hubiera olvidado—: Mi nombre es Pitt, Suleiman Ab Pitt. Vuestros asistentes responderán a las preguntas que tengáis.

La preocupación de Shirla se había convertido en sereno desdén.

—Qué payasos —murmuró—. Se creen que somos idiotas.

Los guardias, con una sonrisa fatua, nos ordenaron ponernos de pie y los seguimos hasta una ancha puerta doble que había al otro lado del patio, todavía en sombras. Brion debía tener alguna razón para someter a los recién llegados a aquel recorrido de puerta en puerta, pensé, aunque no se me ocurría ninguna. Mi viejo cinismo regresaba con fuerza redoblada. Nada tenía sentido. Traté de mantener la mente en blanco. Lo único positivo en aquel barullo personal de emociones negativas era la proximidad de Shirla. Parecía que a través de ella yo podía atenerme al sencillo hecho de ser humano. Por muchos malos ejemplos que acudieran a mi mente, ella los contrarrestaba.

Pero Shirla tampoco estaba de un humor muy optimista. Seguimos a Pitt, el oficial de hombros encorvados y, rodeados de guardias, cruzamos la ancha puerta de cuatro en fondo hasta llegar a un espacio verde y llano en el otro lado. Por un instante mis ojos se negaron a creerlo, pero al fin vi de qué se trataba: era un parque bien cuidado, de veinte hectáreas. Nos rodeaban árboles —variedades terrícolas: robles, arces, olmos—, que proyectaban su sombra en la niebla deshilachada. En los lindes del jardín, matas intensamente verdes se elevaban en una tortuosa pared hasta una altura de veinte metros, arrojando su propia sombra sobre la hierba. Los guardias nos hicieron entrar en el jardín. Salap se agachó para tocar la hierba, y sus ojos se cruzaron con los míos. Ahora siempre buscaba mi rostro cuando se topaba con lo inesperado, como si yo pudiera explicarle las cosas.

—No es hierba —dijo sin embargo.

Shirla temblaba espasmódicamente, como tocada por un fantasma.

—Nunca he visto hierba —dijo.

—No trajimos este tipo de hierba con nosotros —comentó Randall.

Los tripulantes permanecían como ovejas en aquel parque inesperado, sin saber qué se esperaba de ellos.

—Brion os muestra las maravillas del mundo que tiene previsto —declaró Pitt. No estaba bien en el papel de maestro de ceremonias. Seguía con los ojos duros como pedernal y los hombros encorvados, por ancha que fuera su sonrisa y generosa su voz—. Hemos formado una alianza con el ecos, y trabaja con nosotros, para nosotros.

Salap sacudió la cabeza, incrédulo. Uno a uno, incómodos pero con creciente coraje, los tripulantes se agacharon para palpar la hierba, o caminaron hacia los árboles y tocaron lo que parecía corteza, ramas y hojas.

Ni una hoja fuera de lugar, el césped perfecto como una alfombra.

Me arrodillé para tocar las hojas. Eran frescas y tiesas, mucho más rígidas que la hierba que yo había pisado en los parques de Thistledown.

Se produjo una conmoción en el lado sur del jardín. Keo y Ferrier discutían con varios guardias. Pitt se les acercó como un cuervo gris, bastón en mano. Hubo más discusiones. Salap y Randall se acercaron a Shirla y a mí.

—Alguien está alterado —dijo Salap.

Una mujer alta de tez morena y cabello largo, que usaba una túnica blanca y gris, entró en el jardín y se llevó a Pitt aparte. Pitt escuchó atentamente.

Keo y Ferrier miraron con cierta satisfacción. Los tripulantes estaban paralizados, desperdigados sobre el falso césped, mirando a la mujer y a Pitt como si sus vidas dependieran del resultado.

Por último, Pitt se aproximó a un grupo de cuatro guardias, les dio rápidas instrucciones y gritó:

—Ha habido un malentendido. Las siguientes personas darán un paso al frente.

Keo le entregó una lista y él leyó:

—Nussbaum, Grolier, Salap, Randall, Olmy, Shatro.

Shirla me soltó el brazo y se apartó. La miré intrigado, pero ella señaló a Ferrier, Keo y Pitt.

—Ve —dijo.

Yo no quería dejarla. Salap caminó unos pasos y se detuvo, mirando hacia atrás. Randall se reunió con él, y Shirla me dio un codazo.

—Tal vez sea algo importante. Regresa para contármelo.

Keo y Ferrier saludaron a Nussbaum y Grolier y se volvieron hacia nosotros.

—Lenk no sabía que os sacarían del barco —dijo Keo, caminando hacia la puerta—. Está muy enfadado. —Todos lo seguimos. La alta mujer de blanco y gris se quedó hablando con Pitt—. Está llamando a sus investigadores. ¿Dónde está Shatro?

—Se fue anoche del complejo —dijo Randall—. No sabemos adonde lo llevaron.

—Bien, lo encontraremos. Hemos visto cosas bastante aterradoras. Os aseguro que cambian nuestra perspectiva.

Atravesamos las puertas y cruzamos el complejo.

—Hierba —dijo Ferrier, sacudiendo la cabeza con asombro.

19

—Brion ha confesado que él envió a los piratas —dijo Keo. Caminábamos entre tres guardias y detrás de la mujer de cabello rojizo, cuya ubicua presencia aún nadie había explicado. Ni siquiera sabíamos su nombre—. Todos los demás lo niegan. Creo que puede estar un poco loco.

—No está loco —replicó la mujer.

Caminaba erguida, con pasos delicados, deslizándose sobre el suelo. La túnica le golpeaba los tobillos produciendo un ruido líquido. Tenía la tez de un tono moreno claro y unas pupilas muy oscuras en contraste con la blancura de la esclerótica. No parecía impresionada por nosotros.

Keo se aclaró la garganta y enarcó las cejas. Llegamos a una pared de piedras redondas del tamaño de cabezas humanas, lisas como perlas, unidas con una argamasa traslúcida y reluciente. La pared tenía quince metros de altura y estaba coronada por los mismos helechos que yo había visto por la ventana de nuestra habitación del complejo. Habían abierto un boquete en la base de la pared, y una puerta de xyla lo bloqueaba. Parecía fuera de lugar. Salap tocó las piedras al pasar.

Nuestros ojos se acostumbraron lentamente a la penumbra. La mujer de cabello rojizo cogió un farol de la pared y lo encendió. Las piedras devolvieron un reflejo apagado, rodeándonos con miles de ojos opacos y somnolientos. Las piedras se elevaban formando un arco que se unía en un punto a diez metros de altura. Más allá del arco, unas columnas se internaban en una oscuridad sólo rota por algunos faroles. El suelo era elástico bajo los pies.

Me costaba creer que la gente de Brion fuera responsable de aquella construcción. Parecía inapropiada para el uso humano. Si algo me recordaba su arquitectura eran los palacios de la isla de Martha.

Sin embargo, aunque estas cámaras estaban vacías, no estaban en ruinas. Hsia parecía construida para durar siglos.

La mujer nos guió entre las columnas hacia un punto de luz naranja rodeado por una aureola granulosa, a veinte o treinta metros de distancia. La luz y la aureola resultaron ser un gran farol montado sobre la pared de piedra perlada, junto a otra entrada. La pared emitía un fulgor tenue, y la luz del sol atravesaba la argamasa traslúcida que rodeaba las piedras.

Un guardia se adelantó para abrir la puerta. Deslumbrados por la luz diurna, avanzamos por una tupida maraña vegetal de lianas verdes, ramas lisas, hojas extensas, trepadoras en espiral y raíces aéreas, helechos, frutos colgantes cerosos; una orgía de verdor.

El brillante sol de la mañana arrojaba motas de luz multicolor sobre una alfombra de hojas y ramas secas. Randall murmuró algo que no oí con claridad. Salap esbozó una sonrisa maliciosa, como si ya nada le sorprendiera.

—Esto es el vivero —dijo la mujer—. Mi hermana pasó mucho tiempo aquí, antes de morir.

—Es maravilloso —dijo Salap.

La mujer siguió su camino.

Al cabo de un rato llegamos a un amplio claro cubierto de aquella misma hierba pulcra y bien recortada que habíamos visto antes. Un dosel de ramas verdes y brillantes, como la trama de un cesto de mimbre, cubría con su sombra tres edificios cuadrados de ladrillo gris que había en el borde del claro.

—Algunos de los vuestros se alojan aquí —dijo la mujer de cabello rojizo. Se detuvo ante la puerta del edificio más próximo, negándose todavía a mirarnos directamente.

Los guardias se apartaron y cruzamos la puerta. Entramos en una pequeña habitación cuadrada de ventanas estrechas; estaba iluminada por dos faroles eléctricos y amueblada con divanes y dos sillas.

Allrica Fassid entró por una puerta que estaba frente a la entrada, la tez pálida, con profundas arrugas en torno a la nariz, los labios y en la frente. Susurró unas palabras a Keo, luego nos miró a Salap, Randall y a mí. Irguió los hombros, ladeó la cabeza como una chiquilla antes de realizar una tarea desagradable.

—Uno de vuestros investigadores intentó visitar a Brion. Parece que Brion lo recibió. No sabemos de qué hablaron. —Tensó el rostro, clavó en nosotros los ojos, pero pronto recobró su expresión de agotamiento—. ¿Ser Keo os ha dicho lo que hemos aprendido?

—Sólo que Brion ha hecho algunas confesiones —dijo Randall.

—En cierto modo. Yo lo llamaría jactancia. Tiene una sonrisa que me inspira deseos de matarle. —Sorbió, echó atrás la cabeza, forzó la voz—. Ha hecho afirmaciones increíbles. Necesitamos toda la pericia que podamos reunir para evaluarlas.

—Han hecho cosas extraordinarias con el ecos —dijo Salap—. Eso es obvio.

Fassid miró a Salap y aspiró una trémula bocanada de aire. Se tragaba el orgullo, la furia y la frustración, y aquel esfuerzo hacía que pareciera una marioneta en manos de un titiritero nervioso.

—Mis disculpas. Ojalá también pudiese disculparme con el capitán Keyser-Bach.

Salap dejó de sonreír. La miró con esa absoluta falta de emoción que yo había aprendido a interpretar como irritación.

—¿Por qué? —preguntó.

—Brion nos ha cogido por sorpresa. Si hubiéramos sabido más... sobre Lamarckia, sobre Hsia, habríamos previsto algunas cosas de las que hemos presenciado en las últimas horas.

Salap entrelazó las manos, sin regodearse en su triunfo.

—¿Cómo podemos ayudar al estimado Lenk? —preguntó serenamente.

20

Lenk estaba junto a una ancha ventana que daba sobre el vivero. El mobiliario y el decorado de esas amplias pero austeras habitaciones asignadas a Lenk y sus ayudantes encajaban en el ambiente de monotonía general. Brion no parecía regodearse en el lujo.

Lenk aparentaba los ochenta y cuatro años que tenía y más. Con los hombros encorvados y la cabeza inclinada, la barbilla clavada en el cuello, parecía dolorosamente viejo.

—Brion sigue hablando de su triunfo —dijo Fassid, apoyando un dedo en la ventana—. También lo llama su error. Dice que transformó Hsia en una ofrenda. De alguna manera ha colaborado con el ecos, se ha aliado con él.

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