Lennox (29 page)

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Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Lennox
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Supuse que los policías vendrían desde la calle Sauchiehall, así que me dirigí hacia el lado opuesto. Corrí a toda velocidad hasta el final del callejón, luego giré a la derecha y traté de caminar de la manera más normal y menos conspicua que pude. Bajé la mirada y me examiné: tenía un traje de lana marrón oscuro con zapatos de gamuza Hush Puppies. Me gusta vestirme bien, incluso aunque tenga una cita con chulos homosexuales de Glasgow. Sin embargo, mi elección de vestuario de aquel día había sido especialmente adecuada: la gamuza de los zapatos y la lana del traje, que se arruinaba con facilidad, todo ello sumado a los nudillos raspados, delataban con mucha elocuencia un descenso reciente y apresurado por una tubería de desagüe. Me examiné la manga y me di cuenta de que faltaba una tira, que probablemente se había quedado enganchada en la abrazadera de soporte del caño.

Sólo bastaría que un coche patrulla pasara a mi lado, el único peatón en la zona. Entonces sí que estaría verdaderamente jodido. Sólo el fieltro de piel de conejo belga de mi caro sombrero Borsalino parecía haber sobrevivido intacto. Me puse el sombrero y me limpié el polvo del traje lo mejor que pude. «Relájate, Lennox. Mantente tranquilo y sereno».

Pero la mente me corría a toda velocidad. Decidí entrar en el parque Kelvingrove y tomar un atajo hacia el norte en dirección a Great Western Road. Suponía que mandarían patrullas de policías a pie para revisar la zona. Para cuando estuvieran organizados, yo estaría fuera del parque y lo bastante lejos de la escena del crimen, pero no necesariamente a salvo. Si alguien había insinuado a la policía que había que prestar atención a mi nombre, entonces encontrarían mis huellas dactilares por todos lados en el sótano y en la ventana de la cocina de la planta superior, así como en media docena de pomos de puertas.

También, desde luego, podría considerarse que era una mera coincidencia el hecho de que yo estuviera por allí justo después de que alguien hubiera ayudado a Parks a reducir la talla de su cuello; pero hay un concepto maravilloso que sólo utilizan los escoceses, sobre todo en un contexto legal: oportuno. Oportuno significaba algo así como «aproximadamente en el momento correcto». Mi descubrimiento del cuerpo torturado de Parks había sido «oportuno». La llegada de la policía había sido «oportuna». Todo demasiado «oportuno» para ser una coincidencia.

Mi problema inmediato era escaparme de la zona. Pero no tenía manera de saber cuánta información se le había suministrado a la policía. A esas alturas estaba en Park Quadrant, que marca el más exterior de los círculos concéntricos formados por hileras de residencias estilo georgiano. Había casas sólo a un lado del Quadrant: un arco de casas adosadas georgianas. Al otro lado de esa calle ancha y amplia había una acera con una verja que daba al parque Kelvingrove. Por desgracia había una abrupta caída de gran altura al otro lado de la verja, lo que impedía que sencillamente me lanzara por allí y desapareciera en el parque.

Caminé lo más rápido que pude sin resultar llamativo. Acababa de llegar al cruce de Park Terrace cuando un Wolseley negro de la policía comenzó a girar por la amplia avenida del Quadrant detrás de mí. Había un árbol en el parque, más abajo, cuyas ramas colgaban por encima de la reja. Me agaché detrás de esa mínima cobertura y me aplasté contra la verja. Del otro lado estaba la caída en cuyo fondo el parque se extendía verde oscuro bajo un cielo de granito.

Era mi única escapatoria. Si me quedaba allí más tiempo el lugar se llenaría de policías. Pero hasta que pasara el Wolseley, no me atrevía a hacer el más mínimo movimiento.

El Wolseley pasó arrastrándose a mi lado. Era imposible que los policías de su interior no me vieran si miraban en mi dirección. Pero no lo hicieron. El coche patrulla avanzó lentamente. Justo cuando pensaba que había tenido suerte, se detuvo unos treinta metros más adelante, al otro lado de la calle. Me preparé para salir corriendo.

Un policía alto salió del asiento lateral y caminó hacia la parte delantera de la hilera de casas georgianas. Se inclinó por encima de las rejas y examinó las entradas de los sótanos, que estaban debajo del nivel de la calle. Pero esta vez tampoco miró en mi dirección. El coche patrulla avanzaba centímetro a centímetro por el Quadrant mientras el agente inspeccionaba todos los patios aledaños a los sótanos. Me alivió el hecho de que no se dirigieran hacia donde yo me encontraba, pero al mismo tiempo se movían con tanta lentitud que yo tenía que quedarme quieto. Y eso era un problema, porque no tardarían en llegar más coches de la policía y más agentes a pie para revisar cada rincón y cada escondrijo.

El policía siguió su camino sin dejar de examinar los sótanos al otro lado de la calle. El Wolseley negro lo seguía a paso de hombre. Decidí hacer mi jugada: trepé rápidamente encima de la verja y me dejé caer por el otro lado, con las piernas colgando por encima de los arbustos que estaban unos tres o cuatro metros más abajo. Una vez más dediqué un pensamiento a mis pobres tobillos y luego solté la verja. Choqué contra la maleza, pero no lo bastante fuerte como para que los policías me oyeran. Los enfadados dedos de los arbustos me arañaron hasta que detuve mi caída. Una vez más, mis tobillos se salvaron, pero mi espalda protestó con una punzada de dolor. Avancé con dificultad entre la maraña y salí a un sendero que, por fortuna, estaba vacío. De nuevo me limpié el traje y volví a darle forma al Borsalino antes de ponérmelo en la cabeza en un ángulo que, con suerte, ocultaría la mayor parte de mis rasgos a los viandantes.

Acababa de quitarme el polvo cuando oí unas voces que se acercaban. Habría sido perfectamente normal encontrar a otras personas en el parque Kelvingrove, incluso una mañana de entre semana, pero un viejo instinto me indicó que me escondiera.

Por suerte las autoridades ciudadanas habían decidido ubicar un monumento conmemorativo justo delante de mí. Incluso más afortunado era el hecho de que no hubieran restituido las verjas que seguramente habían fundido durante la guerra para suministrar hierro a las fábricas de municiones. Corrí rodeando el enorme pedestal rectangular de la estatua y apreté la espalda contra un elaborado friso épico que estaba en el entablamento: galantes soldados del Imperio británico liberando de la carga de la autodeterminación a agradecidos nativos de todo el mundo. Levanté la vista hacia la estatua montada sobre mí. Un general dispéptico y geriátrico a lomos de un caballo miraba a través del parque Kelvingrove hacia la universidad y más allá, probablemente hacia el Imperio que nadie le había dicho que ya no estaba. Su cabalgadura tenía la cabeza girada en mi dirección y me contemplaba con desdén.

Las voces se callaron pero oí ruido de botas en la gravilla. Más de un par. Me mantuve apretado contra el entablamento y esperé que las pisadas se alejaran. Cuando levanté la mirada, vi las espaldas de tres policías. Una vez que dieron la vuelta a la esquina me escabullí en la dirección opuesta. Tenía que salir de allí rápido: no pasaría mucho tiempo hasta que el parque estuviera lleno de todavía más Highlanders en uniforme golpeando arbustos con sus porras. Nunca he entendido por qué una batida policial siempre implica darle una buena paliza a la maleza. Tal vez les hace recordar su infancia en Stornaway o Strathpeffer, donde golpeaban brezo, hacían reverencias y esquivaban los tiros, todo en servicio de los encopetados cazadores de urogallos de la localidad.

Corrí a velocidad media por el sendero, aminorando el paso en las esquinas por si me topaba con alguien: la gente se acordaría si veía a un hombre corriendo. Y no había ninguna garantía de que los policías que acababa de eludir fueran los únicos en esa parte del parque.

Llegué a la puerta norte del parque y encontré a un policía de guardia en la entrada que daba a la calle Eldon. Atravesé los árboles y me mantuve cerca del borde del río Kelvin, hasta que por fin pasé debajo del puente en la calle Gibson. Crucé el río en el puente de la antigua estación Botanic. Trepé por la verja y caí al otro lado, atrayendo la atención de un par de peatones. Me encasqueté el Borsalino hasta los ojos y me alejé rápidamente hasta el cruce de Great Western Road y el puente Kelvin.

Observé mi residencia desde el otro lado de la calle: no había coches patrulla fuera y todo parecía normal. Por supuesto que eso no significaba que no hubiera media docena de Hamish
[5]
esperándome cuando yo entrara. Crucé la calle velozmente y subí directo a mis aposentos. Me desnudé y me bañé de prisa. El jabón carbólico me ardió como mil demonios en los arañazos de las manos y las pantorrillas. Unos arañazos que serían una muy buena prueba de la huida.

Volví a afeitarme y me puse una camisa limpia, otra corbata y otro traje. Azul, esta vez. Hice un bulto con el traje anterior, lo envolví con papel y lo até con un hilo. El Borsalino podía salvarse, de modo que lo colgué, escogí un sombrero modelo trilby que hiciera juego con la tela del traje y salí a la calle.

Conduje hasta el Horsehead y me dediqué a invitar a copas a Big Bob y a un par de los habituales parroquianos de la hora del almuerzo. Parks llevaba muerto bastante tiempo pero al menos estas personas declararían que me habían visto relajado y que no llevaba un traje de lana marrón. Suponía que había una posibilidad de que los dos peatones que me habían visto caer en Great Western Road desde la verja del parque se lo mencionaran al policía que estaba vigilando la entrada.

Me obligué a comerme un pastel escocés y a tomarme una cerveza y me marché cuando llegó la hora en que ya no podían servirse bebidas alcohólicas al mediodía. Iba caminando de regreso al coche cuando se produjo un eclipse de sol. Me volví y vi a Pequeñito Semple llenando mi universo.

—El señor Sneddon quiere verle.

—De acuerdo —dije—. Tengo el coche aparcado a la vuelta de la esquina. ¿Dónde tengo que encontrarme con él?

—Deje el coche. Yo tengo que llevarlo.

Tal vez estuviera poniéndome paranoico, pero detecté una falta de calidez en el tono de Pequeñito. Me llevó hasta donde había dejado el Sunbeam que normalmente usaba Deditos e hicimos el trayecto en silencio. Nos dirigimos hacia el sur cruzando el Clyde y bajamos por la calle Eglinton, hasta que por fin giramos hacia una calle de casas deprimentes que daban a las vías del tren. Ya había tres coches aparcados fuera de una de las casas y Pequeñito paró el suyo detrás de ellos. Los coches destacaban porque en ninguna de las otras casas de la calle había ni siquiera una bicicleta destrozada en la puerta.

La casa parecía abandonada, pero una mirada a una de las habitaciones que se abrían al vestíbulo me reveló unas pilas de cajas. Deduje que la casa era un almacén de mercancías robadas. Ubicado en medio de una calle en la que, sin duda alguna, los vecinos te robarían todo lo que llevaras encima, este pequeño depósito era tan seguro como Fort Knox. No hacían falta candados ni cerrojos para mantenerlo a salvo; lo único que se necesitaba era un nombre: Willie Sneddon. El Robin Hood del lado sur: robaba a los ricos, aterrorizaba a los pobres.

Sneddon, Deditos y otro matón, con un tupé estilo culo de pato y más bajo y más delgado que Pequeñito pero con un aspecto igual de letal, estaban apoyados contra la arruinada chimenea, fumando. Había una silla en el centro de la sala. «Qué confortable», pensé. Igual que en el apartamento de Parks, habían dejado espacio suficiente para trabajar. Deditos no me sonrió y yo examiné rápidamente la sala: no había ningún cortador de pernos a la vista.

—Siéntate —dijo Sneddon. No quería hacerlo. Con cuatro tipos como ésos en la sala, no era conveniente ser el único que estuviera sentado. Había una buena probabilidad de que ya no volvieras a levantarte.

—Escuche, señor Sneddon —dije, todavía de pie—. Si esto es sobre Parks…

—Siéntate, carajo —dijo Sneddon de una manera fría y sin ira. Me senté, carajo, de una manera fría y sin agallas. Sentí un
déjàvu
: me vino a la mente mi agradable charla en la chatarrería de Murphy.

—¿Estuviste en casa de Parky esta mañana?

—Sí. Como quedamos.

—¿Recuerdas que te dije que no quería que Parky se disgustara?

Asentí
con
un gesto.

—Tal vez sea un hombre de demasiadas pocas palabras. Tal vez debería haber sido más claro. Si Parky se disgustaba eso habría estado mal. Que Parky esté muerto es ligeramente peor, hijo de puta.

—Escuche, señor Sneddon: no he tenido nada que ver con la muerte de Parks. Al menos, no directamente. Creo que alguien no quería que él hablara conmigo. Más aún, creo que querían que hablase con ellos. Parks sabía algo, o ellos pensaban que él sabía algo. Cuando llegué, Parks ya estaba muerto. Le habían reestructurado la cara durante un buen rato y luego lo habían estrangulado.

—¿Lo habían aporreado?

Sneddon le dio una calada a su cigarrillo y dejó caer la colilla sobre las tablas desnudas y roñosas del suelo antes de aplastarla con la punta del pie. Me inquieté al pensar que tal vez precisaba tener las manos libres.

—Digamos que hubiera tenido problemas para mascar chicle. Los que lo torturaron pensaban matarlo después, hablara o no. Cuando obtuvieron lo que querían de él o cuando no lo obtuvieron le destrozaron la cara. No fue una paliza lo que le dieron: fue una tortura.

—Según recuerdo, tú querías presionarlo. Sí, eso es lo que dijiste… presionarlo. Te lo preguntaré sólo una vez, Lennox. ¿Lo has matado? Y antes de que respondas, quiero que sepas que entiendo que a veces eso pasa. Las cosas se te van de las manos.

«Seguro que sí», pensé.

—Así que, Lennox, dime la verdad —continuó Sneddon—. ¿Te has cargado a Parky?

—No. Si hubiera visto el estado en que quedó su cara, usted sabría que yo no soy tan cruel.

—De acuerdo, enséñame las manos.

Las abrí y sentí un escalofrío que bajaba desde la silla hasta mis intestinos. Los nudillos en ambas manos estaban lastimados por mi veloz descenso por las cañerías de Parks.

—Escúcheme —dije—, tuve que escaparme de la casa de Parks por la tubería de desagüe. Además debí arrastrarme a través de la mitad de los arbustos del parque Kelvingrove. Esto no es por haber torturado a Parks.

Sneddon me miró fijo un momento. Eché un vistazo a Deditos, que seguía sin sonreír. Involuntariamente retorcí los deditos de mis pies dentro de los zapatos.

—De acuerdo —dijo Sneddon por fin—. Te creo. No te has herido los nudillos de esa manera matando a un tipo a golpes. En ese caso tendrías las manos hinchadas como pelotas de fútbol.

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