Authors: Anne Rice
Me puse en pie y ayudé a Gabrielle a incorporarse. Vi que estábamos en una gran cámara abovedada, apenas iluminada por tres antorchas que sostenían otros tantos vampiros, dispuestas en un triángulo cuyo centro ocupábamos.
Había algo grande y oscuro al fondo de la cámara: olía a madera y brea, a humedad, a ropa enmohecida, a mortal vivo. Nicolás estaba allí.
A Gabrielle se le había soltado por completo el lazo del cabello y éste le caía sobre los hombros mientras seguía clavando sus dedos en mí y miraba a nuestro alrededor con ojos que parecían tranquilos y cautos.
De todas partes se alzaban lamentos, pero las súplicas más desgarradoras procedían de los otros seres que habíamos oído antes, de unas criaturas enterradas en lo más profundo de la tierra.
Y comprendí entonces que eran vampiros sepultados que gritaban, que lanzaban alaridos suplicando sangre, suplicando perdón y la libertad, suplicando incluso el fuego del infierno. El griterío era tan insoportable como el olor.
No me llegaron verdaderos pensamientos de Nicolás, sólo el tenue brillo informe de su mente. ¿Estaría soñando? ¿Se habría vuelto loco?
El retumbar de los timbales sonaba muy fuerte y muy próximo; pese a ello, los gritos superaban a veces su estruendo, una y otra vez, sin ritmo ni aviso. Los gemidos de los más próximos a nosotros cesaron, pero los timbales continuaron batiendo y su sonido surgió de pronto del interior de mi cabeza.
Tratando desesperadamente de no llevarme las manos a los oídos, miré a mi alrededor.
Se había formado un gran círculo y ante nosotros estaba una decena, al menos, de aquellas criaturas. Vi jóvenes, viejos, hombres y mujeres, un muchacho..., y todos ellos vestían restos de ropas humanas.
Estaba la mujer a la que había hablado en la escalera, con su cuerpo bien formado cubierto por una túnica asquerosa y sus vivaces ojos negros brillando como gemas en el fango mientras nos estudiaban. Y detrás de ellos, de aquella avanzada, había un par en las sombras golpeando los timbales.
Elevé una muda súplica pidiendo fuerzas. Traté de oír a Nicolás sin pensar realmente en él. Hice un voto solemne:
«Os sacaré a todos de aquí, aunque de momento no sé exactamente cómo».
El ritmo de los timbales se hizo más lento hasta convertirse en una desagradable cadencia que convirtió mi extraña sensación de miedo en una garra que me atenazaba la garganta. Uno de los que portaban antorchas se acercó a nosotros.
Aprecié la expectación de los demás, una patente excitación mientras las llamas se acercaban a mi rostro.
Arranqué la tea de manos de la criatura, retorciéndole la derecha hasta que hincó las rodillas. Con una seca patada, le envié rodando por el suelo y, cuando los demás se lanzaron contra mí, moví la antorcha en un amplio arco obligándoles a retroceder.
Luego, desafiante, arrojé la antorcha al suelo.
Aquello les pilló por sorpresa y noté un súbito silencio. La expectación había desaparecido, o más bien se había transformado en algo más paciente y menos volátil.
Los timbales sonaron insistentemente, pero parecía como si aquellos seres no hicieran caso de su retumbar. Tenían la vista puesta en las hebillas de nuestros zapatos, en nuestro cabello y en nuestros rostros, con tal expresión de inquietud que parecían amenazadores y feroces. Y el muchacho, con una mueca atormentada, extendió la mano para tocar a Gabrielle.
—¡Vuelve atrás! —dije con un siseo. Y el muchacho obedeció, recogiendo la antorcha del suelo mientras lo hacía.
Sin embargo, yo estaba seguro ya de una cosa: estábamos rodeados por la envidia y la curiosidad, y ésa era la mejor ventaja que poseíamos.
Miré uno tras otro a aquellos seres, y, con gestos muy pausados, empecé a limpiarme el polvo y la suciedad de la levita y de los calzones. Alisé la capa y enderecé los hombros. Luego me pasé una mano por el pelo y crucé los brazos sobre el pecho, la imagen misma de la dignidad y la rectitud; y paseé la mirada a mi alrededor.
Gabrielle me dirigió una ligera sonrisa. No había perdido la compostura y tenía la mano en la empuñadura de la espada.
El efecto de todo esto en aquellos seres fue de general asombro. La mujer de ojos oscuros estaba embelesada. Le hice un guiño. Habría quedado encantadora si alguien la hubiese metido bajo una cascada durante media hora y así se lo dije sin palabras. Dio dos pasos atrás y se apretó los harapos sobre los pechos. Interesante. Muy interesante; sí, señor.
—¿Qué explicación tiene todo esto? —inquirí, mirando a aquellos seres uno por uno como si fueran el único. Gabrielle lanzó de nuevo su leve sonrisa.
—¿Qué representa que sois? —exigí saber—. ¿La imagen de unos fantasmas que arrastran las cadenas por cementerios y antiguos castillos?
Las criaturas se miraron entre ellas con creciente inquietud. Los timbales habían dejado de sonar.
—La niñera que tuve me asustaba muchas veces con cuentos de seres así —dije—. Me decía que podían saltar en cualquier instante de las armaduras del castillo para llevarme con ellos gritando. —Pisé el suelo con energía y avancé hacia las criaturas—. ¿Es ESO LO QUE SOIS?
Todos se encogieron y retrocedieron.
Todos, menos la mujer de ojos negros, que no se movió.
Lancé una risa por lo bajo.
—Y vuestros cuerpos son como los nuestros, ¿no es eso? —pregunté pausadamente—. Finos, sin defectos. Y en vuestros ojos percibo muestras de mis propios poderes. Muy extraño...
Surgía de ellos una gran confusión, y los aullidos procedentes de la tierra parecían más amortiguados, como si los sepultados estuvieran escuchando a pesar de su dolor.
—¿Os divierte mucho vivir entre un hedor y una suciedad como éstos? —pregunté—. ¿Es por eso por lo que lo hacéis?
Temor. De nuevo, envidia. ¿Cómo habíamos podido escapar a su destino?
—Nuestro amo es Satán —dijo la mujer de ojos oscuros con brusquedad. Su voz era cultivada. Seguramente había sido una mujer de buena posición cuando era mortal—. Y servimos a Satán como es nuestro deber.
—¿Por qué? —repliqué con cortesía.
A nuestro alrededor hubo muestras de consternación.
Una ligera imagen de Nicolás. Agitación sin orden ni concierto. ¿Habría oído mi voz?
—Traerás la cólera de Dios sobre todos nosotros con tu actitud desafiante —dijo el muchacho, el más joven de todos, que no debía tener más de dieciséis años cuando fue convertido en lo que era—. En tu vanidad y tu perversidad, haces caso omiso de las Leyes Oscuras. ¡Vives entre mortales y vas a lugares iluminados!
—¿Y por qué no lo hacéis vosotros? —pregunté—. ¿Acaso vais a subir al cielo con vuestras alitas blancas cuando terminéis este período de penitencia? ¿Es eso lo que os promete Satán? ¿La salvación? Yo, en lugar de vosotros, no confiaría en ello.
—¡Serás arrojado al fondo del infierno por tus pecados! —dijo otro miembro del grupo, una mujeruca menuda con aspecto de bruja—. Perderás el poder para seguir haciendo el mal en la Tierra.
—¿Y cuándo se supone que ha de suceder eso? —repliqué—, ¡Llevo medio año siendo lo que soy y ni Dios ni Satanás me han molestado! ¡Eres tú quien me importuna!
Se quedaron paralizados por un instante. ¿Cómo era posible que no hubiéramos caído fulminados al entrar en las iglesias? ¿Cómo podíamos ser lo que éramos?
Era muy probable que pudiéramos dispersarles y derrotarles en aquel mismo instante, pero, ¿qué sería de Nicolás? Si al menos sus pensamientos hubieran sido coherentes, habría podido hacerme una imagen de qué había exactamente bajo el gran lienzo negro enmohecido del fondo.
Clavé la mirada en los vampiros.
Madera, brea...; una hoguera, sin duda. Y aquellas malditas antorchas...
La mujer de ojos oscuros se adelantó hacia nosotros. No había malevolencia en ella, sólo fascinación. Pero el muchacho la empujó a un lado, enfureciéndola, y se aproximó tanto que noté su aliento en el rostro.
—¡Bastardo! —exclamó—. Tú eres obra de Magnus, el proscrito, en desafío del pacto y de las Leyes Oscuras. Y, llevado por la precipitación y la vanidad, le has dado el Don Oscuro a esta mujer, igual que te fue dado a ti.
—Si no te castiga Satán —murmuró la mujer—, lo haremos nosotros, como es nuestro deber y nuestro derecho.
El muchacho señaló la hoguera cubierta por el lienzo negro e hizo un gesto a los demás para que se retiraran.
Los timbales volvieron a sonar, rápidos y potentes. El círculo se amplió y los portadores de las antorchas se acercaron al lienzo.
Dos de entre los demás desgarraron la tela casi descompuesta, el gran lienzo de sarga negra del cual se levantó una nube de polvo sofocante.
La pira era tan grande como la que había consumido a Magnus.
Y encima de ella, encerrado en una tosca jaula de madera, estaba Nicolás, arrodillado y caído contra los barrotes. Nos miró sin vernos y no aprecié en su rostro ni en sus pensamientos señal alguna de que nos reconociera.
Los vampiros sostuvieron en alto las teas para que le viéramos bien y noté que la expectación aumentaba de nuevo a nuestro alrededor, como cuando nos habían llevado a aquella cámara.
Gabrielle me advertía con la presión de la mano que mantuviera la calma. Su expresión no había cambiado un ápice.
Noté unas marcas azuladas en el cuello de Nicolás. La pechera de encaje de su camisa estaba tan sucia como los harapos de las criaturas, y en sus calzones podían verse diversos sietes y rozaduras. De hecho, Nicolás estaba cubierto de magulladuras y consumido hasta el borde de la muerte.
El miedo estalló silencioso en mi corazón, pero me di cuenta de que era eso lo que querían ver aquellos seres y sellé la emociones dentro de mí.
La jaula no era nada, me dije. Podía romperla. Y sólo había tres antorchas. La cuestión era saber en qué momento moverse y cómo. No pereceríamos de aquella manera, desde luego que no.
Me descubrí, observé fríamente a Nicolás y estudié con la misma frialdad los haces de leña menuda y los troncos grandes toscamente partidos. Surgió dentro de mí una gran cólera. El rostro de Gabrielle era una perfecta máscara de odio.
El grupo pareció darse cuenta de ello y se apartó ligerísimamente de nosotros, para volver a acercarse luego, lleno de confusión e incertidumbre.
No obstante, algo más estaba sucediendo. El círculo de las criaturas se estrechó aún más a nuestro alrededor.
Gabrielle me tomó el brazo.
—Viene el amo —murmuró.
En algún lugar de la cámara se había abierto una puerta. El sonido de los timbales creció en intensidad; dio la impresión de que los sepultados en la tierra entraban en un paroxismo de súplicas, rogando el perdón y la liberación. Los vampiros que nos rodeaban reanudaron su frenético griterío y tuve que hacer un gran esfuerzo para no llevarme las manos a los oídos.
Un poderoso instinto me dijo que no debía mirar al recién llegado, pero no pude resistirme y, lentamente, volví la cabeza hacia él para medir sus poderes.
El amo de las criaturas avanzaba hacia el centro del gran círculo, de espaldas a la hoguera, acompañado de una extraña mujer vampiro.
Y cuando lo miré a la luz de las antorchas, sentí la misma conmoción que había experimentado al verle entrar en Notre Dame.
No era sólo su belleza, sino la sorprendente inocencia que reflejaba su rostro juvenil. Se movía con tal rapidez y tal ligereza que era imposible determinar el momento en que sus pies daban un paso. Sus ojos enormes nos miraron sin odio, mientras su pelo, pese a la suciedad, despedía unos leves destellos rojizos.
Traté de leer su mente, de saber qué era aquel ser, por qué una criatura tan sublime mandaba sobre aquellos tristes fantasmas cuando tenía todo el mundo a su disposición. Intenté de nuevo descubrir algo que ya casi había averiguado cuando aquella criatura y yo habíamos estado cara a cara en el altar de la catedral. Si lo descubría, tal vez podría derrotarle, y ésa era mi intención.
Creí verle responder, dirigirme una silenciosa contestación, un destello del paraíso en la misma boca del infierno en su expresión inocente, como si el diablo aún conservase el rostro y la forma del ángel que era antes de la caída.
Pero allí sucedía algo muy raro. El amo no pronunció una sola palabra. Los timbales retumbaron ansiosamente, pero no se produjo una reacción unitaria entre las criaturas. La mujer de ojos oscuros no se unió a los demás en el coro de lamentos, y otros de aquellos seres vampíricos habían enmudecido también.
En ese instante, la mujer que había entrado con el amo, una extraña criatura ataviada como una reina de la antigüedad con una túnica harapienta y un ceñidor bordado en la cintura, se echó a reír.
El aquelarre, o como quiera que llamaran a la reunión, quedó comprensiblemente desconcertado. Uno de los timbales dejó de sonar.
La criatura de aspecto de reina se rió cada vez más fuerte. Su blanca dentadura brillaba tras el sucio velo de sus cabellos enredados.
Había sido una mujer hermosa en su tiempo. Y no era su edad de mortal lo que la había ajado. Más bien tenía el aspecto de una loca: su boca en una mueca horrible mientras sus ojos miraban frenéticamente lo que tenía delante; su cuerpo arqueado súbitamente con las carcajadas, como había hecho Magnus al danzar en torno a su pira funeraria.
—Os lo advertí, ¿verdad? —gritó—. ¿Sí o no?
Al fondo de la cámara, detrás de la mujer, Nicolás se agitó en su jaula. Noté que la risa se escarnecía en él, y noté también que mi camarada me miraba fijamente y que en sus facciones asomaba un destello de razón pese a su mueca distorsionada. El miedo pugnaba con la malevolencia dentro de él, y a esa lucha se unía una maraña de asombro y de casi desesperación.
El joven de cabellos castaños rojizos miró a su acompañante, la reina vampiro, con expresión inescrutable. El muchacho de la antorcha dio un paso adelante y gritó a la mujer que callara de una vez. A pesar de sus andrajos, el porte del muchacho era ahora muy distinguido.
La mujer le volvió la espalda y nos miró cara a cara. Pronunció sus palabras en una especie de cántico, con una voz ronca y asexuada que dio paso a otra risa restallante.
—Mil veces lo he dicho y no habéis querido escucharme —declaró. La túnica vibraba a su alrededor como si estuviera temblando—. Y me habéis llamado loca, víctima de mi tiempo, Casandra errante corrompida por una vigilia demasiado larga en esta Tierra. Pues bien, ya veis que mis predicciones se han cumplido una por una.