Authors: Anne Rice
Creo que me arrodillé y apoyé la cabeza contra las melladas losas del suelo. Vi la Luna como un fantasma desvaneciéndose y el Sol debió tocarla, porque su brillo me hizo daño y me obligó a cerrar los ojos.
Sin embargo, sentí al mismo tiempo una gran exaltación, un éxtasis. Era como si mi espíritu pudiera saborear la gloria del Rito Oscuro, sin necesidad de derramar sangre, en la intimidad de aquella voz que me hendía y buscaba la parte más tierna y más secreta de mi alma.
«¿Qué deseas de mí?» quise decirle. «¿Cómo puedes ofrecerme el perdón y el olvido cuando hace tan poco sólo sentías por mí el rencor más profundo? Tu asamblea, destruida. Esos horrores que no quiero imaginar...»
Todo esto quise decirle, pero, como antes, me resultó imposible articular las palabras. Y esta vez me di cuenta de que, si me atrevía a intentarlo, la sensación de felicidad desaparecería y me abandonaría, y que la angustia sería peor aún que la sed de sangre.
Con todo, aunque permanecí callado, envuelto en el misterio de aquel sentimiento, reconocí imágenes y pensamientos extraños que no me pertenecían.
Me vi a mí mismo regresando a las mazmorras y tomando en mis brazos los cuerpos inanimados de los dos monstruos de mi propia raza a los que tanto amaba. Me vi transportándolos a la azotea de la torre y dejándolos allí, impotentes, a merced del sol naciente. Las campanas del infierno repicaban en vano por ellos: tocaban alarma. Y el sol les consumía y les reducía a cenizas con cabello humano.
Mi mente retrocedió ante todo aquello, se replegó en sí misma, presa del más desgarrador desengaño.
—Basta, Armand —susurré. ¡Ah, cuánto me dolía aquella decepción, aquella reducción de posibilidades...!—. Qué estúpido has sido al pensar que yo podría hacer tal cosa...
La voz se desvaneció, se apartó de mí y sentí la soledad en cada poro de mi piel. Era como si me hubieran privado para siempre de cualquier cobijo y, en adelante, fuera a sentirme siempre tan desnudo y desdichado como en aquel instante.
Y sentí en la lejanía una convulsión de energía, como si el espíritu que había creado la voz estuviera enroscándose sobre sí mismo con una gran lengua.
—¡Traición! —exclamé en voz más alta—. Pero, ¡ah!, qué tristeza, qué error de cálculo. ¡Cómo puedes decir que me deseas!
Pero se había ido. Había desaparecido por completo. Y, presa de la desesperación, deseé que volviera aunque fuera para luchar contra mí. Anhelé gozar de nuevo de aquella sensación de posibilidad, de aquella deliciosa llamarada.
Y vi su rostro en Notre Dame, juvenil y casi dulce, como el de un santo pintado por Leonardo.
Me invadió una terrible sensación de fatalidad.
Tan pronto como Gabrielle despertó, la conduje lejos de Nicolás y le expliqué todo lo que había tenido lugar la noche anterior. Le conté todo cuanto Armand había sugerido y dicho. Con cierta incomodidad, mencioné el silencio que existía entre ella y yo, y le aseguré saber ahora que tal situación no iba a cambiar.
—Debemos dejar París lo antes posible —dije por fin—. Esa criatura es demasiado peligrosa. Y esas otras a las que he cedido el teatro...; ninguna de ellas sabe nada, salvo lo que él les ha enseñado. Propongo que les dejemos París y tomemos la Senda del Mal, por usar las palabras de la vieja reina.
Había esperado de ella una reacción de furia contra mí, y de malevolencia hacia Armand, pero permaneció serena durante toda mi exposición.
—Quedan demasiadas preguntas por responder, Lestat —dijo al fin—. Quiero saber cómo nació su asamblea. Y quiero conocer todo lo que Armand sabe de nosotros.
—Madre, estoy tentado de volver la espalda a todo eso. No me importa cómo se inició y dudo que él mismo lo sepa.
—Te entiendo, Lestat —respondió ella con calma—. Créeme, te entiendo. Cuando todo quede aclarado, estas criaturas me importarán menos que los árboles de este bosque o que las estrellas que lucen ahí arriba. Preferiría estudiar las corrientes del viento o los dibujos de las hojas al caer...
—Exacto.
—Pero no debemos precipitarnos. Ahora, lo importante es que los tres permanezcamos juntos. Debemos ir juntos a la ciudad y prepararnos con tranquilidad para marcharnos juntos más adelante. Y juntos también debemos trazar el plan para despertar a Nicolás con el violín.
Quise preguntarle por Nicolás, saber qué había tras su silencio, qué podía ella adivinar en su mente. Sin embargo, las palabras se me secaron en la garganta y recordé, como lo había hecho en todo instante, el comentario que Gabrielle había hecho en aquellos primeros instantes: «El desastre, hijo mío».
Me pasó el brazo por la cintura y me condujo de nuevo hacia la torre.
—No tengo que leer tus pensamientos —dijo— para saber lo que dice tu corazón. Llevémosle a París y busquemos el Stradivarius. —Se puso de puntillas para darme un beso y añadió—: Ya estábamos juntos en la Senda del Mal antes de que sucediera todo esto, y pronto volveremos a tomarla.
Conducir a Nicolás a París resultó tan fácil como llevarle a cualquier otra parte. Como un fantasma, montó a caballo y cabalgó a nuestro lado; únicamente su oscura melena y su capa, batidas por el viento, parecían tener vida.
Cuando cobramos nuestras víctimas en la Ile de la Cité, advertí que no verle cazar y matar me resultaba insoportable.
Y no me daba ninguna esperanza verle hacer aquellas cosas sencillas con la torpeza y lentitud de un sonámbulo. Tal cosa sólo demostraba que podía continuar en aquel estado para siempre, como nuestro silencioso cómplice, poco más que un cadáver resucitado.
Sin embargo, mientras recorríamos juntos las callejas, se adueñó de mí una sensación inesperada. Ahora éramos tres, no dos. Éramos un grupo, una asamblea. Y si conseguía reanimarle...
No obstante, lo primero era la visita a Roget. Tenía que presentarme solo ante el abogado, de modo que les dejé esperando a unas cuantas puertas de la casa y, mientras golpeaba el picaporte, tomé fuerzas para acometer la actuación más horrorosa de mi carrera teatral.
Pues bien, muy pronto iba a aprender una importante lección acerca de los humanos y de su disposición a convencerse de que el mundo es un lugar seguro. Roget se mostró encantado de verme. Estaba tan aliviado de encontrarme «vivo y en buen estado de salud» y de comprobar que seguía requiriendo sus servicios, que, con grandes aspavientos de cabeza, aceptó mis disparatadas explicaciones sin apenas darme tiempo a empezarlas.
(Y esta lección sobre la tranquilidad de los mortales no iba a olvidarla nunca. Aunque un espíritu esté haciendo pedazos una casa, aunque haga volar los platos y las ollas, derrame agua sobre los cojines o haga que los relojes suenen a todas horas, los mortales aceptarán prácticamente cualquier «explicación natural» que se les ofrezca, por absurda que sea, antes que la obvia explicación sobrenatural del suceso.)
También quedó claro casi desde el primer momento que el abogado creía que Gabrielle y yo habíamos abandonado la alcoba de la casa por la puerta de servicio, una posibilidad en la que yo no había caído hasta entonces. Así, pues, respecto a los candelabros retorcidos, lo único que hice fue murmurar unas frases sobre si me había vuelto loco de dolor al ver a mi madre en el lecho de muerte. Roget lo comprendió enseguida.
En cuanto a la razón de que me la llevara... En fin, Gabrielle había insistido en que la alejara de todos y la llevara a un convento, donde ahora se encontraba.
—¡Ah, señor abogado, su mejoría es un milagro! —exclamé—. Si pudiera verla... Pero no importa. Nos vamos de inmediato a Italia con Nicolás de Lenfent y necesitamos dinero en efectivo, letras de crédito, lo que sea. Y un carruaje, uno grande para viajes largos, y un buen tiro de seis caballos. Ocúpese de esto, que esté todo preparado para primera hora de la noche del viernes. Y escríbale a mi padre diciéndole que nos llevamos a mi madre a Italia. Supongo que mi padre se encuentra bien, ¿verdad?
—Sí, sí. Por supuesto, únicamente le he hecho llegar las noticias más tranquilizadoras...
—Muy prudente por su parte. Sabía que podía confiar en usted. ¿Qué haría yo sin su colaboración? ¿Y qué me dice ahora de estos rubíes? ¿Podría convertirlos en dinero inmediatamente? También tengo unas monedas españolas para vender. Bastante antiguas, creo.
Tomó nota de todo como un poseso, mientras todas sus dudas y sospechas se fundían bajo el calor de mis sonrisas. ¡Estaba tan contento de tener algo que hacer!
—Conserve vacío mi local del boulevard du Temple —le ordené—. Y, naturalmente, quiero que se encargue de todo.
El local del boulevard du Temple, el escondrijo de un grupo de vampiros harapientos y desesperados, a menos que Armand los hubiera descubierto y los hubiera quemado como viejos trajes de atrezo. Muy pronto encontraría la respuesta a aquel interrogante.
Bajé los peldaños hasta la calle silbando para mí de la manera más humana, satisfecho de haber cumplido con aquella desagradable obligación. Entonces advertí que Nicolás y Gabrielle no aparecían por ninguna parte.
Me detuve y observé con atención la calle.
Vi a Gabrielle en el preciso instante de escuchar su voz: una figura joven y varonil surgiendo impetuosa de una callejuela, como si se acabara de materializar allí mismo.
—¡Lestat, se ha ido..., ha desaparecido! —exclamó.
No supe qué responder. Dije alguna estupidez, algo así como «¿Qué quieres decir, desaparecido?», pero mis pensamientos casi ahogaban las palabras antes de que surgieran de mi cabeza. Si hasta aquel instante había dudado de mi amor por él, me había estado mintiendo a mí mismo.
—Le he dado la espalda y todo ha sido así de rápido, te lo aseguro —explicó ella, entre apenada y furiosa.
—¿Has oído a alguien más...?
—No. A nadie. Sencillamente, todo ha sido demasiado rápido.
—Sí, siempre que se haya movido por sí mismo, que no se lo haya llevado...
—¿Armand? Habría notado su miedo si él hubiera intervenido —insistió.
—Pero, ¿estás segura de que Nicolás tenga miedo, de que sienta algo?
Yo estaba absolutamente aterrado y exasperado. Nicolás se había desvanecido en una oscuridad que se extendía alrededor de nosotros como una rueda gigante en torno a su eje. Creo que apreté los puños y debí hacer algún vago gesto de pánico.
—Escúchame —dijo—. Sólo hay dos cosas que dan vueltas y vueltas en su mente...
—¡Dímelas!
—Una es la hoguera de la cripta bajo les Innocents donde estuvo a punto de ser quemado. La otra es un pequeño teatro..., unas luces, un proscenio, un escenario...
—El teatro de Renaud —murmuré.
Juntos, ella y yo éramos arcángeles. No tardamos un cuarto de hora en llegar al ruidoso bulevar y, entre la animada multitud, pasamos ante la abandonada fachada del local de Renaud para dirigirnos a la puerta de artistas.
Los tablones estaban astillados, y las cerraduras, rotas. Sin embargo, no capté sonido alguno de Eleni y de las demás criaturas mientras avanzábamos con sigilo por el pasillo que rodeaba los bastidores. Allí no había nadie.
Quizás Armand había devuelto al redil a sus hijos, después de todo, y la culpa era mía por no haberles acogido a mi lado.
No había nada, salvo la jungla de utillería, los grandes decorados pintados con el día y la noche y la montaña y el valle, y los camerinos abiertos, aquellos abigarrados cuartuchos donde, aquí y allá, un espejo reflejaba la luz que se filtraba por la puerta abierta que habíamos dejado atrás.
Entonces, la mano de Gabrielle se cerró en mi manga. Con un gesto, señaló el escenario y, por la expresión de su rostro, supe que no eran los otros. Quien estaba allí era Nicolás.
Me acerqué al lateral del escenario. El telón de terciopelo estaba corrido a ambos lados, y distinguí claramente su figura en el foso de la orquesta. Estaba sentado en su lugar habitual, con las manos cruzadas sobre los muslos. Tenía el rostro vuelto hacia mí, pero no advertía mi presencia. Seguía con la mirada perdida, como siempre.
Y evoqué las extrañas palabras de Gabrielle la noche después de que la creara, respecto a que no podía sobreponerse a la sensación de haber muerto y de no poder influir en nada en el mundo mortal.
Su aspecto era translúcido, carente de vida. Era el aspecto mudo e inexpresivo con que uno casi tropieza en las sombras de la casa encantada, casi fundido con el mobiliario polvoriento; era, tal vez, el espanto más horrible de todos cuantos existen.
Miré si tenía el violín en el suelo apoyado en la silla y, al ver que no era así, me dije que aún tenía una oportunidad.
—Quédate aquí y vigila —indiqué a Gabrielle. Sin embargo, el corazón se me desbocó cuando alcé la mirada al teatro a oscuras, cuando me dejé embriagar por los viejos olores. «¡Oh, Nicolás!» pensé. «¿Por qué has tenido que traernos aquí, a este lugar hechizado? Aunque, ¿quién soy yo para preguntarlo? También yo volví, ¿no es cierto?»
Encendí la única vela que encontré en el camerino de la primera actriz. Por todas partes había botes de pintura de teatro abiertos, y en las perchas colgaban aún numerosos trajes desechados. Todos los camerinos por los que pasé estaban llenos de vestuario abandonado, peines y cepillos olvidados, flores marchitas todavía en los jarrones y polvos de maquillaje derramados por el suelo.
Volví a pensar en Eleni y los demás, y advertí que se apreciaba allí un levísimo aroma a les Innocents. Distinguí unas huellas de pisadas de pies desnudos muy claras en el polvo. Sí, las criaturas habían entrado. Y habían encendido velas, sin duda, pues el olor a cera parecía muy reciente.
Fuera como fuese, no había entrado en mi antiguo camerino, la estancia que Nicolás y yo compartíamos antes de cada actuación. Todavía estaba cerrada y, cuando la abrí por la fuerza, me llevé una desagradable sorpresa. Todo seguía exactamente como lo había dejado.
Estaba limpia y ordenada, incluso el espejo estaba libre de polvo, y encontré todas mis pertenencias tal como las dejara la última noche que había pasado allí. Vi mi vieja capa colgada de la percha, las viejas ropas que había traído del campo y un par de botas arrugadas. Encontré también mis tarros de maquillaje para la escena en perfecto orden, y la peluca —que sólo había lucido en el teatro— en su cabeza de madera. Las cartas de Gabrielle formaban un pequeño montón; los ejemplares de periódicos ingleses y franceses en los que se mencionaba la obra y una botella de vino aún medio llena, con el tapón seco, completaban el inventario.