Y sin embargo, el sentimiento de injusticia en sí resultaba curiosamente físico. Más real incluso, en cierto modo, que su cuerpo dolorido, maloliente, sudoroso. La injusticia tenía una forma, y un peso, y una temperatura, y una textura, y muy mal sabor.
En la consulta del doctor Sipperstein se sometió al reconocimiento como una buena deportista. Después de volver a vestirse, él le preguntó si había tenido relaciones sexuales antes.
—No.
—Lo suponía. Y en cuanto a la prevención del embarazo... ¿tomó alguna medida esa otra persona?
Ella asintió.
—Fue entonces cuando intenté apartarme. Cuando vi lo que tenía.
—Un condón.
—Sí.
Todo esto y mucho más lo anotó el doctor Sipperstein en su historial.
Al acabar, se quitó las gafas y dijo:
—Te espera una buena vida, Patty. El sexo es algo maravilloso, y lo disfrutarás siempre. Pero no ha sido un buen día, ¿verdad?
En casa, una hermana hacía malabarismos o algo así con destornilladores de distintos tamaños en el jardín trasero. Su hermano leía el Gibbon no abreviado. La que subsistía a base de Yoplait y rábanos estaba en el cuarto de baño, cambiándose una vez más el color del pelo. El verdadero hogar de Patty en medio de toda esa brillante excentricidad era un banco empotrado, enmohecido, cubierto con un colchón de gomaespuma en el rincón del sótano destinado al televisor.
La fragancia del ungüento para el pelo de Eulalie seguía impregnada en el banco años después de que la despidieran. Patty bajó allí con una tarrina de helado de nueces de pacana y contestó que no cuando su madre la llamó para preguntarle si subiría a cenar.
Justo cuando empezaba el programa de Mary Tyler Moore bajó su padre, después de su martini y su propia cena, y le propuso a Patty ir a dar una vuelta en coche. En esa época de su vida, Mary Tyler Moore abarcaba la totalidad de los conocimientos de Patty sobre Minnesota.
—¿Puedo ver antes este programa?
—Patty.
Sintiéndose víctima de una cruel privación, apagó el televisor. Fueron en el coche hasta el instituto y pararon en una zona bien iluminada del aparcamiento. Bajaron las ventanillas, dejando entrar el olor de un césped primaveral como aquel sobre el que había sido violada hacía no muchas horas.
—¿Así, qué? —dijo ella.
—Que Ethan lo niega —contestó su padre—. Ha dicho que fue un simple revolcón y de mutuo acuerdo.
La autobiógrafa describiría las lágrimas de la chica en el coche como una lluvia que empieza a caer de manera imperceptible pero, sorprendentemente, en muy poco tiempo lo cala todo. Le preguntó a su padre si había hablado con Ethan en persona.
—No, solo con su padre, dos veces — respondió—. Mentiría si dijese que la conversación ha ido bien.
—Así que obviamente el señor Post no me cree.
—Mira, Patty, Ethan es su hijo. El no te conoce tan bien como nosotros.
—¿Tú me crees?
—Sí.
—¿Y mamá?
Claro que sí.
—Y entonces, ¿qué hago?
Su padre se volvió hacia ella como un abogado. Como un adulto dirigiéndose a otro adulto.
—Déjalo estar —dijo—. Olvídalo. Sigue adelante con tu vida.
—¿Cómo?
—Quítatelo de la cabeza. Sigue adelante. Aprende a andar con más cuidado.
—¿Como si no hubiera pasado nada?
—Patty, en la fiesta todos eran amigos suyos. Dirán que te vieron emborracharte y ponerte agresiva con él. Dirán que estábais detrás de un cobertizo, a menos de diez metros de la piscina, y que no oyeron nada impropio.
—Había mucho ruido. Música y voces.
—También dirán que os vieron marcharos juntos un rato más tarde y subir a su coche. Y el mundo verá a un chico de Exeter que va a ir a Princeton y que fue tan responsable como para usar un preservativo, y tan caballeroso como para dejar la fiesta y llevarte a casa en coche.
La engañosa llovizna humedecía el cuello de la camiseta de Patty.
—En realidad no estás de mi lado, ¿verdad que no?
—Claro que sí.
—No haces más que repetir «claro», «claro».
—Escúchame. El fiscal querrá saber por qué no gritaste.
—¡Me daba vergüenza! ¡Aquéllos no eran amigos míos!
—Pero ¿no te das cuenta de que a un juez o un jurado va a costarle mucho entender eso? Sólo tenías que gritar y habrías estado a salvo.
Patty no recordaba por qué no había gritado. Debía reconocer que, en retrospectiva, esa circunstancia reflejaba una extraña complacencia por su parte.
—Pero me resistí.
—Sí, pero eres una atleta del más alto nivel. Una paradora en corto siempre anda con arañazos y magulladuras, ¿no? ¿En los brazos? ¿En los muslos?
—¿Le has dicho al señor Post que soy virgen? Mejor dicho, ¿que lo era?
—Eso no me ha parecido de su incumbencia.
—Quizá tendrías que volver a llamarlo para decírselo.
—Oye —dijo su padre—. Cariño. Sé que es tremendamente injusto. Lo siento muchísimo por ti. Pero a veces lo mejor es aprender la lección y asegurarse de que uno no volverá a verse nunca más en la misma situación. Decirse: «He cometido un error, y he tenido mala suerte», y dejarlo... dejarlo... en fin, dejarlo estar. Giró la llave de contacto hasta la mitad de su recorrido y se iluminó el salpicadero. No apartó la mano de la llave.
—Pero cometió un delito —dijo Patty.
—Ya, pero lo mejor es... mmm... La vida no siempre es justa, Pattylinda. Ha dicho el señor Post que quizá Ethan estaría dispuesto a disculparse por no ser más caballeroso, pero... bueno. ¿Eso te parecería bien?
—No.
—Ya lo suponía.
—La entrenadora Nagel dice que debería ir a la policía.
—La entrenadora Nagel debería limitarse a sus regates —respondió su padre.
—Sóftbol —corrigió Patty—. Estamos en la temporada de sóftbol.
—A menos que quieras pasarte tu último curso de secundaria padeciendo una humillación pública tras otra.
—El baloncesto es en invierno y el sóftbol en primavera, cuando no hace tanto frío, ¿vale?
—Mi pregunta es: ¿de verdad es así como quieres pasar el último curso?
—La entrenadora de baloncesto se llama Carver —prosiguió Patty. La entrenadora de sóftbol se llama Nagel. ¿Te enteras?
Su padre puso el motor en marcha.
En su ultimo curso, Patty, en lugar de padecer humillaciones públicas, se convirtió en una auténtica jugadora, no ya una simple promesa. Prácticamente vivía en el pabellón deportivo. En baloncesto recibió una sanción de tres partidos sin jugar por hincarle el hombro en la espalda a una alero del New Rochelle que le había dado un codazo a una compañera de equipo de Patty, Stephanie, y aún así, batió todos los récords escolares que ella misma había establecido el año anterior, además de casi batir el récord de puntos. Aumentar el perímetro de sus lanzamientos fiables era un acicate más para buscar canasta. Se había desentendido ya del dolor físico.
En primavera, cuando el representante local de la Asamblea legislativa del estado dejó el cargo después de un largo período de servicio y la dirección del partido eligió a la madre de Patty para presentarse a las elecciones en su lugar, los Post se ofrecieron a organizar conjuntamente un acto de recaudación de fondos en el lujo verde de su jardín trasero. Joyce le pidió permiso a Patty antes de aceptar el ofrecimiento, diciendo que no haría nada que le incomodase, pero a Patty ya la traía sin cuidado lo que hiciese Joyce, y así se lo dijo.
Cuando la familia de la candidata posó para la obligada foto de familia, nadie le reprochó a Patty su ausencia. Su expresión de amargura no habría favorecido la causa de Joyce.
Basándose en su incapacidad para recordar su estado de conciencia durante los tres primeros años de universidad, la autobiógrafa sospecha que sencillamente carecía de estado de conciencia. Tenía la sensación de estar despierta, pero en realidad es muy posible que estuviera sonámbula. De lo contrario, es difícil entender cómo, por poner un ejemplo, entabló una intensa y estrecha amistad con cierta chica trastornada, que básicamente la acosaba.
Quizá parte de la culpa —por más que a la autobiógrafa no le guste admitirlo— resida en la liga de las Diez Grandes y el mundo artificial que ésta creaba para los estudiantes que participaban en ella, sobre todo para los chicos, pero también, ya a finales de los años setenta, para las chicas. Patty se marchó en julio a la Universidad de Minnesota, donde asistió a un campamento especial para atletas, al que siguieron unas sesiones orientativas especiales de pretemporada, solamente para atletas de primer curso, y después vivió en una residencia para atletas, trabó amistad exclusivamente con atletas, comió exclusivamente en mesas de atletas, en las fiestas bailó en grupo con otras atletas compañeras de equipo y evitó matricularse en asignaturas donde no hubiera atletas más que suficientes con quienes sentarse y (si le quedaba tiempo) estudiar. Los atletas no tenían que vivir así forzosamente, pero en la Universidad de Minnesota la mayoría lo hacía, y Patty se entregó más que nadie a este Mundo Atleta Total ¡porque podía! ¡Porque por fin había huído de Westchester!
—¡Debes ir a donde tú quieras!, le había dicho Joyce, con lo que había querido decir: «es aberrante y repulsivo ir a una universidad estatal mediocre como Minnesota cuando has recibido excelentes ofertas de Vanderbilt y Northwestern (que también son más halagüeñas para mí)». «Es una decisión personal tuya y sólo tuya, y te apoyaremos decidas lo que decidas», había añadido Joyce, con lo que quiso decir: «no nos lo eches en cara a papá y a mí cuando arruines tu vida con decisiones estúpidas». La transparente aversión de Joyce por Minnesota, junto con la distancia entre Minnesota y Nueva York, fue un factor clave en la decisión de Patty. Volviendo ahora la vista atrás, la autobiógrafa considera a la persona que ella fue de joven una de esas adolescentes desdichadas, tan furiosas con sus padres que necesitaban unirse a una secta donde poder ser más amables y cordiales y generosas y serviles de lo que podían ser a esas alturas en su casa. Y dio la casualidad de que su secta fue el baloncesto.
La primera persona no atleta que la atrajo fuera de la secta y se convirtió en alguien importante para ella fue la chica trastornada, Eliza, de quien Patty al principio, como es lógico, ignoraba que estuviera trastornada. Eliza era exactamente medio guapa. La cabeza, en lo alto, empezaba de maravilla e iba a peor poco a poco conforme uno bajaba la vista. Tenía un magnífico pelo castaño, espeso y rizado, y unos ojos grandes increíbles, y más abajo una naricita chata bastante mona, pero de pronto, en torno a la boca, la cara se le comprimía y miniaturizaba de una manera inquietante, como si fuera un bebé prematuro, y tenía una barbilla minúscula. Vestía siempre pantalones de pana anchos que le resbalaban en la cadera, y camisas ajustadas de manga corta que compraba en las secciones de chicos de tiendas de segunda mano y sólo se abrochaba los botones centrales, y calzaba Keds rojas, y llevaba una gran pelliza verde aguacate. Olía a cenicero, pero procuraba no fumar delante de Patty a menos que estuvieran al aire libre. En una ironía por entonces invisible para Patty pero ahora sobradamente visible para la autobiógrafa, Eliza poseía muchos rasgos en común con las hermanas artistoides de Patty. Tenía una guitarra eléctrica negra y un preciado amplificador pequeño, pero las pocas veces que Patty la convenció de que tocara ante ella, Eliza se puso hecha una fiera, cosa que por lo demás casi nunca ocurría (o al menos no al principio). Le reprochó a Patty que en su presencia se sentía presionada y cohibida, y por eso la cagaba una y otra vez nada más empezar la canción. Le ordenó que no la escuchara de una manera tan manifiesta, pero ni siquiera le bastó cuando Patty volvió la cabeza y fingió leer una revista. Eliza aseguró que, en cuanto Patty saliera de la habitación, ella sería capaz de tocar la canción perfectamente. Pero ¿ahora? Imposible.
—Lo siento —dijo Patty—. Siento que te pase eso por mi culpa.
—Bordo esta canción cuando tú no escuchas.
—Lo sé, lo sé. Seguro que sí.
—Es la verdad. Me da igual si me crees o no.
—¡Pero si te creo!
—Sólo digo —insistió Eliza— que me da igual si me crees o no, porque mi capacidad de bordar esta canción cuando tú no escuchas es un hecho objetivo, así de simple.
—Podrías probar con otra canción —sugirió Patty.
Pero Eliza desenchufaba ya los cables a tirones.
—Déjalo, ¿vale? No necesito tu apoyo.
—Lo siento, lo siento, lo siento —repitió Patty.
Había visto a Eliza por primera vez en la única asignatura donde una atleta y una poeta tenían posibilidad de coincidir, Introducción a las Ciencias de la Tierra. Patty entraba y salía de la enorme aula con otras diez atletas de primero, un rebaño de chicas incluso más altas que ella en su mayoría, de la primera a la última con el chándal granate de las Golden Gophers o sencillas sudaderas grises, todas con el pelo húmedo en distintos grados. El rebaño incluía a unas cuantas chicas listas, entre ellas la que sería ya amiga para siempre de la autobiógrafa, Cathy Schmidt, más tarde abogada de oficio, que en cierta ocasión salió dos noches en el programa
Jeopardy!
, emitido a nivel nacional, pero la sofocante aula y aquellos chándales y el pelo mojado y la proximidad de otros cuerpos de atletas cansados siempre producían en Patty una insensibilidad al contacto. Un bajón de contacto.
A Eliza le gustaba sentarse en la fila de detrás de las atletas, justo detrás de Patty, pero repantigada en el asiento, tan hundida que sólo se le veían los voluminosos rizos oscuros. Las primeras palabras que le dirigió a Patty se las susurro al oído desde atrás, al principio de una clase.
—Eres la mejor —dijo.
Patty se volvió para ver quién le hablaba y vio mucho pelo.
—¿Cómo dices?
—Anoche te vi jugar —dijo el pelo—. Eres fenomenal y preciosa.
—Vaya, muchas gracias.
—Tienen que empezar a darte más minutos.
—Curiosamente, ja, ja, comparto esa opinión.
—Tienes que exigir que te den más minutos. ¿Vale?
—Ya, pero es que en el equipo hay muchas jugadoras excelentes. No me corresponde a mí decidirlo.
—Sí, pero tú eres la mejor —insistió el pelo.
—¡Vaya, muchas gracias por el cumplido! —contestó Patty animadamente para zanjar el asunto.
Por aquel entonces, creía que la violentaban los cumplidos personales directos debido a su desinteresado espíritu de equipo. Hoy en día, la autobiógrafa piensa que los cumplidos eran una especie de brebaje del que ella, inconscientemente, sabía que no debía tomar siquiera una gota, porque su sed de halagos era infinita.