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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Líbranos del bien (22 page)

BOOK: Líbranos del bien
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Brunetti procuraba seguir el vaivén de la conversación que evolucionaba sobre la mesa, pero los miraba sin oír apenas lo que decían, embargado por una viva sensación de posesión: eran sus hijos, había en ellos una parte de él mismo, y esa parte pasaría a los hijos que tuvieran, y a la siguiente generación. Pero, por más que miraba, no distinguía en ellos ni atisbo de su propio físico: sólo Paola parecía hallarse reproducida. Ahí estaba su nariz, la textura de su pelo, con ese rizo rebelde encima de la oreja izquierda. Ahora mismo, Chiara había rebatido algo que le decía su hermano, con un ademán que era de Paola.

De segundo plato había
orata
al limón, razón de más para justificar la elección del vino blanco. Brunetti atacó el pescado, pero, a la mitad de la ración, volvió a fijar la atención en Chiara, que estaba despotricando de su profesora de inglés.

—¿Y el subjuntivo? ¿Sabéis qué me ha dicho cuando le he preguntado? —inquirió con una voz marcada por el recuerdo del asombro sentido, mirando alrededor de la mesa, para asegurarse de que sus oyentes estaban preparados para escandalizarse. Cuando se hubo cerciorado de que le prestaban atención, dijo—: Que lo daríamos
next year.
—El sonido con que dejó el tenedor en el plato era expresión elocuente de su disgusto.

Paola meneó la cabeza con aire de conmiseración.

—Next year
—repitió. Insensiblemente, se habían puesto a hablar en inglés—.
Unbelievable.

Chiara se volvió hacia su padre, quizá con la esperanza de que él manifestara un asombro similar, y se quedó en suspenso, mirando su rostro impávido. Inclinó la cabeza hacia un lado y luego hacia el otro. Finalmente, en tono coloquial, como respondiendo a una pregunta que él le hubiera hecho, dijo:

—La he dejado en la escuela, papá. —En vista de que él no decía nada, añadió—: No; hoy no la he traído.

Como el que sale de un trance, Brunetti dijo:

—Perdona, Chiara. ¿Qué es lo que no has traído hoy?

—Mi otra cabeza.

Descolocado, al no saber de qué se hablaba en la mesa mientras él estaba absorto mirando a sus hijos, Brunetti dijo:

—No te entiendo. ¿Qué otra cabeza?

—La que has estado buscando toda la noche, papá. Sólo quería decirte que no la he traído, y por eso no la ves. —Para subrayar sus palabras, se puso una mano a cada lado de la cabeza y agitó los dedos en el vacío.

Brunetti oyó la carcajada de Raffi y, al mirar a Paola, vio que sonreía.

—Ah, está bien —dijo, un poco molesto—. Confío en que la hayas dejado en sitio seguro.

De postre había peras.

Capítulo 19

Al día siguiente por la tarde, Vianello entró en el despacho de Brunetti. Se reflejaba en su cara la satisfacción del que ha demostrado tener razón cuando algunos creían que estaba equivocado.

—Ha costado, pero merece la pena —dijo el inspector poniendo unos papeles en la mesa.

Brunetti entornó los ojos y levantó la barbilla en señal de interrogación.

—El amigo de la
signorina
Elettra —explicó Vianello.

Ella tenía muchos amigos, según sabía Brunetti, que, en este momento, no recordaba cuál de ellos podía estar colaborando en sus actividades extralegales.

—¿Qué amigo?

—El
hacker
—explicó Vianello, sorprendiendo a Brunetti por su manera de aspirar la «h»—. Al que dimos el disco duro. —Antes de que Brunetti pudiera preguntar, Vianello agregó—: Sí, lo devolvimos al
dottor
Franchi al día siguiente, pero no sin que el amigo copiara todo el contenido.

—Ah, el amigo —dijo Brunetti alargando la mano hacia los papeles—. ¿Qué tenía Franchi en su ordenador?

—Nada de porno infantil ni compras por internet, desde luego —dijo Vianello sin moderar su sonrisa de tiburón tigre.

—¿Pero…? —preguntó Brunetti.

—Pero parece ser que ha encontrado la manera de meterse en el sistema informático de la ULSS.

—¿Y así es como programa las visitas? —preguntó Brunetti—. ¿Lo mismo que los otros farmacéuticos?

—Sí —asintió Vianello acercando una silla—. Él hace eso y los otros también —dijo en un tono que invitaba a Brunetti a seguir preguntando.

Y él así lo hizo.

—¿Y qué más hace cuando accede al sistema?

—Según el amigo de la
signorina
Elettra, parece haber encontrado la manera de saltarse el
«log-in».

—¿Y eso quiere decir…?

—Eso le da acceso a otras partes del sistema —dijo Vianello, y se quedó pendiente de la reacción de Brunetti, como si esperase que el comisario diera un salto gritando: ¡Eureka!

Aunque temía que su confesión le hiciera desmerecer a ojos de Vianello, Brunetti comprendió que, en este caso, no podía dárselas de enterado, y dijo:

—Me parece que vale más que me expliques qué significa eso, Lorenzo.

El niño espartano al que el zorro le está devorando sus partes vitales no habría mantenido un gesto más impávido que el de Vianello.

—Eso significa que puede acceder al ordenador central y examinar la ficha de todas las personas de las que tenga el número de la ULSS.

—¿Sus clientes?

—Exactamente.

Brunetti apoyó el codo en la mesa y se acarició los labios mientras consideraba las implicaciones del caso. Entrar en esos archivos era disponer de toda la información sobre medicación, hospitalización y enfermedades, superadas o en tratamiento. Significaba que una persona no autorizada tenía acceso a aspectos privados, posiblemente confidenciales, de la vida de otra persona.

—Sida —dijo Brunetti. Tras una larga pausa, añadió—: Rehabilitación de drogadictos. Metadona.

—Enfermedades venéreas —sugirió Vianello.

—Abortos —agregó Brunetti—. Si son clientes suyos, sabe si están casados, conoce su vida familiar, dónde trabajan, qué amigos tienen.

—El simpático farmacéutico del barrio que te ha visto crecer —completó Vianello.

—¿Cuántos? —preguntó Brunetti.

—Ha curioseado en historiales clínicos de una treintena de clientes —dijo Vianello y, dando tiempo a que Brunetti midiera las implicaciones del caso, añadió—: El amigo dice que los archivos no podrá enviárnoslos hasta mañana.

Brunetti silbó ligeramente y volvió sobre la causa inicial del interés del inspector por las actividades del
dottor
Franchi.

—¿Y qué hay de las visitas?

—Durante los dos últimos años, ha programado más de un centenar. —Antes de que Brunetti pudiera expresar asombro ante el número, Vianello agregó—: Eso supone sólo una a la semana.

Brunetti asintió.

—¿Y ese amigo de la
signorina
Elettra… tiene nombre? —preguntó.

—No —respondió Vianello con una voz extrañamente átona.

—¿Has comprobado cuántas de esas visitas se hicieron realmente? —pregunto Brunetti.

—Hasta esta mañana no le ha mandado la lista definitiva —dijo Vianello—. Parece ser que todas las visitas programadas por Franchi tuvieron lugar. —En vista de que Brunetti no decía nada, el inspector continuó—: Ella ha hecho la comprobación de los otros farmacéuticos. Uno había programado sólo diecisiete visitas en los dos últimos años y todas se hicieron: hemos hablado con los pacientes. En cuanto a Andrea, no colabora en el sistema, por lo que habrá que quitarlo de la lista. Por lo que se refiere al otro, ella ha comprobado el registro de visitas en los archivos de los hospitales de aquí y de Mestre y en casi todos los casos se indica que el paciente acudió a la visita programada. —Vianello casi no podía contener la excitación al decir—: Pero se da el caso de que uno de los farmacéuticos programó tres visitas para personas que no precisaban atención médica.

—Cuenta, Lorenzo —dijo Brunetti, para abreviar.

—Han muerto —dijo Vianello.

—¿De resultas de las visitas? —preguntó un asombrado Brunetti, que no se explicaba cómo podía haber ocurrido tal cosa sin que él se enterase.

—No; ya estaban muertos cuando las visitas fueron programadas —dijo Vianello despacio, regodeándose con el efecto de su revelación y, de paso, permitiendo a Brunetti asimilar la información, antes de proseguir—: Da la impresión de que el farmacéutico se volvió descuidado y empezó a teclear al azar números de clientes de la farmacia aunque hiciera tiempo que no los veía: quizá pensaba que se habían mudado o quizá… —y aquí Vianello introdujo la pausa que hacía siempre antes de soltar lo que él creía una bomba—… quizá empieza a perder la memoria. A su edad.

—¿Gabetti? —preguntó Brunetti.

—El mismo —respondió Vianello sonriendo de oreja a oreja.

—De acuerdo, Lorenzo —dijo Brunetti con una sonrisa—. Háblame de las visitas que programó para los difuntos.

—En cada caso, el doctor anotaba en el ordenador que había visitado al paciente, hecho el diagnóstico… siempre eran casos leves… y cargado el importe de la visita a la sanidad pública.

—Qué descuido —convino Brunetti—. O qué audacia. ¿Qué hay de los médicos?

—Son siempre los mismos tres y, en cada caso, registraron la visita y cargaron el importe —dijo Vianello. Casi a regañadientes, agregó—: Franchi no ha programado ninguna visita para esos tres médicos.

—Me gustaría saber qué hacía si no —dijo Brunetti—. ¿Por qué el amigo no puede enviarnos los archivos hasta mañana?

—Cosas de la informática —dijo Vianello.

—Tampoco soy un neandertal, ¿eh? —Aunque lo decía sonriendo parecía haberse picado.

—La
signorina
Elettra dice que es por la forma en que Franchi protegió los archivos: cada uno tiene una clave de acceso distinta, y luego hay que buscar el número del paciente con otra clave de acceso… ¿Quieres que continúe?

Ahora la sonrisa de Brunetti era de contrición.

—¿Mañana?

—Sí.

—¿Y mientras tanto?

—Mientras tanto, seguiremos llamando a los pacientes para los que Gabetti programó visitas y les preguntaremos si están satisfechos del tratamiento. Y luego habrá que pensar en pedir a los doctores que vengan a cambiar impresiones con nosotros.

Brunetti dijo:

—No; es preferible esperar hasta que sepamos lo que se trae entre manos Franchi. ¿Estás seguro de que no sospechó porque le retuvieras un día el ordenador?

Pareció que Vianello tenía que hacer un esfuerzo para no ponerse a dar palmadas de alegría cuando oyó la pregunta.

—Envié a Alvise a devolverlo —dijo.

Brunetti se echó a reír.

 

El inspector salió de la
questura
a las cinco, con la conciencia tranquila, pensando que no podía pretender que su esposa, que había dicho que le daría más información sobre Pedrolli, fuera a llevársela al despacho. De todos modos, reconocía Brunetti, lo que hubiera podido averiguar Paola, de poco serviría ya. Los cargos que pudieran formularse contra Pedrolli serían de los que se resuelven con un talonario de cheques o con un guiño del padre de Bianca Marcolini.

Brunetti, andando un poco a la aventura, se encontró al pie del puente que conducía a la entrada del
palazzo
Querini Stampalia. El hombre del mostrador, que lo conocía, rechazó con un ademán su gesto de pagar entrada.

Brunetti subió al primer piso del museo, que hacía tiempo que no visitaba. Cómo le gustaba contemplar aquellos retratos, no tanto por su calidad pictórica como por el parecido de muchos de los modelos con la gente a la que veía todos los días por la calle. Gerolamo Querini, retratado casi quinientos años atrás, era una réplica casi fotográfica de Vianello, es decir, de un Vianello varios años más joven. Miraba con agrado aquellos rostros, recreándose de antemano con la idea de volver a contemplarlos por el orden al que se había acostumbrado a lo largo de años.

Su favorito era
La presentación en el templo,
de Bellini, que dejó para el final, como siempre. Y vio al Niño en brazos del anciano Simeón, que lo devolvía a la Madre. La criatura tenía todo el cuerpo fajado, con los brazos pegados a los costados y sólo los deditos asomando. Brunetti volvió a pensar en el niño de Pedrolli, no menos indefenso, aunque por orden de la autoridad. En el cuadro, la Madre recibía al Niño con las dos manos, amparándolo, y la mirada que posaba en el sumo sacerdote, por encima del cuerpecito inmovilizado de su Hijo, era fría y escéptica. Por primera vez, Brunetti observó que aquel escepticismo estaba también en los rostros de los circunstantes, especialmente, en los ojos de un joven situado en el extremo de la derecha, que miraba al espectador como preguntando si alguien podía esperar que de aquello resultara algo bueno.

Bruscamente, Brunetti dio media vuelta y regresó a las otras salas, a mirar los retratos, esperando que los rostros más plácidos pintados por Bombelli y Tiepolo borraran la inquietud que había despertado en él la vista del Niño atado.

Durante la cena, Brunetti estuvo extrañamente ausente, moviendo la cabeza de arriba abajo cuando Paola o los chicos hablaban entre sí y sin apenas intervenir en la conversación. Después, volvió a la sala y a San Petersburgo, donde encontró al
marquis
en vena filosófica, diciendo de Rusia que era un lugar en el que «impera el gusto por lo superfluo entre gentes que aún desconocen lo necesario». Brunetti cerró los ojos, reconociendo la vigencia de esa observación.

Oyó los pasos de Paola y, sin abrir los ojos, dijo:

—Nada cambia. Nada en absoluto.

Ella, mirando el libro, dijo:

—Ya decía yo que nada bueno sacarías de esa lectura.

—Desde luego no es políticamente correcto lo que voy a decir y, menos, cuando los jefes de nuestras grandes naciones respectivas son tan amigos, pero da la impresión de que si entonces Rusia era un lugar horroroso, ahora no lo es menos. —Oyó un tintineo de cristal y, al abrir los ojos, vio que ella ponía dos vasitos en la mesita.

—Lee a Tolstoi —le aconsejó—. Él hará que te guste más.

—¿El país o la lectura? —preguntó Brunetti volviendo a cerrar los ojos.

—Es la hora del chismorreo —anunció ella, como si no hubiera oído la pregunta. Le dio unos golpecitos en los pies y se los apartó, para hacerse un sitio.

Él abrió los ojos y tomó la copa que ella le tendía. Bebió un sorbo, aspiró profundamente inhalando el aroma de la
grappa
y volvió a beber.

—¿Es la Gaia? —preguntó.

—Tenemos la botella desde Navidad. Si hay suerte, este año habrá otra. ¿Para cuándo quieres guardarla?

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