Libros de Sangre Vol. 3 (18 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Libros de Sangre Vol. 3
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—¿Te parece sensato?

Virginia desconocía la respuesta a esa pregunta. Al fin y al cabo, ¿qué era la sensatez? Sin duda no era la gastada retórica de los profetas muertos. Tal vez la sensatez fueran Laura May y Earl, abrazados en el lodazal, indiferentes a las plegarias que Gyer escupía, y a las miradas de los huéspedes que habían acudido corriendo a ver quién había muerto. O tal vez la sensatez consistía en encontrar la influencia maligna de tu vida y arrancarla de una vez y para siempre. Con el revólver en la mano, regresó a la habitación número siete, consciente de que la presencia benigna de Sadie Durning caminaba a su lado.

—¿No irás a por Buck…? —susurró Sadie—. No puede ser.

—Me atacó —le dijo Virginia.

—Pobre corderito mío.

—No soy un corderito —replicó Virginia—. Ya no.

Dándose cuenta de que la mujer dominaba perfectamente su destino, Sadie se mantuvo alejada, temerosa de que su presencia alertara a Buck. Observó a Virginia cruzar el aparcamiento, dejar atrás el álamo y entrar en el cuarto donde su torturador había dicho que la esperaría. Las luces seguían encendidas; su brillo parecía mayor después de la oscuridad azul de afuera. No había señales de Durning. Virginia se dirigió a la puerta de camunicación. La habitación número ocho también estaba vacía. Entonces oyó la conocida voz.

—Has vuelto —le dijo Buck.

Se volvió en redondo, ocultándole el arma. Buck había salido del cuarto de baño y se interponía entre Virginia y la puerta.

—Sabía que volverías —le dijo—. Todas lo hacen.

—Quiero que te muestres… —le dijo Virginia.

—Estoy desnudo como un crío al llegar al mundo. ¿qué más quieres que haga, que me despelleje? Pensándolo bien, tal vez sería divertido.

—Muéstrate a John, mi marido. Hazle ver su error.

—Oh, pobre John. No creo que quiera verme. ¿Tú qué opinas?

—Piensa que estoy loca.

—La locura puede ser útil. A Sadie casi la salvan de la silla electrica con un alegato de demencia. Pero fue demasiado honesta para su propio bien. No dejó de repetirles una y otra vez: «Quería verlo muerto, por eso le disparé». Nunca fue muy sensata. Pero tú…, bueno, creo que tú sabes lo que más te conviene.

La silueta velada se movió. Virginia no logró descifrar qué hacía Durning consigo mismo, pero era algo claramente obsceno.

—Anda, Virginia, ven a por ella, está preparadita.

Virginia sacó el 38 que ocultaba detrás de la espalda y le apuntó.

—Esta vez no —le dijo.

—No puedes hacerme daño con eso —repuso Buck—. Ya estoy muerto.

—Tú me has hecho daño, ¿por qué no podría devolvértelo?

Buck meneó la etérea cabeza, lanzando una carcajada. En ese mismo instante, de la autopista les llegó el gemido de las sirenas de la policía.

—¿Qué te parece? —dijo Buck—. Cuánto alboroto. Cariño, será mejor que nos demos ya el revolcón, antes de que nos interrumpan.

—Te lo advierto, es el revolver de Sadie…

—No me harías daño —murmuró Buck—. Conozco a las mujeres. Decís una cosa cuando en realidad queréis decir todo la contrario.

Buck avanzó hacia ella riéndose.

—No te acerques —le advirtió Virginia.

Avanzó otro paso y Virginia apretó el gatillo. En el instante anterior a que oyera el disparo y sintiera saltar en sus manos el revolver, vio a John aparecer en el umbral. ¿Había estado allí todo el tiempo, o se resguardaría de la lluvia, después de orar, para entrar en la habitación a leer el Apocalipsis a su descarriada esposa? Virginia nunca lo sabría. La bala atravesó a Buck, dividiendo el cuerpo humeante a su paso, y siguió su recorrido con perfecta puntería hacia el evangelista. Éste la vio venir. Lo alcanzó en el cuello y la sangre brotó con rapidez, manchándole la camisa. La silueta de Buck se disolvió como el polvo, y desapareció. De repente, en la habitación número siete no había nadie más que Virginia, su esposo moribundo y el sonido de la lluvia.

John Gyer miró a Virginia con el ceño fruncido, luego tendió la mano hacia el marco de la puerta para aguantar su corpulencia. No logró aferrarse; cayó de espaldas hacia afuera como una estatua derribada, y la lluvia le lavo la cara. Pero la sangre no paró de manar. Salía a borbotones jubilosos, y continuaba manando cuando Alvin Baker y su ayudante se plantaron ante la puerta de la habitación con los revólveres dispuestos.

Virginia pensó que su marido no se enteraría jamás, ésa era la pena. Ya no podría obligarla a que reconociera su estupidez, a que se retractara de su arrogancia. Al menos no en el mundo de los vivos. El muy maldito estaba a salvo, y ella se había quedado allí con el revólver humeante en la mano, y sólo Dios sabía qué condena le esperaba.

—¡Baje el revólver y salga de ahí!

La voz que provenía del aparcamiento sonaba áspera e intransigente.

Virginia no contestó.

—¿Me oye? Soy el
sheriff
Baker. Tengo el edificio rodeado. Salga o morirá.

Virginia se sentó en la cama y sopesó las alternativas. No la ejecutarían por lo que había hecho, igual que a Sadie. Pero pasaría mucho tiempo en prisión, y estaba harta de regímenes. Si aún no había enloquecido, el encierro la empujaría hasta el límite y más allá. Pensó que lo mejor era acabar con todo allí mismo. Se puso el 38, todavía tibio, en el mentón, ladeándolo un poco para asegurarse de que el disparo le volara la tapa de los sesos.

—¿Te parece sensato? —inquirió Sadie, justo cuando Virginia preparaba el dedo para disparar.

—Me encerrarán —repuso Virginia—; no lo soportaré.

—Es cierto. Te pondrán entre rejas durante un tiempo. Pera no durará mucho.

—Estás bromeando. Acabo de matar a mi marido a sangre fría.

—No era ésa tu intención —replicó Sadie, animada—, le apuntabas a Buck.

—¿De veras? Me pregunto si fue así.

—Puedes alegar demencia; es lo que yo tendría que haber hecho. Invéntate la historia más disparatada que se te ocurra y repítela una y otra vez.

Virginia negó con la cabeza; las mentiras nunca se le habían dado bien.

—Y cuando te suelten —prosiguió Sadie—, serás famosa. Y eso es algo por lo que merece la pena vivir, ¿no?

Virginia no había pensado en eso. Una leve sonrisa le iluminó el rostro. Desde fuera, el
sheriff
Baker volvió a ordenarle que tirara el arma por la puerta y que saliera con las manos levantadas.

—Tiene diez segundos, señora, ni uno más.

—No puedo soportar la humillación —murmuró Virginia—. No puedo.

—Es una pena —dijo Sadie, encogiéndose de hombros—. Ya ha dejado de llover, y ha salido la luna.

—¿La luna? ¿De veras?

Baker había empezado a contar.

—Tienes que decidirte —le dijo Sadie—. Te matarán si les das la más mínima oportunidad. Y lo harán con gusto.

Baker había contado hasta ocho. Virginia se puso de pie.

—¡Pare! — le gritó a través de la puerta.

Baker dejó de contar. Virginia arrojó el revólver por la puerta. Aterrizó en el lodazal.

—Bien —dijo Sadie—. Me alegro mucho.

—No puedo ir sola —le comentó Virginia.

—No hace falta que vayas sola.

En el aparcamiento había reunido un numeroso público: Earl y Laura May, Milton Cade, Dwayne y su chica, el
sheriff
Baker y su ayudante, una selección de huéspedes del motel. Sumidos en un respetuoso silencio, miraban a Virginia Gyer con expresiones en las que se mezclaban el azoramiento y el temor.

—Levante las manos donde yo las vea —le ordenó Baker.

Virginia obedeció.

—Mira —le dijo Sadie señalando.

La luna había salido. Era enorme y blanca.

—¿Por qué lo ha matado? — preguntó la chica de Dwayne.

—El diablo me ha obligado a hacerlo —repuso Virginia, mirando la luna con la mejor sonrisa de loca que logro simular.

¡Quieto, Satán!

Las circunstancias habían hecho a Gregorius un hombre incalculablemente rico. Poseía flotillas, palacios, sementales, ciudades. En realidad, eran tantas sus posesiones que a los encargados de enumerarlas —cuando los acontecimientos de esta historia llegaron a su monstruosa conclusión— les parecía a veces más rápido hacer una lista de las cosas que Gregorius no poseía.

Era rico, pero distaba mucho de ser feliz. Lo habían criado en la religión católica, y en sus primeros años —antes de su vertiginoso ascenso a la fortuna— había encontrado solaz en la fe. Pero la había abandonado luego, y a la edad de cincuenta y cinco años, con el mundo a sus pies, despertó una noche para descubrir que carecía de Dios.

Fue un amargo golpe, pero de inmediato tomó las medidas necesarias para subsanar la pérdida. Viajo a Roma, habló con el Sumo Pontífice, rezó día y noche; fundó seminarios y colonias de leprosos. Pero Dios se negaba a mostrarle siquiera la uña del dedo gordo del pie. Al parecer, Gregorius estaba dejado de la mano de Dios.

Desesperado, se le metió en la cabeza que la única manera de conseguir su propósito de volver a los brazos del Hacedor seria arriesgar el alma del modo más disparatado. La idea tenía sus méritos. «Supongamos que lograra concertar un encuentro con Satán, el enemigo mayor —pensó Gregorius—; ¿acaso Dios, al verme
in extremis
, no se sentiría obligado a intervenir para hacerme volver al redil?»

Se trataba de un buen plan, pero ¿cómo llevarlo a cabo? El Diablo no acudía con una simple llamada, aunque proviniera de un magnate como Gregorius, y sus búsquedas no tardaron en demostrarle que los métodos tradicionales de invocar al Señor de las Tinieblas —mancillar el Sagrado Sacramento, el sacrificio de criaturas— no fueron más efectivos que las buenas obras para provocar a Jehová. Solo al cabo de un año de deliberaciones logró dar con un plan maestro. Mandaría construir un Infierno en la Tierra, un infierno moderno tan monstruoso que el Tentador se sentiría tentado e iría allí a establecer su reino como lo hace el cuco en los nidos robados.

Buscó por todo el mundo un arquitecto, y en las afueras de Florencia, languideciendo en un manicomio, encontró a un hombre llamado Leopardo, cuyos planos para los palacios de Mussolini poseían una grandeza demencial que se adaptaba perfectamente al proyecto de Gregorius. Leopardo fue sacado de su celda —era un hombre fétido, una piltrafa— y le devolvieron sus sueños. Su prodigioso genio no le había abandonado.

Para alimentar su inventiva, recorrieron las grandes bibliotecas del mundo en busca de las descripciones de los Infiernos, tanto seglares como metafísicas; las bóvedas de los museos fueron saqueadas en busca de las imágenes prohibidas del martirio. No se dejó piedra por levantar si se sospechaba que debajo se ocultaba algo perverso.

Los planos acabados debían algo a Sade y a Dante, y algo más a Freud y a Kraft—Ebbing, pero también contenían elementos que ninguna mente había concebido jamás, o al menos, nadie se había atrevido a consignarlos sobre el papel.

Se escogió un terreno en el norte de África y comenzó la construcción del Nuevo Infierno de Gregorius. Absolutamente todo lo relacionado con aquel proyecto batió los
records
. Sus cimientos eran mucho más vastos, sus paredes más gruesas, la fontanería más elaborada que la de ningún otro edificio construido hasta la fecha. Gregorius contemplaba su lenta evolución con un entusiasmo que no había saboreado desde sus primeros años de constructor de imperios. Resulta innecesario decir que en todas partes se lo tomó por loco. Los amigos que había tenido durante años se negaron a relacionarse con el; varias de sus empresas quebraron cuando los inversores se espantaron al leer los informes de su demencia. No le importó. Su plan no podía fallar. El Diablo tenía que acudir, aunque sólo fuera por la curiosidad de ver el Leviatan erigido en su nombre, y cuando apareciera, Gregorius lo estaría esperando.

Las obras tardaron cuatro años, y se llevaron la mejor parte de la fortuna de Gregorius. El edificio terminado tenía el tamaño de media docena de catedrales, y albergaba todas las instalaciones que el Ángel de las Tinieblas pudiera desear. Tras sus muros había fuegos, de modo que desplazarse por sus muchos corredores constituía una agonía insoportable. Las habitaciones que daban a esos corredores contaban con todos los dispositivos imaginables de tortura —agujas, parrillas, cepos— que el genio de los torturadores de Satán hubiera utilizado. Había hornos grandes como para quemar familias enteras; piscinas hondas como para ahogar generaciones. El Nuevo Infierno era una atrocidad a la espera de suceder, una celebracion de la inhumanidad a la que sólo le faltaba su causa primera.

Los constructores se marcharon agradecidos. Entre ellos se rumoreaba que hacía tiempo que Satán vigilaba la construcción de su domo del placer. Algunos llegaron a sostener que lo habían visto en los niveles más profundos, donde el frío era tan intenso que helaba la orina en la vejiga. Existían pruebas que respaldaban esa creencia en las presencias sobrenaturales cernidas sobre el edificio a medida que éste alcanzaba su término. Un ejemplo era la cruel muerte de Leopardo; se había arrojado —o, como sostenían los supersticiosos, había sido lanzado— por la ventana del sexto piso del hotel donde se hospedaba. Fue sepultado con la debida extravagancia.

De modo que solo, en el Infierno, Gregorius se dedicó a esperar.

No tuvo que esperar mucho. No había pasado allí mas que un día, cuando oyó ruidos provenientes de las profundidades inferiores. Rebosante de expectación, fue en busca de su fuente, pero sólo se encontró con la turbulencia de los baños de excrementos y el rugido de los hornos. Regresó a sus aposentos del noveno nivel y esperó. Volvió a oír ruidos; volvió a ir en busca de su fuente, y nuevamente regresó desalentado.

Pero los disturbios no cesaron. En los días siguientes, apenas pasaban diez minutos sin que oyera algún ruido de invasión. El Príncipe de las Tinieblas estaba allí, a Gregorius no le cabía duda, pero se mantenía en las sombras. Gregorius se conformó con seguirle el juego. Al fin y al cabo, era la fiesta del Demonio. Y a él le tocaba participar en el juego que escogiese.

En los largos y a veces solitarios meses que siguieron, Gregorius se aburrió de jugar al escondite y comenzó a exigirle a Satán que se mostrara. El eco de su voz se perdía por los desiertos pasillos sin obtener respuesta, hasta que la garganta se le irritó de tanto gritar. A partir de entonces, continuó con su búsqueda en forma silenciosa, con la esperanza de sorprender a su inquilino. Pero el Ángel Apostata siempre huía antes de que Gregorius lograra acercarse lo bastante como para verle.

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