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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Aventuras, Histórico

Liova corre hacia el poder (2 page)

BOOK: Liova corre hacia el poder
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Monia recurrió al catálogo de sus vínculos más importantes y, con dinero, en una semana pudo lograr la sanción tercera, la más benigna.

Exaltado por el final feliz, Liova salió a la calle, corrió hacia el puerto, se extravió en un laberinto de grúas y estibadores, miró los barcos que salían e ingresaban, saludó a los carruajes con pasajeros, alzó un ramo de flores que se le había caído a una dama y se lo ofreció a otra, lanzó carcajadas de loco, empujó una caja con sedas de Oriente que obstruía una calle y regresó a la noche con el cabello revuelto y la ropa sucia. Se dio un baño y empezó a reordenar los libros que había condenado al abandono. Al día siguiente, antes del alba, fue al Instituto para averiguar los temas del “nuevo y estricto examen de evaluación”. Se puso a estudiar.

Cuando meses después reingresó a las codiciadas aulas, volvió a encontrarse con los mismos compañeros. Unos lo habían traicionado, otros defendido y una franja había optado por el silencio. Se sintió raro. Muchos ya no le hablaban.

Los exámenes finales se realizaron con pompa. El rector abría cada sesión con una postura cordial y entregaba a cada uno el sobre con los temas. Al leerlos, los estudiantes sentados en sus angustiantes pupitres sentían mareos y se agarraban la cabeza. Pero Liova no tropezó con dificultades importantes y, sereno, respondió al capcioso interrogatorio. En los últimos minutos sobrevino la sorpresa de que algunos docentes, siempre lejanos y hostiles, empezaran a revelar clemencia. Se paseaban entre los jóvenes, les permitían espiar los libros guardados en las mochilas, y hasta susurraban las respuestas.

—También son humanos —le dije después a Liova.

Yo no intuí que nuestro sobrino pisaba el primer peldaño de una dramática conversión, que pronto ocurriría en Nikolaiev, hacia donde viajó para cursar el séptimo y último año. Ni Monia, ni yo, ni el resto de la familia, ni él mismo, sospechábamos entonces que correría a conquistar un poder que cambiaría el mundo.

Narra David

2

Profecía

El
mohel
llegó tarde. ¡Maldito sea! Lo recuerdo bien. Tarde, muy tarde. Lo esperábamos impacientes. Una porquería de tipo. Apareció en un carruaje tan destartalado como él mismo. Pero lo conducía un muchacho robusto. El viejo debía practicarle la circuncisión a mi hijito. Se había emborrachado con vodka durante el viaje. No entiendo dónde consigue kopeks para comprarse tantas botellas. El diablo lo lleve. Su pelo, sus aladares y su barba barrosa eran más largos que las de un perro de las nieves. Sólo dejaban lugar para los ojos. Ojos enrojecidos por el vodka. Hubo que sostener de los brazos al canalla. Y ofrecerle mucho té con limón. Además, mojar sus sienes con vinagre para que terminara de despabilarse.

Mientras operaba a mi hijito, yo ni miraba. No fuese a rebanarle todo. Pero lo hizo con la rapidez del rayo. Y una precisión de relojero. Mientras trabajaba susurraba una oración que se le enredaba en los pelos. Era hábil y hasta dormido podía hacer una circuncisión perfecta. Después de la ceremonia comió y bebió con más voracidad que los buitres. Los dedos de la mano izquierda abrían un túnel entre sus bigotes y la barba para que los alimentos llegasen a los dientes. Al cabo de una hora de masticar se tumbó sobre un sillón.

Los familiares de Ana me preguntaron de dónde había sacado semejante monstruo. Yo decía la verdad: me lo habían recomendado en Bobrinez.

De súbito el
mohel
gritó. Dio un respingo que hizo caer una silla. Se tapó los ojos. Necesitaba impedir que lo perforase una extraña luz, aunque no había luz fuerte en la sala debido a las ondulantes paredes de adobe y a las cortinas que mi mujer había colgado de las ventanas. Ese miserable parecía querer escapar de algo.

—¡La luz! —gritaba—. ¡La luz!

—¡Qué luz ni luz! —pregunté al cochero que lo había traído.

—Tiene visiones —dijo.

—¿Visiones? ¿Qué clase de visiones?

El
mohel
descerrajó un largo aullido de lobo. Una mujer le volcó más vinagre sobre la frente y su pelambre transpirada. Otra corrió a buscar una ristra de ajos.

—¡Las ristras de ajos expulsan a los malos espíritus! —recordó una tía.

El cochero pidió que rodeáramos al
mohel
, que escuchásemos sus mensajes.

—Le llegan del cielo —agregó con repentina veneración.

—¡Qué cielo! —protesté furioso y señalé el techo de paja rubia—. ¿Esa paja es el cielo?

—En el
palio
dicen que adivina.

—¿Adivina? ¿Eso dicen en el
palio
?

—Que tiene poderes.

La barba se le mojó con espumarajos. Entre sus estertores sólo podía entenderse que se refería al Zar.

—El Zar… el Zar… —repetía.

—Qué quiere con el Zar.

—Dice que lo matarán dentro de dos años —interpretó el joven—. Lo vino repitiendo en todo el viaje.

—¡En dos años! ¡Matarán al Zar! —primos, tíos y otros parientes se llevaron las manos a la cabeza—. ¡Acusarán a los judíos!

—¡Embustero! ¡Loco! —arrojé un almohadón sobre la repugnante bola de pelos que hacía tan peligrosos anuncios; me tiré encima para asfixiarlo.

La gritería retumbaba tras de mí. Muchas manos se clavaron en mis hombros para desprenderme del viejo delirante.

—¡Los cosacos vendrán a degollarnos si se enteran de lo que dice este irresponsable! ¡Que no se meta con el Zar!

—¡En dos años! —insistió.

—¡Que se calle! —exigí al cochero, como si fuese quien lo gobernaba—. ¡Las paredes oyen! ¡Provocará un
pogrom
!

—Son visiones —insistió el joven.

—¡Son locuras!

—Esta almohada es sagrada —se sublevó mi mujer al recuperarla del piso—. ¡Sobre ella circuncidaron a Lióvushka!

—¡Que este borracho se vaya! —ordené al cochero—. ¡Llévatelo ya mismo!

El
mohel
seguía hablando.

—Estalló… estallará una bomba bajo el tren… bajo el tren del Zar… Habrá muchas muertes.

—¡Llévatelo!

—Este niño ocupará… ocupará el trono del Zar…

—¡Por Dios! Ahora complica a mi hijo. ¡Fuera!

—Ocupará el trono del Zar… —repetía.

Entre seis hombres conseguimos levantarlo. Seguía burbujeando palabras.

—Ocupará el trono…

Lo metimos a empujones en el carruaje. Agitado por el esfuerzo y la rabia, puse en la mano del angustiado cochero un manojo de billetes.

—¡Márchate al galope! ¡Al galope!

Libro Uno

La saga de los Bronstein

Primera etapa

El Edén

Iánovka

(1879-1888)

Narra David

1

La corriente del tiempo

Nadie. Ni siquiera Iván pudo explicarle a Liova el cálculo del tiempo. Un primo de mi mujer, Abraham, intentó. Era, por lo demás, un tipo arrogante. Preguntó de buenas a primeras:

—Vamos, pequeño, di en qué año estamos… ¡Ah, no sabes! Bueno, estamos en 1885. Repítelo, que he de volver a preguntar.

Liova no entendía.

—Estamos en el año 1885 —agregó mi mujer con dulzura—, y luego vendrá el año 1886.

El niño seguía sin comprender.

—¿El año tiene nombre? —preguntó.

Su mente se revolvía ante ciertas novedades. Si el año tiene el nombre de “1885”, ¿por qué lo necesita cambiar por “1886”? Liova imaginaba el tiempo como algo estable. Igual a la gran piedra que hace de escalón a la entrada de nuestra vivienda.

El año 1885 fue penoso. Mala cosecha y un accidente. Feo accidente. Mi niño aprovechó nuestro descuido. Se sentó en el pescante de la calesa que había traído Abraham. Aplastó un latigazo sobre el lomo del caballo. Y salió al trote. Pronto alcanzó el galope. Furioso galope. Dejó atrás la casa, el granero, la huerta. Se perdió en el campo abierto. ¡Maldición! Cuando me di cuenta salí a la carrera. Era imposible darle alcance. Unos peones, desde lejos, le gritaron que tuviese cuidado con la zanja que se abría un poco más adelante. El caballo se había desbocado, su hocico derramaba espuma, sus ojos no veían hacia dónde volaba. Liova vio la zanja y empezó a tirar de las riendas. Su cuerpecito no tenía fuerza para detener al animal. Desde lejos yo veía cómo tensaba las piernas, acostado sobre su espalda. Entonces sucedió algo tremendo. Soltó las riendas y pegó un salto hacia la grupa de la bestia. ¡Era un suicidio! Se tambaleó sobre su lomo. Yo me había clavado las uñas en las palmas. Estaba aterrorizado ante la inminencia de perder otro hijo. Pero mi pequeño atrapó las crines y pudo arrimarse a la cabeza del animal. Le agarró las orejas y las tiró hacia atrás hasta arrancarlas casi. El caballo se encabritó, pero comenzó a disminuir su velocidad. De súbito alzó las patas. Estaban a pocos metros del desastre. El largo relincho fue acompañado por un viraje. Volcó el coche y rodó el caballo. También Liova. Mi hijo quedó entre las patas, salvándose por milagro. Hacia él corrieron varios peones. Enseguida, jadeante, llegué yo mismo. El niño tenía lastimada la cara, los brazos, las piernas. Sin aire, temblando, enloquecido, le di un par de bofetadas. Yo no podía hablar. Los peones se ocuparon de levantar a mi chico y llevarlo a casa. Seguí el cortejo trepidando furia. Furia. Furia.

Para reconciliarme, dos días más tarde le ofrecí un regalo. Ir a la legendaria Elizavetgrad, donde tenía que vender parte de mi cosecha. Se puso a saltar de alegría. Salimos al amanecer, cuando se sonrojaba el horizonte. Hicimos escala en el pueblo de Bobrinez. Allí cambiamos los caballos. Al anochecer llegamos a otra aldea. Una aldea más chica, pero con un nombre feo: “Piojoso”. Nombre comprensible, porque los piojos eran más abundantes que el pasto. Decidí que durmiésemos en un granero, sobre sacos de trigo. Liova me pidió detalles sobre esa aldea. No había detalles para agregar a los piojos. Otra vez salimos temprano luego de frotar nuestro cuerpo con un ungüento casero contra los granos provocados por los bichos. Más adelante Liova me contaría sobre las picaduras de los bichos que abundan en las cárceles, más insoportables que estos piojos esteparios.

Al mediodía siguiente ingresamos por fin en la blanca y maravillosa Elizavetgrad. Allí vio mi pequeño por primera vez las famosas veredas. Veredas junto a los muros de las casas. Casas que se sucedían en línea como una guardia de honor. Todas con tejados verdes o rojos. Había girasoles, margaritas y rosales en los jardines, y flores más pequeñas en los balcones. Vio tiendas irreales, con hombres y mujeres quietos llamados maniquíes. No eran personas de verdad, tuve que explicarle. En algunas esquinas hacían guardia agentes uniformados. Éstos sí eran de verdad.

El vanidoso Abraham regresó a Iánovka unos meses después. Quiso darle nuevos conocimientos a mi niño. Acababa de llegar un telegrama que anunciaba la muerte de un pariente. El telegrama pasó de mano en mano porque lo queríamos tocar, como si de esa forma acariciásemos su cadáver. Liova preguntó cómo los telegramas podían trasladar noticias desde tan lejos. Abraham respondió con una sonrisa burlona:

—Por un alambre.

—¿Dónde está el alambre?

—Eso no te importa. Importa que los telegramas son unos papelitos que llegan por un alambre.

—Sí, pero, ¿cómo viaja ese papelito por el alambre?

—Lo empuja la electricidad.

—¿Qué es la electricidad?

Abraham suspiró, fastidiado.

—Mira, por el alambre pasa una corriente que marca signos en una cinta de papel. ¡Repítelo!

—Por el alambre pasa una corriente que marca signos en una cinta de papel.

—¿Entendiste entonces?

Liova se rascó la cabeza.

—No… ¿La corriente marca los signos? ¿Y quién se los marca a la corriente? Porque cuando se escribe una carta…

—¡La carta es otra cosa! Viaja por tren, de la estación de tren la llevan a la estación de correos y de la estación de correos un cartero la entrega en las casas.

—Si viaja por tren, ¿para qué hace falta el alambre con esa corriente llamada electricidad?

Abraham empezó a dar vueltas por el comedor, inflado de ira.

—¡Te explico cómo funciona el telegrama y tú vuelves a mezclarlo con las cartas! Paremos aquí: lo entenderás cuando seas más grande.

Liova acompañó a su madre cuando llevó de regreso a Bobrinez, en una calesa, a una señora joven. Ana me contó que se llamaba Matilde y de sus delicadas orejas colgaban grandes aros. Un flequillo bailaba sobre su frente. Liova no le sacaba los ojos. Yo tampoco había dejado de mirar su cara y sus pechos durante las horas que pasó en casa bebiendo té. Nos dijo que montaba a caballo, cultivaba tulipanes y criaba los famosos perros San Bernardo. Ana también me contó que a lo lejos, en el camino, aparecieron unos postes.

—Son del telégrafo —dijo la mujer con una sonrisa, al advertir su curiosidad.

—Ah, para los telegramas. ¿Cómo se pone el telegrama ahí?

Ella explicó que los mensajes se entregan en determinadas oficinas. Allí trabaja un personal especializado en marcar signos. Los signos viajan gracias a la energía eléctrica que corre veloz por el alambre. Esos signos simbolizan letras. Las letras son transcriptas sobre papel. El papel es el telegrama.

—No veo la corriente —se quejó Liova.

—Va por dentro. Esos alambres son tubitos muy angostos y por dentro camina la corriente.

Narra Ana

2

El cachorro de león

David Bronstein, mi obstinado marido, me llevó de su alquería en escombros hasta una granja cercana —también en escombros— que había arrendado a un Coronel retirado. Puedo decir que recién ahí comenzó nuestra vida en común. La negociación con el viejo y mezquino Coronel había sido muy difícil. Ese militar no sabía cómo hacer rentable la granja, y tampoco se resignaba a que en ella viviese un judío. Tras largas cavilaciones optó por decirle a David: lo acepto a usted porque entiende o simula entender algo de agricultura. Cerró la operación mirándole fijo los bigotes enrulados, la barba partida al medio y sus anchos hombros. Pero sólo accedió a venderle cien hectáreas y alquiló ciento sesenta adicionales, incluida la vivienda. Puede estar muy contento, dijo el Coronel.

David había decidido mantenerse alejado del
palio
, ese ghetto horrible de imprecisos kilómetros, donde debían amontonarse los judíos por orden del Zar para que fuesen controlados sus movimientos, para convertirlos en chivos expiatorios de cosacos, mujiks y huliganes cada vez que aumentaba el descontento. Prefirió transformarse en un campesino solitario y antisocial, como lo había hecho su propio padre. Dejar la rutina de mantenerse encorvado sobre las letras de la Torá, el Talmud, fabricar artesanías o comerciar baratijas. David no toleraba las masacres que perpetraban los
pogroms
, con delincuentes que se llevaban todo lo que podían, violaban mujeres, quebraban las cabezas con piedras, abrían a sablazos el abdomen de las embarazadas y, como postre, quemaban las chozas. Y lo enfurecía aún más el llanto impotente de los deudos.

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