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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

Llamada para el muerto (14 page)

BOOK: Llamada para el muerto
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Ella se levantó, sin mirarle, se acercó a la mesa y buscó un papel y un lápiz. Las lágrimas seguían deslizándose por su cara. Con angustiosa lentitud escribió la dirección; la mano le temblaba y casi se detenía entre las palabras.

Él le quitó el papel, lo dobló cuidadosamente por la mitad y se lo metió en la cartera.

Entonces él quiso hacerle té.

Parecía una niña salvada del mar. Se sentó en el borde del sofá sosteniendo apretadamente la taza en sus frágiles manos, estrechándola contra su cuerpo. Sus delgados hombros se encorvaban hacia adelante; sus pies y tobillos se juntaban fuertemente. Smiley, al mirarla, comprendió que había roto algo que no debió haber tocado jamás, porque era muy frágil. Se sintió convertido en un chulo obsceno y grosero, con su ofrecimiento de té como recompensa fútil por su tosquedad.

No encontraba nada que decir. Al cabo de un rato, ella dijo:

–Él sintió simpatía por usted, ya sabe. De veras, resultó simpático… Dijo que usted era un buen hombre, muy listo. Era una gran sorpresa que Samuel llamara listo a alguien. -Movió lentamente la cabeza. Tal vez aquella reacción fue lo que la hizo sonreír-. Decía con frecuencia que había dos fuerzas en el mundo, la positiva y la negativa. «¿Qué hacer entonces», me solía preguntar, «dejarles que echen a perder su cosecha porque me dan pan? La creación, el progreso, el poder, todo el futuro de la humanidad aguarda a sus puertas. ¿No voy a dejarlos entrar?» Y yo le decía: «Pero, Samuel, a lo mejor la gente es feliz sin esas cosas.» Pero usted sabe que él no imaginaba gente así.

»No pude detenerlo. ¿Sabe la cosa más rara de Fennan? A pesar de tanto pensar y tanto hablar, había decidido hacía ya mucho tiempo lo que iba a hacer. Todo lo demás era poesía. No era un hombre coordinado, eso es lo que yo solía decirle…

–Y usted le ayudaba -dijo Smiley.

–Sí, yo le ayudaba. Quería ayuda, así que yo se la daba. Él era mi vida.

–Ya veo.

–Fue un error. Era un chiquillo, ya ve. Se olvidaba de las cosas igual que un niño. ¡Y tan vanidoso! Cuando había decidido lo que iba a hacer, lo hacía muy mal. No pensaba en ello como usted o como yo. Sencillamente, no pensaba en ello de ese modo. Era su trabajo, y eso era todo.

»Empezó de un modo muy sencillo. Una noche trajo a casa el borrador de un telegrama y me lo enseñó. Dijo: “Creo que Dieter debería verlo.” Eso fue todo. Yo no podía creerlo… que fuera un espía, quiero decir. Porque lo era, ¿no es verdad? Y poco a poco me fui dando cuenta. Empezaron a pedir cosas especiales. La cartera de música que traía, devuelta por Freitag, empezó a contener órdenes, y a veces dinero. Yo le dije: “Mira lo que te mandan; ¿quieres esto?” No sabíamos qué hacer con el dinero. Al final, regalamos la mayor parte, no sé por qué. Dieter se puso muy furioso aquel invierno cuando se lo dije.

–¿Qué invierno fue ése? -preguntó Smiley.

–El segundo invierno con Dieter: el cincuenta y seis, en Mürren. Le habíamos conocido en enero del cincuenta y cinco. Fue entonces cuando empezó. Y ¿quiere saber una cosa? Hungría no representó ninguna diferencia para Samuel. Dieter entonces estaba preocupado por él; lo sé porque me lo dijo Freitag. Cuando Fennan me dio las cosas para llevar a Weybridge aquel noviembre, yo casi me volví loca. Le grité: «¿No puedes ver que es lo mismo? ¿Los mismos cañones, los mismos niños muriendo por las calles? Sólo el sueño ha cambiado: la sangre es del mismo color. ¿Es eso lo que quieres?» Le pregunté: «¿Harías eso también por los alemanes? Si fuera yo quien cayera en el arroyo, ¿les dejarías que me lo hicieran a mí?» Pero él dijo solamente: «No, Elsa, esto es diferente.» Y yo seguí llevando la cartera de música. ¿Comprende?

–No sé. No sé. Quizá sí.

–Él era todo lo que yo tenía. Él era mi vida. Me protegí a mí misma, supongo. Y poco a poco me convertí en una parte de eso, y luego ya era demasiado tarde para detenerse… Y luego, ¿sabe? -dijo en un susurro-, había veces en que me alegraba, veces en que el mundo parecía aplaudir lo que hacía Samuel. No era un bonito espectáculo para nosotros la nueva Alemania. Volvían viejos nombres, nombres que nos asustaban de niños. Volvía el terrible orgullo pomposo; se podía ver hasta en las fotografías de los periódicos: marchaban con el antiguo ritmo. Fennan también lo notaba, pero, él no había visto lo que yo.

»Nos habían llevado a un campo de concentración junto a Dresde, donde vivíamos. Mi padre estaba paralítico. Lo que más echaba de menos era el tabaco, y yo le liaba cigarrillos con cualquier basura que pudiera encontrar en el campo… sólo por fingir. Un día, un vigilante que lo vio fumando se echó a reír. Llegaron otros y también se rieron. Mi padre tenía el cigarrillo en su mano paralítica, y le quemaba los dedos. No se daba cuenta, ya ve.

»Sí, cuando les dieron cañones otra vez a los alemanes, y les dieron dinero y uniformes, entonces, a veces, sólo por un rato, me gustaba lo que había hecho Samuel. Somos judíos, ¿sabe usted?, y por eso…

–Sí, lo sé, lo comprendo -dijo Smiley-. Yo también vi algunas cosas.

–Dieter -dijo que usted había visto.

–¿Dijo eso Dieter?

–Sí. A Freitag. Le dijo a Freitag que usted era muy listo. Una vez usted había engañado a Dieter, antes de la guerra, y sólo al cabo de mucho tiempo lo descubrió: eso es lo que dijo Freitag. Dijo que usted era el mejor de cuantos había conocido.

–¿Cuándo le dijo eso Freitag?

Ella le miró durante largo rato. Smiley nunca había visto en ningún rostro una aflicción tan desesperanzada. Recordó cómo le había dicho en otra ocasión: «Los hijos de mi dolor han muerto.» Ahora lo comprendía, y lo oyó en su voz cuando por fin ella habló:

–Pues ¿no está claro? La noche en que asesinó a Samuel. Esa es la gran broma, señor Smiley. En el mismo instante en que Samuel podía haber hecho tanto por ellos (no un poco aquí y un poco allá, sino todo el tiempo, muchas carteras de música), en ese momento, su propio miedo les destruyó, les convirtió en animales y les hizo matar lo que habían hecho.

»Samuel siempre decía: “Ganarán, porque saben, y los otros perecerán porque no saben: los hombres que trabajan por un sueño, son capaces de trabajar para siempre.” Eso es lo que dijo. Pero yo conocía el sueño de ellos, y sabía que nos destruiría. ¿Qué sueño no ha destruido? Hasta el de Cristo.

–Entonces ¿fue Dieter quien me vio en el parque con Fennan?

–Sí.

–Y pensó…

–Sí. Creyó que Samuel le había traicionado. Dijo a Freitag que matara a Samuel.

–¿Y la carta anónima?

–No sé. No sé quién la escribió. Alguien que conocía a Samuel, supongo; alguien de la oficina, que le observaba y sabía. O de Oxford, o del partido. No sé. Samuel tampoco lo sabía.

–Pero la carta de suicidio…

Ella le miró con el rostro descompuesto. Casi lloraba otra vez. Inclinó la cabeza.

–La escribí yo. Freitag trajo el papel, y yo la escribí. La firma ya estaba. Era la firma de Samuel.

Smiley se acercó a ella, se sentó a su lado en el sofá y le cogió la mano. Ella se volvió hacia él con furia y empezó a chillarle:

–¡Quíteme las manos de encima! ¿Cree que estoy con ustedes porque no soy de ellos? ¡Váyase! Váyase a matar a Freitag y a Dieter. Mantenga animado el juego, señor Smiley. Pero no crea que estoy de su parte, ¿me oye? Porque soy la judía errante, la tierra de nadie, el campo de batalla para vuestros soldaditos de juguete. Me puede dar patadas y pisotearme, vea, pero nunca, nunca tocarme y decirme que lo siente mucho, ¿me oye? ¡Ahora váyase! Váyase a matar.

Seguía sentada, tiritando como de frío. Al llegar a la puerta, él miró hacia atrás. No había lágrimas en sus ojos.

Mendel le esperaba en el coche.

XIII. La ineficacia de Samuel Fennan

Llegaron a Mitcham a la hora del almuerzo. Peter Guillam les esperaba pacientemente en su coche.

–Bueno, chicos, ¿qué noticias hay?

Smiley le alargó el trozo de papel que había sacado de la cartera.

–Había también un número de urgencia: Primrose noventa y siete cuarenta y siete. Sería mejor que lo miraras, pero tampoco he puesto muchas esperanzas en eso…

Peter desapareció en el vestíbulo y empezó a telefonear. Mendel se atareó en la cocina y volvió diez minutos después con cerveza, pan y queso en una bandeja. Guillam volvió y se sentó. Parecía preocupado.

–Bueno -dijo por fin-; ¿qué dijo ella, George?

Mendel se llevó la bandeja con los restos cuando Smiley acababa el relato de su entrevista de la mañana.

–Ya veo -dijo Guillam-. ¡Qué desagradable! Bueno, eso es, George; tendré que ponerlo hoy por escrito, y tendrás que ver a Maston en seguida. Cazar espías muertos es realmente un mal juego… y ocasiona muchas insatisfacciones.

–¿Qué acceso tenía en el Foreign Office? -preguntó Smiley.

–Últimamente, mucho. Por eso les pareció necesario hacer la investigación que ya conoces.

–¿Qué clase de material, principalmente?

–Todavía no lo sé. Hasta hace pocos meses, estuvo en un despacho de asuntos asiáticos, pero su nuevo trabajo era diferente.

–Si no recuerdo mal, cuestiones americanas -dijo Smiley-. ¿Eh, Peter?

–Sí.

Peter, ¿has pensado por qué tenían tanto empeño en matar a Fennan? Quiero decir, suponiendo que él les hubiera traicionado, como creían, ¿por qué matarle? No tenían nada que ganar.

–No, no, supongo que no. Pensándolo bien, no tiene explicación, a menos que… suponte que Fuchs o MacLean les hubieran traicionado a ellos, ¿qué habría pasado? Suponte que tuvieran razones para temer una reacción en cadena (no sólo aquí, sino en América, en todo el mundo): ¿no le matarían para evitarlo? Hay muchas cosas que no sabremos nunca.

–Como lo de la llamada de las ocho y media -dijo Smiley.

–Adiós. Espera por aquí hasta que te llame, ¿quieres? Maston estará interesado en verte. Correrán por los pasillos cuando les dé las gratas noticias. Tendré que emplear la sonrisa especial que reservo para dar las informaciones realmente desastrosas.

Mendel le acompañó hasta la puerta y luego volvió al cuarto de estar.

–Lo mejor que puede hacer es tumbarse -dijo-. Parece también bastante trastornado, de veras.

«O Mundt está aquí, o no está -pensó Smiley, echándose en la cama en mangas de camisa, y juntando las manes debajo de la cabeza-. Si no está, estamos apañados. Será cosa de Maston decidir qué hay que hacer con Elsa Fennan, y estoy convencido de que no hará nada.

»Si Mundt está aquí, habrá venido por una de estas tres razones: A, porque Dieter le dijo que se quedara a ver cómo se posa el polvo; B, porque está considerado como sospechoso y tiene miedo de volver; C, porque tiene un trabajo que terminar.

»
A
es improbable, porque no es propio de Dieter correr riesgos sin necesidad. En cualquier caso, es una idea poco clara.

»
B
es poco probable porque, aunque Mundt tenga miedo de Dieter, también es de suponer que tendrá miedo de que le acusen de asesinato aquí. Su plan más prudente sería irse a otro país.

»
C
es más probable. Si yo estuviera en el pellejo de Dieter, me habría puesto malo de pensar en Elsa Fennan. La chica Pidgeon no tiene importancia: sin Elsa para rellenar los huecos, no ofrece serio peligro. Ella no era ninguna conspiradora y no hay razón para que recuerde especialmente al amigo de Elsa en el teatro. No; Elsa constituye el peligro auténtico.»

Desde luego, había una última posibilidad, que Smiley era en absoluto incapaz de juzgar: la de que Dieter tuviera ahí otros agentes que controlar por medio de Mundt. En conjunto, se sentía inclinado a desecharlo, pero, sin duda, ese pensamiento había pasado por la mente a Peter.

No, seguía sin tener sentido: no estaba claro. Decidió volver a empezar.

«¿Qué sabemos?» Se incorporó buscando lápiz y papel, y en seguida la cabeza le empezó a latir. Tercamente, se levantó de la cama, y sacó un lápiz del bolsillo interior de su chaqueta. Había un bloc en la maleta. Volvió a la cama, mulló las almohadas a su gusto, se tomó cuatro aspirinas del tubo que había en la mesilla, y se recostó en las almohadas, con sus cortas piernas estiradas ante él. Comenzó a. escribir. Primero escribió el encabezamiento, con letra clara de escolar y lo subrayó:

«¿Qué sabemos?»

Luego, empezó a repasar paso a paso, tan desapasionadamente como pudo, la sucesión de los acontecimientos ocurridos hasta entonces:

«El lunes 2 de enero, Dieter Frey me vio en el parque hablando con su agente, y dedujo…» Sí, ¿qué había deducido Dieter? ¿Que Fennan había confesado, que iba a confesar? ¿Que Fennan era agente mío? «…y dedujo que Fennan era peligroso, por razones aún no sabidas. La tarde siguiente, primer martes de mes, Elsa Fennan se llevó los informes de su marido, en una cartera de música, al “Weybridge Repertory Theatre”, según el modo convenido, y la dejó en el guardarropa a cambio de un ticket. Mundt había de acudir con su propia cartera de música y haría lo mismo. Luego, Elsa y Mundt se cambiarían los tiquets durante la representación. Pero Mundt no apareció. Por consiguiente, ella recurrió al sistema de urgencia, y envió por correo el ticket a una dirección previamente convenida, después de marcharse del teatro antes de que terminara el espectáculo, para alcanzar el último correo de Weybridge. Volvió después a casa en su coche, y allí fue recibida por Mundt, que ya había matado a Fennan, probablemente por orden de Dieter: tan pronto como le encontró en el vestíbulo, disparó contra él a quemarropa. Conociendo como conozco a Dieter, sospecho que, desde hacía mucho tiempo, había tomado la precaución de conservar en Londres unas cuantas hojas de papel en blanco con muestras, auténticas o falsas, de la firma de Sam Fennan, por si alguna vez era necesario comprometerlo o hacerle chantaje. Suponiendo que haya sido así, Mundt llevaba consigo una hoja para escribir la carta de suicidio por encima de la firma, con la propia máquina de Fennan. En la espectral escena que debió de suceder a la llegada de Elsa, Mundt se dio cuenta de que Dieter había interpretado mal el encuentro de Fennan con Smiley, pero confiaba en que Elsa conservaría la reputación de su marido muerto, para no mencionar su propia complicidad. Por tanto, Mundt estaba razonablemente seguro. Mundt hizo que Elsa escribiera la carta, quizá porque no se fiaba de su propio inglés. (Nota: Pero ¿quién diablos escribió la primera carta, la de la denuncia?)

»Probablemente, Mundt pidió luego la cartera de música que no había recogido, y Elsa le dijo que había seguido instrucciones preestablecidas, dejando la carta en el teatro y enviando por correo el ticket del guardarropa a la dirección de Hampstead. La reacción de Mundt fue significativa: la obligó a telefonear al teatro y disponer que él recogería la cartera esa noche de vuelta a Londres. Así pues, o la dirección a que se había enviado el ticket ya no era válida, o Mundt, en ese momento, pensaba volver a su país a la mañana siguiente temprano, lo que no le daba tiempo de recoger el ticket y la cartera.

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