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Authors: Graham Brown

Lluvia negra (41 page)

BOOK: Lluvia negra
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Hawker hizo un inventario de los suministros, separando lo útil de lo que iba a ser un simple engorro, y empezaron a llevar cajas al centro del campamento. Cuando faltaba una hora para que anocheciera, apartó una lona de encima de algo y una sonrisa se dibujó en su rostro: en el suelo frente a él, apoyado por delante sobre un bípode había un enorme fusil de gran calibre, con una mira láser colocada encima. Era un Barrett M107, un monstruo de calibre cincuenta, preciso a más de mil metros, y que disparaba grandes proyectiles que viajaban a unos ochocientos cincuenta metros por segundo y que podían atravesar bastantes centímetros de acero endurecido. La coraza corporal de los animales de nada serviría contra aquella arma.

—Caballeros —anunció Hawker—: les presento un solucionador de problemas.

—¿Nos ayudará eso? —preguntó McCarter.

—Oh, sí —le contestó el piloto—. Esto nos ayudará. —Y le preguntó a Kaufman—: ¿Cuánta munición hay para este trasto?

—No sé nada de armas —le replicó el magnate—, para eso los contraté a ellos. Será mejor que se lo pregunte a Eric.

Hakwer alzó la radio para transmitir la pregunta, cuando le interrumpió un sonido como de papel rasgándose. Tras ellos, una bengala subió al cielo.

Se volvió, sabiendo que estaban siendo atacados. Su rifle tableteó, mientras lo alineaba. Las balas dieron de pleno a la bestia que cargaba, pero el animal se abalanzó sobre él, y ambos cayeron al suelo dando tumbos.

Una segunda bestia le seguía, y cargó contra Kaufman y McCarter. Éste disparó, pero falló, y Kaufman y él salieron corriendo en distintas direcciones. El animal siguió al magnate que, por azar, había escapado alejándose del centro del campamento.

Dándose cuenta de su error, Kaufman trató de cambiar su carrera hacia el centro del claro, pero el animal le cortó el paso. Kaufman giró hacia la izquierda, pivotando de un modo tan seco que tuvo que poner una mano en el suelo para evitar caerse. Pero la bestia era más rápida. Lo derribó con un golpe de su zarpa delantera y el hombre cayó entre una nube de polvo. Antes de poder recuperarse, un tremendo dolor le atravesó el hombro y notó que lo zarandeaban de un lado a otro. Aulló.

A cincuenta metros de distancia, a cuatro patas, Hawker jadeaba cogiendo aire. Estaba tosiendo tan violentamente que pensó que iba a vomitar. Toda la fuerza del golpe le había dado en sus ya doloridas costillas, y cada respiración era como tragar fuego. Atontado, miró a su alrededor, asombrado de siquiera seguir con vida. El animal yacía a unos pasos, en un montón desmadejado. Los balazos en la cabeza habían resultado mortales, pero su propio ímpetu le había llevado hasta Hawker, incluso mientras se desplomaba ya sin vida al suelo. Hawker tomó su rifle por la correa de transporte y tiró de ella: el arma se arrastró hasta él sobre la seca hierba. La agarró, haciendo funcionar la corredera un par de veces para asegurarse de que no estaba encasquillada, luego se puso en pie. Oía la agonía de Kaufman en la distancia.

Entre los árboles, el rostro de Kaufman golpeaba contra el desigual terreno mientras el animal lo arrastraba a paso de carrera. El hombro le ardía y estaba tenso, como si le estuviesen arrancando el brazo y luego, de repente, se halló libre en medio de la jungla.

Moviéndose por puro efecto de la adrenalina, Kaufman se puso en pie, sólo para ser estampado de nuevo contra el suelo y luego vuelto boca arriba.

—¡Ayúdenme! —gritó.

La repugnante cosa lo sujetó aplastándolo contra el suelo, quitándole el aliento. Mientras luchaba por respirar, Kaufman trató de agarrar al animal por el cuello. Pero no tenía una débil tráquea que aplastar, sino puro hueso y una estrecha juntura allá donde las placas se deslizaban la una sobre la otra. Trató de alcanzar el bulboso ojo, pero la cabeza se echó hacia atrás y la presión sobre su pecho aumentó. Incapaz de moverse bajo aquella masa de más de doscientos kilos, Kaufman se estremeció de horror cuando la bestia alzó su cola segmentada por encima de su cabeza, y le apuntó con ella. Vio cómo los aguijones del extremo se extendían lentamente, saliendo de sus fundas, y gotas de un claro líquido perlaban sus aguzadas puntas.

—¡No! —gritó—. ¡No!

La cola se estremeció un poco, se quedó totalmente inmóvil, y luego saltó hacia delante.

Hawker llegó veinte segundos más tarde, pero no halló rastro de Kaufman ni del animal. Vio hierbas aplastadas y sangre, y luego cortes recientes en la corteza de un árbol. Allá arriba las ramas más altas se balanceaban en un aire sin brisas, y en algunas de las hojas se veían manchas de las secreciones oleosas de la bestia. Se había llevado a Kaufman a lo alto de los árboles, como un leopardo se lleva a una presa muerta.

Podían trepar en vertical en la caverna, pensó. Naturalmente también podrían hacerlo en la jungla.

Mientras estudiaba el follaje, le llegaron estampidos de disparos desde el campamento. Esperó que cesaran, pero continuaban sin tregua. De mala gana, volvió a correr.

Para cuando llegó al centro del campamento, las armas estaban en silencio. Contó cabezas: todos estaban presentes, McCarter incluido.

Los otros le miraron con curiosidad: una sangre roja brillante le brotaba de un costado de la cara, fluyendo del reabierto corte de debajo de sus ojos; el brillante líquido rojo contrastaba con su polvorienta apariencia.

—¿Dónde está Kaufman? —le preguntó Danielle.

—Ya no está con nosotros —le contestó Hawker.

—¿Ha huido?

—Yo no lo diría así…

Danielle parpadeó, dándose cuenta de lo que aquello significaba.

Hawker hizo saltar el cargador de su fusil.

—¿Balas?

Ella señaló a una de las cajas que él mismo había llevado allí antes, y el piloto se sentó junto a ella y empezó a recargar. Miraba hacia el perímetro exterior, mientras llenaba de balas el cargador. Querría haber vuelto a por el rifle Barrett, pero los árboles se estaban tragando el sol y el arma estaba demasiado cerca de la espesura como para arriesgarse con tan poca luz. Tendría que esperar a la mañana siguiente… si es que continuaban con vida.

Esa noche el campamento fue sitiado. Los detectores de movimiento captaron a alguna criatura, a lo largo del perímetro, en treinta y nueve ocasiones. Al principio, los sitiados disparaban sólo después de haber apuntado cuidadosamente, esperando alcanzar, o al menos asustar, a los atacantes, y al tiempo ahorrar munición. Pero, a medida que los seres se tornaban más agresivos, la respuesta de los defensores del campamento se fue haciendo menos controlada. No mucho después, la noche estaba llena de ruido de disparos. Balas trazadoras y bengalas iluminaban la oscuridad, mientras que los focos brillaban al igual que las armas.

Y, a medida que los animales se fueron acostumbrando a la luz y el ruido, empezaron a cargar contra el campamento de uno en uno y de dos en dos, derribando las tiendas hechas jirones y destrozando piezas del equipo. Pasando veloces frente al pequeño punto fuerte de pozos de tirador dispuestos en círculo.

Uno de ellos logró acercarse lo bastante como hacerle un corte en el brazo a McCarter, aunque fue expulsado por un disparo de la escopeta de Verhoven. Otro, desequilibrado por los obstáculos, tropezó y cayó frente a Brazos. Éste le disparó a quemarropa, pero a pesar de ello la cosa se marchó tambaleante, aún viva, al menos por el momento.

Las bestias más pequeñas hacían cargas más veloces, y una de ellas saltó en pleno ataque, cayendo entre los pozos, justo en el centro del círculo. Nadie podía dispararle, por miedo a dar a los otros, pero los perros le atacaron, y en el lío de aquella pelea de animales, los canes se llevaron la peor parte, especialmente porque las cuerdas de nylon que los tenían sujetos les molestaban.

Verhoven tomó un machete y, dando un gran tajo a la estaca a la que los animales estaban atados, los liberó; pero la bestia contra la que estaban luchando era invulnerable a sus dientes y sus zarpas, y los perros seguían muriendo a su alrededor.

—¡Todo el mundo abajo! —gritó Hawker.

Una rápida ráfaga le hizo lanzar un alarido al animal, que saltó por encima del pozo de Susan, huyó y desapareció entre los árboles.

Tres de los perros estaban muertos, los otros dos heridos y sangrando. Con una expresión de dolor en su rostro, Verhoven tomo el rifle de las manos del doctor Singh.

—Límpieles las heridas —le dijo.

Singh tragó saliva y asintió, pero antes de que pudiera empezar, la alarma del perímetro se disparó de nuevo, señalando otro ataque.

Dos horas después de la medianoche, las cosas fueron a peor. Se debió a una casualidad, aunque a las cansadas mentes del equipo del NRI no les pareció que lo fuese. En dos ataques distintos y en un período de cinco minutos, los animales destruyeron por completo el sistema de iluminación que tanto había ayudado a los humanos en su defensa.

En el primer ataque, un animal chocó de cabeza contra el poste que sostenía dos de los focos. El poste cayó y, al chocar contra el suelo, las luces estallaron, dejando caer sobre el grupo una lluvia de chispas incandescentes. Minutos más tarde, otra bestia mucho más grande se quedó irremediablemente atrapada en los cables de corriente. La fiera se estremeció con frenesí, tirando y girando sobre sí misma, como un tiburón atrapado en una red; al hacerlo tiró al suelo otro de los focos, y luego arrancó el generador entero de sus anclajes, produciendo un cortocircuito en el sistema y hundiendo el claro en una repentina oscuridad.

Danielle, rápida de reflejos, tiró una bengala… pero la bestia se había soltado y escapado.

Durante las siguientes tres horas sólo tuvieron bengalas para iluminar la noche. Lanzaron docenas de ellas, algunas disparadas desde el panel de control, otras con pistolas lanzabengalas y muchas lanzadas a mano.

En un momento dado un bidón de gasoil recibió el impacto directo de uno de los fusiles. Estalló en una explosión de luz naranja, y las llamas pronto prendieron al que estaba a su lado. Las hogueras chasqueaban y estallaban mientras lenguas de fuego saltaban hacia el cielo, medio cubierto por un humo negro y grasiento.

Para ese entonces, los supervivientes estaban llegando al punto del desmoronamiento. Estaban más exhaustos de lo que se pueda medir, sitiados por unas cosas que, unas semanas antes, ni siquiera se imaginaban que existiesen: unas extrañas fieras que no mostraban ningún miedo a los humanos ni a sus armas, y que en realidad no tenían motivo para temerlos.

No podían estar seguros de haber matado ni a uno solo de los animales en toda la noche. Los habían obligado a huir y habían herido a muchos de ellos: pero ninguno yacía en toda la extensión del claro.

Tenían varias hipótesis para explicarlo: para empezar, la mayor parte de los animales eran más grandes que los que habían visto en el templo. Eso le llevó al doctor Singh a especular que sus esqueletos serían más gruesos y proporcionalmente más fuertes. Y Verhoven les hizo fijarse en sus particulares formas, suponiendo que su exterior, extrañamente inclinado, operaba como la coraza de un tanque, desviando cualquier proyectil que les diese en un ángulo llano, como cuando una piedra rebota en la superficie del agua. Aunque no podían estar seguros de nada de ello.

Pronto, sus mentes empezaron a engañarles: veían cosas que no estaban allí, oían sonidos que no se habían producido. Las emociones pasaban locamente de un extremo al otro: en un momento dado McCarter notó que caía en la más absoluta desesperación, deseando que todo acabase ya, de una manera u otra… y un momento después se reía de lo absurdo de todo aquello. Los otros se enfrentaron a estados de ánimo similares.

Y, entonces, las cosas empeoraron aún más.

Una hora antes del amanecer, otro sonido los alertó: la hueca y rítmica voz de hombres cantando ocultos entre los árboles. Los
chollokwan
habían vuelto.

Poco después entrevieron el fuego entre la masa enredada de los árboles, y el humo volvió a llenar el claro de nuevo.

Pero esta vez los nativos no prendieron el tipo de conflagración de la vez anterior: encendieron fuegos aquí y allá, y volvieron a cantar y gritar en oleadas. Sus voces sonaban irritadas y amenazadoras. Espantaban a los supervivientes, burlándose de ellos y, sobre todo, recordándoles algo de lo que ninguno quería acordarse: que ya les habían avisado.

CAPÍTULO 40

Al irse acercando el alba, las voces de los
chollokwan
se fueron apagando, perdiéndose en el interior de la jungla con las nieblas matutinas. Pero esta vez, el sol naciente no les trajo una sensación de alivio o de seguridad, ni una falsa creencia de estar a salvo, sino más bien una áspera conciencia de lo mal que tenían las cosas.

Los casquillos de las balas se amontonaban en el suelo por centenares, desparramados como las colillas de alguna loca convención de fumadores. Las bengalas consumidas habían formado montoncitos de ceniza en medio de círculos de tierra ennegrecida, mientras que las pilas de piedras que habían amontonado se alzaban como cascotes entre las feas erupciones que eran los hierros de punta. Las tiendas de campaña en las que antes dormían eran poco más que jirones desgarrados de nylon, tiras irregulares que colgaban flácidas de los armazones deformados. Algo más lejos, los bidones de gasoil chisporroteaban y ardían, eructando espeso y oleoso humo, y emponzoñando el aire con vapores acres.

A la cruda luz de la mañana se veía el claro como lo que era, como lo que siempre había sido: un erial, un camposanto, un punto maligno en medio del paraíso, en el que nada vivía ni nada crecía… como los
nuree
recalcaban, un lugar que había sido rechazado por la vida misma.

A pesar de ello, con la pausa de los ataques, los supervivientes corrieron el riesgo de recuperarse y dormir, sesteando por turnos, con sus armas cargadas al lado, aguardando a que comenzase el siguiente asalto y de algún modo esperando que no llegase. Apenas si habían superado doce horas, la mayoría de ellos se preguntaba cómo iban a seguir con vida sesenta horas más.

Hacia mediodía, tras el cambio de guardia, el profesor McCarter se sentó junto al doctor Singh, que le iba a cambiar el vendaje de su herida. Cuando el médico hubo terminado, el arqueólogo volvió a abrocharse la camisa, bromeando, irónicamente sobre que los de su manga se alineaban perfectamente con los cortes de su piel. Se colgó el fusil del hombro, mientras Hawker se les aproximaba.

—¿Qué tal el brazo? —preguntó.

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