Aquellos días el verano no comportaba grandes cambios en su ritmo diario, más allá de proporcionarle más tiempo para leer. Había albergado la esperanza de ir a ver a Kumi, pero no creía que fuera a poderse permitir el vuelo y ella iba a estar inmersa en su trabajo, aunque Thomas estuviera allí. Dio un sorbo al whisky y saboreó el aroma a turba y humo y el penetrante olor de las algas marinas. Cogió su vaso y salió al porche trasero para sentarse y escuchar la noche.
Thomas tenía un pequeño patio, un jardín con césped rebelde y viejos rosales que ya estaban cuando se mudó allí, cercado con acebo y ligustro. Era privado y tranquilo. Desde su destartalada terraza podía sentarse, vaso en mano, y escuchar al búho que se posaba en el olmo situado al extremo final del patio. Allí, en su jardín, la ciudad parecía estar a miles de kilómetros. Anhelaba esos momentos tanto como sus estudiantes anhelaban el verano.
Dios mío, pensó. Qué día.
Le parecía imposible que todo aquello (la mujer muerta, el funeral, Escolme y sus extrañas afirmaciones) hubiera acontecido en las últimas veinticuatro horas. Menos, en realidad. Resultaba surrealista y agotador.
Un día, un día normal y corriente, Kumi vendrá y nos sentaremos juntos en silencio y contemplaremos al búho. Luego, el sábado por la mañana, cogeremos el transporte público a la ciudad y desayunaremos en Lula. Ella pedirá strada, como siempre, y hablaremos de los libros que estamos leyendo, y luego iremos a dar un paseo por la orilla…
No prestó atención al sonido hasta que se percató de que lo había oído al menos tres veces. Era un tintineo apagado, breve, como el de una campanilla. Se detuvo a escuchar y el sonido volvió a producirse.
¿El móvil de viento de algún vecino?
No, a menos que acabaran de colgarlo, y, además, la noche era pura calma.
Intentó concentrarse para ubicar el sonido. Lo oyó de nuevo y se dio cuenta de dos cosas a la vez: provenía del camino entre el seto y la casa y correspondía al sonido de unas pisadas. Desconocía por qué sonaban así, pero eran pisadas.
Dejó el vaso lentamente. El ruido había cesado. Se puso en pie despacio y escuchó con atención.
Nada.
El cuerpo de Thomas estaba en tensión, la respiración contenida y la cabeza ladeada, escuchando.
Nada.
Entonces lo oyó de nuevo, más apagado esta vez, pero igual de cercano. Si eran pisadas, quienquiera que fuera estaba siendo de lo más cauteloso. Quizá sabían que estaba allí.
El teléfono más próximo se hallaba en la cocina. Miró alrededor del porche. No había nada allí, salvo su vieja mecedora y una mesa de madera desgastada que había comenzado a decapar y que nunca había terminado. Lo más parecido que tenía a un arma era su vaso de whisky.
Oh, sí, pensó, eso funcionará. Un asesino que regresa a la escena del crimen surgiendo de entre los setos con una copita de brandi…
Calla, escucha.
El sonido se produjo de nuevo, un ¡ping! metálico y estridente, esta vez lo suficientemente cerca como para oír el resto de sonidos que portaba consigo: el movimiento de la ropa, el crujido casi imperceptible de la suela de cuero, el más leve de la respiración.
Se estaba aproximando.
Si lograra llegar hasta la cocina podría coger el teléfono. O un cuchillo. Lentamente, con la mirada fija en la oscura maraña verdosa donde partía el callejón entre la casa y el seto, a solo cinco metros, se desplazó de lado hacia la puerta de la cocina. A continuación otro.
Miró la puerta de la cocina. Estaba abierta, pero la puerta mosquitera se encontraba cerrada para evitar que los insectos entraran en la casa. Dio un paso hacia allí y a continuación se volvió para mirar el callejón. La luz del porche iluminaba poco más que la terraza. Quien estuviera en ese lado de la casa podría acceder al patio y aun así no lo vería de inmediato. Thomas se quedó mirando una forma que había junto al seto, un bulto oscuro del tamaño de un hombre. No sabía a ciencia cierta si ya estaba allí antes. Comenzó a hacer inventario mental de las plantas que crecían a lo largo del seto, intentando recordar si había algo tan grande como para crear esa sombra.
Otro sonido. Esta vez no fue el sonido del metal, sino el de la arenilla al ser pisada.
Thomas dio otro paso hacia la cocina. El teléfono ya no le parecía una opción lo suficientemente buena. La ayuda tardaría demasiado en llegar. Necesitaba un arma. Su mano izquierda encontró la malla metálica de la puerta mosquitera y a tientas buscó el pestillo. Estaba oxidado, tendría que haberle echado aceite semanas atrás. Tiró de él, con los ojos fijos en el montículo junto al seto. Por un instante el pestillo pareció no estar dispuesto a ceder, pero entonces se descorrió con brusquedad y la puerta chirrió y se sacudió al abrirse.
El ruido hizo que Thomas se estremeciera. En el patio se produjo el más repentino y absoluto silencio. A continuación, ese ¡ting! de nuevo, más fuerte esta vez, seguido rápidamente de otro, y luego de otro, y de otro.
Quienquiera que fuera aquella persona, estaba huyendo.
Thomas soltó el pomo de la puerta y echó a correr. En dos zancadas ya estaba girando por el callejón a toda velocidad.
Si el patio parecía oscuro, el callejón, tapado por la casa y rodeado de arbustos y maleza, la oscuridad era total. El sonido de sus pisadas ahogaba cualquier otro sonido que el intruso pudiera estar haciendo, y Thomas estaba demasiado rebosante de nerviosa energía e ira como para procesar lo que iba a ocurrir después. Escuchó otro leve tintineo metálico, pero se percató demasiado tarde de que la figura en la oscuridad había dejado de correr. Se había dado la vuelta para hacerle frente.
Cuando Thomas se abalanzó sobre él se encontró con un puñetazo en la mandíbula, un puñetazo que no vio venir, un puñetazo lanzado con tal fuerza que la cabeza se le fue bruscamente hacia atrás y la noche se tornó blanca cual relámpago. Hacía falta un buen golpe para tumbar a alguien tan grande como Thomas, pero aquella persona lo había logrado. Thomas se desplomó contra la pared y mientras intentaba recuperarse recibió una fuerte patada en el estómago. A pesar de la conmoción y el dolor pudo escuchar el leve tintineo del metal cuando el zapato impactó en él, y entonces cayó al suelo. Intentó respirar y gritó en silencio, preso del pánico, cuando el aire se negó a entrar. Se desplomó en el suelo con los pulmones vacíos, consciente tan solo de la desesperación de su cuerpo.
Probablemente tan solo fueran unos segundos los que pasó acurrucado, sin respiración, sobre el camino de cemento, el tiempo suficiente para que su atacante pudiera marcharse sin tener que correr. Thomas oyó el ruido metálico de sus pasos y sintió una furia impotente. Después se sentiría aliviado de que el asesino (si es que era él) no hubiera podido hacerle lo que le había hecho a la mujer. Thomas, después de todo, no habría sido capaz de detenerlo.
Telefoneó a la policía y, cuando un agente uniformado llegó, le contó lo que había ocurrido. Había poco que detallar, y el único detalle importante que podía ofrecer (que su agresor llevaba campanillas en los zapatos) no pareció resultarle demasiado importante al representante de la ley.
—La gente cree oír todo tipo de ruidos extraños cuando se encuentra en situaciones estresantes —dijo—. Especialmente si han estado bebiendo.
—Apúntelo, por favor, ¿quiere? —dijo Thomas.
—Campanillas en los zapatos —dijo el policía mientras escribía—. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —dijo Thomas, consciente de que ese detalle no servía de nada, a menos que fueran a emitir una orden de busca y captura contra uno de los duendecillos de Santa Claus.
Sabía que los datos que le estaba ofreciendo al policía eran de poca ayuda, pero se sentía igualmente frustrado y, si tenía que ser honesto consigo mismo, un poco asustado. Parecía probable que su agresor estuviera relacionado con la mujer muerta de extraños ojos y, si así era, ¿quién le decía que ese hombre no fuera a regresar?
Thomas intentó dormir, pero se despertaba todo el tiempo, convencido de haber oído algo. A las cinco, agotado y desesperado, desistió, se duchó, leyó, cogió el coche y llegó a Dominick (en Green Bay Road) pasadas las seis. Le gustaba comprar en los supermercados, o al menos le gustaba cuando conocía la disposición de la tienda, como era el caso. Tenía dos modos de comprar y por lo general hacía ambos, por orden, en cada visita. El primer modo era rápido, formal: llenar el carro con los alimentos básicos (leche, zumo, huevos, pan y demás). Una vez hecho eso, tocaba la parte relajada y divertida, la inspección de la carne y las verduras y la disposición imaginaria de menús y recetas en su cabeza conforme planeaba las cenas de los días siguientes. Su nevera y su congelador no eran tan grandes como desearía, así que el proceso requería disciplina e imaginación.
A Thomas le gustaba la comida, aunque tampoco era lo que algunos llamarían un sibarita, y no solo porque odiara esa palabra. Le gustaba pensar que gozaba de un paladar ecléctico y que podía apreciar una buena hamburguesa por lo que era, incluso aunque prefiriera cenar una paletilla de cerdo asada con brócoli, calabacín y barigoule de garbanzos en el Avec de la calle Randolph, en Chicago. No era un gourmet, tan solo un aficionado a la buena mesa.
Cogió unas cuantas mazorcas. Al parecer el suministro se había reducido, aunque desconocía si se debía a la sequía o a las inundaciones (había habido bastantes de las dos últimamente). Escogió un lomo de cerdo, en oferta y que prepararía al horno con romero y tomillo del jardín, y también se llevó una cerveza acorde. Tenía un paladar pobre para el vino y no podía permitirse educarlo. De cervezas sí que sabía. Además cogió pollo, alubias blancas y una salchicha grande para hacer un cassoulet y a continuación se dirigió a la sección de frutería. Las peras y las nectarinas tenían muy buena pinta, así que eligió varias. Seguidamente seleccionó una lechuga, unos tomates, unos piñones y una botella de aceite virgen extra (¿cómo puede ser algo virgen extra?), y con eso dio por concluida la compra. Y, más importante aun que haber llenado sus bolsas: había restablecido cierta normalidad.
Regresó a casa a eso de las siete. Justo había terminado de trasladar las cosas del coche al interior cuando vio las luces azules por la ventana del salón. Cuando el timbre sonó, él ya se dirigía a la puerta principal. Aunque había advertido la llegada de un coche de policía, el sonido le sobresaltó.
Abrió la puerta y descubrió a una agente de espaldas que miraba distraída la calle. Se giró hacia él, pálida y seria. La teniente Polinski. Tenía un rostro largo y ovalado, una boca fina pero grande y una mata de indomable cabello negro. Probablemente tendría unos treinta y cinco años, pero los ojos y la piel parecían los de una mujer más mayor.
—Buenos días, señor Knight —dijo—. ¿Puedo entrar un momento?
—Por supuesto.
—Parece que ha tenido una noche llena de incidentes. ¿Se encuentra bien?
—Más o menos.
—Hábleme de ello.
Eso hizo, aunque no había demasiado que contar, y cuando terminó ella se limitó a asentir con gesto serio. Dijo:
—Ir tras él no fue muy inteligente, especialmente si pensaba que podía tratarse del asesino.
—Lo sé —dijo Thomas—. Tan solo… Alguien estaba husmeando por mi patio. No sé. Me enfadé.
—Aun así, fue una imprudencia.
—Ese soy yo. —Thomas rió entre dientes—. Don Imprudente.
Lo miró con dureza.
—Esto no es un juego, señor Knight. Es una investigación de asesinato y podía haberse metido en graves problemas. El tipo de problemas del que uno no se despierta. ¿Ha oído lo que le he dicho? Intente ser un poco cuidadoso, y con cuidadoso me refiero a inteligente, en el futuro, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —dijo Thomas.
Polinski lo miró de nuevo, convencida de que no le había hecho caso alguno, y se encogió de hombros.
—Hay varios agentes preguntando de puerta en puerta para averiguar si alguien vio algo. Comenzaron ayer.
—Oh —exclamó Thomas, que no sabía muy bien qué decir—. Bien. No he recordado nada más, me temo. Pero me alegro de tenerlos cerca. Después de lo de anoche, quería decir.
—¿Sigue convencido de que no conocía a la mujer?
—Sí.
—Bien —dijo. Parecía inusualmente alerta, y Thomas se preguntó por qué la persona al frente de la investigación estaba hablando con él, cuando habían estimado que bastaba con mandar a un par de agentes a preguntar por las casas vecinas.
—¿Le dice algo el nombre de Daniella Blackstone?
Thomas se la quedó mirando.
—¿La novelista? ¿Era la mujer muerta?
—Sí —dijo Polinski, mirándolo fijamente—. ¿La conocía?
Durante unos instantes, Thomas no supo qué decir.
—Solo por sus libros —respondió.
Había sido una respuesta inadecuada, lo sabía, y aunque por un instante había sido capaz de convencerse a sí mismo de que se trataba de una respuesta honesta en el sentido más limitado de la palabra, también sabía que había sido una evasiva. Polinski había percibido algo en su vacilación y, aunque ya se había marchado, sabía que volvería. No podía ser una coincidencia que Daniella Blackstone hubiese muerto en el exterior de su casa, no con su dirección en el bolsillo, no cuando su agente era un antiguo alumno suyo.
Lo que había sido extraño y aterrador (de la misma manera en que pueden resultar los sueños antes de que consigas despertarte) de repente se había convertido en algo más oscuro, más alarmante. Porque lo que había parecido una serie de extraños pero inconexos sucesos (la mujer muerta, la descabellada obsesión de Escolme, el acosador nocturno) se asemejaban en esos momentos a asombrosas partes de un mismo todo.
Escolme le había tendido una trampa. Tenía que haberlo hecho. Le había dado a la mujer su nombre. Ella quería que alguna autoridad independiente en la materia le confirmara la autoría de la obra, alguien que no intentaría meterse de por medio para labrarse un nombre académico, y Escolme la había enviado a él. A consecuencia de ello había sido asesinada en su casa y Escolme le había ocultado que sabía que ella estaba muerta y que ya había implicado a Thomas. Quizá hubiese ocultado algo más que eso, algo peor.
«Parece una historia de Sherlock Holmes, ¿verdad? Habitaciones cerradas y papeles perdidos. La aventura de El tratado naval».
—El tratado naval, y una mierda —murmuró Thomas. Todo había sido una estratagema. Ahora tenía que averiguar por qué.