En sus tardes de recepción, las señoras de Atlanta se pasaban las horas de cuatro a seis angustiadas por el miedo a que a Melanie y a Scarlett se les ocurriese llegar cuando India y su partido se encontraban en sus salones.
De toda la familia, la pobre tía Pitty fue la que más tuvo que sufrir. Pitty, que no deseaba otra cosa sino vivir tranquila rodeada del afecto de sus parientes, hubiera querido en esta ocasión encender una vela a Dios y otra al diablo. Pero ni Dios ni el diablo se lo permitían.
India vivía con tía Pitty, y si Pitty tomaba partido por Melanie, como lo estaba deseando, India se marcharía. Y si India se marchaba, ¿qué iba a hacer la pobre tía Pitty? Era incapaz de vivir sola. Tendría que buscar una persona extraña que viviese con ella, o tendría que cerrar su casa e irse a vivir con Scarlett. Pitty se daba cuenta de que al capitán Butler no le gustaría demasiado esa combinación. O bien tendría que irse a vivir con Melanie y dormir en el cuartito de Beau.
Pitty no sentía extraordinario cariño por India, que la intimidaba con su aspecto frío y altanero y sus convicciones apasionadas. Pero gracias a ella le resultaba posible conservar su agradable modo de vivir, y Pitty siempre se sentía impulsada más por consideraciones personales que por convicciones morales. Y por eso India se quedó.
Pero la presencia de India en la casa hizo de Pitty un pararrayos, pues tanto Scarlett como Melanie tomaron esto como una declaración de que abrazaba el partido de India. Scarlett se negó terminantemente a contribuir con su dinero al sostenimiento de la casa de tía Pitty mientras India permaneciese bajo su techo. Ashley enviaba dinero a India semana tras semana; pero, semana tras semana, India, altanera y silenciosa, lo devolvía, con gran consternación de la anciana señora. Las finanzas hubieran marchado deplorablemente en la casa de ladrillo rojo sin la intervención de tío Henry; y a Pitty la humillaba tomar dinero de él.
Pitty quería a Melanie más que a nadie en el mundo, excepto a sí misma, y ahora Melanie se comportaba como una extraña fría y cortés. Aunque realmente vivía en la parte trasera de la casa de Pitty, nunca más volvió a pasar por su portal como acostumbraba hacerlo una docena de veces al día. Pitty fue a verla y lloró y protestó de su afecto y adhesión; pero Melanie rehusó siempre tratar del asunto y nunca le devolvió la visita.
Pitty sabía muy bien todo lo que le debía a Scarlett. Desde luego, en aquellos terribles días que siguieron a la guerra, cuando Pitty se encontró en la alternativa de ir con su hermano Henry o morirse de hambre, Scarlett le había conservado la casa, la había alimentado, la había vestido y la había puesto en situación de poder presentarse con la cabeza erguida ante la sociedad de Atlanta de que se había casado y marchado a vivir a su casa, había sido la generosidad personificada. ¡Y aquel terrible y fascinador capitán Butler! Muchas veces, después que él había estado con Scarlett a hacerle alguna visita, Pitty encontraba carteritas rellenas de billetes encima de su consola, o pañuelos de encaje con las puntas anudadas sobre alguna moneda de oro, dentro de su costurero. Rhett siempre juraba que no sabía nada de aquello, y la acusaba de hipocresía al ocultar un secreto adorador, tal vez el abuelo Merriwether.
Sí; Pitty debía cariño a Melanie y gratitud a Scarlett.
¿Y
qué le debía a India? Nada, excepto que su presencia evitaba que tuviese que romper el agradable curso de su vida y tomar decisiones. Todo esto era muy desesperante, y Pitty, que en toda su vida no había tomado una determinación, dejó que las cosas continuaran como estaban, y así se pasaba la vida vertiendo desconsoladoras lágrimas.
En resumidas cuentas: algunas personas creían de todo corazón en la inocencia de Scarlett, no a causa de sus méritos personales, sino porque Melanie creía en ella. Otras tenían reservas mentales, pero eran corteses con Scarlett y la visitaban, porque querían a Melanie y deseaban conservar su cariño. Los partidarios de India le hacían una ligera inclinación de cabeza y algunos le negaron por completo el saludo. Estos últimos eran francamente insultantes; pero Scarlett comprendía que, a no ser por la conducta de Melanie y su rápida acción, toda la ciudad se hubiera declarado contra ella, aislándola en absoluto.
Rhett estuvo tres meses fuera, y, durante todo ese tiempo, Scarlett no recibió ni una sola noticia de él. No sabía ni dónde estaba ni el tiempo que pensaba pasar fuera. Realmente, ni siquiera tenía idea de si volvería alguna vez. Durante todo ese tiempo iba a sus asuntos con la cabeza erguida y el corazón deshecho. No se encontraba bien físicamente, pero, forzada por Melanie, iba al almacén todos los días y procuraba mantener su interés por la serrería. Pero el almacén había perdido para ella su atractivo, y aunque el negocio rendía el triple de lo que había rendido el año anterior y el dinero parecía manar, no podía interesarla y era desagradable y antipática con los empleados. La serrería de Johnnie Gallegher iba muy bien y el depósito de maderas vendía fácilmente todas sus existencias. Pero nada de lo que Johnnie decía o hacía le parecía bien. Johnnie, tan irlandés como ella, descargó por fin su ira y amenazó con marcharse después de una larga perorata que terminó así: «Y para usted, señora, el dorso de mis manos y la maldición de Cromwell sobre usted». Tuvo que aplacarlo con las más humildes excusas.
Ya no iba nunca a la serrería de Ashley. No volvió tampoco por el depósito de maderas cuando sabía que él estaba allí. Sabía que Ashley la evitaba, que la continua presencia de ella en su casa, por las ineludibles invitaciones de Melanie, era un tormento para él. Nunca hablaban a solas y Scarlett deseaba locamente preguntarle, porque quería saber si ahora la odiaba y también qué era lo que le había contado a Melanie. Pero Ashley la mantenía a distancia, y con su silencio le suplicaba a ella que callase. El ver su rostro avejentado, trastornado por el remordimiento, aumentaba su dolor, y el hecho de que su serrería perdía dinero cada semana la irritaba en forma que no podía expresar.
Su impotencia contra la presente situación la desconcertaba. No sabía qué hacer para mejorar aquel estado de cosas. Pero comprendía que tenía que hacer algo. Rhett hubiera hecho algo. Rhett siempre hacía algo, aunque fuese equivocado, y ella lo respetaba involuntariamente por ello.
Ahora que el primer acceso de su indignación contra Rhett y sus insultos se habían calmado, empezó a echarlo de menos, y lo echaba de menos más vivamente cada día que pasaba sin haber recibido noticias suyas. El odio, la ira, el corazón destrozado, el orgullo herido, habían cedido lugar a la depresión, que llegó a saciarse en todo ello como el cuervo se sacia de carroña. Lo echaba de menos, echaba de menos su gracia para contar anécdotas que la hacían reír como loca, la mueca sarcàstica que reducía las penas a su valor estricto; echaba de menos hasta sus burlas, que la herían haciéndole replicar indignada. Pero más que nada, echaba de menos el tenerlo a su lado para poder ella también contarle sus cosas. Para esto Rhett no tenía precio. Podía contarle sin avergonzarse y con orgullo cómo había arrancado el pellejo a la gente, y él aplaudiría. Y, si se le ocurría contar estas cosas a otras personas cualesquiera, se escandalizarían.
Estaba muy sola sin él y sin Bonnie. Echaba de menos a la chiquilla como nunca hubiera podido imaginar. Recordando las últimas palabras que Rhett le había lanzado a propósito de Wade y Ella, procuró llenar algo de sus horas vacías con los pequeños. Pero no fue posible: las palabras de Rhett y las reacciones de los niños abrieron sus ojos a una triste y amarga verdad. Durante los primeros años de sus hijos había estado demasiado ocupada, demasiado afanosa en las cuestiones de dinero, demasiado nerviosa y fácil al enfado, para ganar ni su confianza ni su afecto. Y ahora, o bien era demasiado tarde, o bien no tenía la paciencia y el tino suficientes para penetrar en sus corazoncitos.
A Scarlett le molestaba comprobar que Ella era una niña tonta; pero indudablemente lo era. No podía fijar su mente en una cosa más tiempo que un pájaro puede pararse en una rama; ni siquiera cuando Scarlett le contaba cuentos. Ella salía con cosas absurdas, preguntas sobre asuntos que no tenían nada que ver con el cuento, olvidando lo que había preguntado mucho antes de que Scarlett hubiera encontrado contestación. Y en cuanto a Wade... Tal vez Rhett tenía razón. Tal vez el chiquillo le tuviera miedo. Era extraño y la disgustaba. ¿Cómo podía su mismo hijo, su único hijo, tenerle miedo? Cuando intentaba hacerle hablar, el niño la miraba con los mismos ojos dulces de Charles y balbuceaba y trenzaba los pies azorado. Pero con Melanie hablaba por los codos y le enseñaba el contenido de sus bolsillos, desde los gusanos para pescar hasta los pedazos de cordel.
Melanie entendía a los chiquillos. No cabía dudarlo. El pequeño Beau era el niño más adorable y bien educado de toda Atlanta. Scarlett se entendía mejor con él que con su propio hijo, porque Beau no se azoraba con las personas mayores y no tenía reparo en subirse sobre sus rodillas sin que ella se lo dijera. ¡Qué rubio tan guapo era, exactamente igual que Ashley! ¡Si Wade fuera como Beau! Desde luego, la razón de que Melanie pudiera ocuparse tanto de él era que no había tenido más que un hijo y que no se había visto precisada a trabajar como le ocurría a Scarlett. Por lo menos, Scarlett procuraba disculparse con esa idea; pero la honradez la obligaba a reconocer que a Melanie le gustaban los niños y hubiera recibido con gusto una docena. Y la ternura que desbordaba de su corazón la ponía en Wade y en los chiquillos de la vecindad.
Scarlett no podía olvidar su pasmo el día que llegó a recoger a Wade en casa de Melanie, y oyó, al detenerse ante la puerta de la casa, el sonido de la voz de su hijo que se elevaba imitando con bastante perfección el alarido de los rebeldes. ¡Wade, que en casa estaba siempre tan callado como un ratón! Y Beau secundó varonilmente el grito de Wade, el agudo silbido de Wade. Cuando entró en la casa, encontró a los dos cargando contra el sofá con espadas de madera. Se callaron cuando ella entró, y Melanie se levantó, riéndose y arreglándose las horquillas y los rizos deshechos, de detrás del sofá, donde estaba acurrucada.
—Estamos en Gettysburg —explicó—. Yo soy los yanquis y desde ahí me estaban dando una paliza. Éste es el general Lee —señalando a Beau— y éste el general Pickett —echando un brazo por los hombros de Wade.
Sí, Melanie entendía a los niños de un modo que Scarlett nunca podría comprender.
«Al menos —se decía—, Bonnie me quiere y le gusta jugar conmigo.» Pero la verdad la obligaba a reconocer que Bonnie quería infinitamente más a su padre. Y" tal vez nunca más volviese a ver a Bonnie. Rhett podía estar en Pèrsia o en Egipto y haber decidido quedarse allí para siempre.
Cuando el doctor Meade le dijo que estaba encinta, se quedó atónita, porque día había esperado un diagnóstico de bilis o de excitación nerviosa. Su mente volvió a aquella noche salvaje y se ruborizó al recordarla. ¿De modo que de aquellos momentos de locura... aun cuando el recuerdo de la locura estuviera borrado por lo que había seguido...? Y por primera vez se alegró de ir a tener un hijo. ¡Si fuera un niño...! Un niño espléndido, no una criaturita tímida como Wade. ¡Cómo lo iba a querer! Ahora que tenía tiempo para ocuparse de un bebé y dinero para allanar su camino, ¡qué feliz sería! Sintió el impulso de escribir a Rhett, dirigiéndole la carta a casa de su madre, en Charleston, y de decirle... ¡Santo Dios! Tenía que venir ahora. ¡Suponer que estuviera fuera hasta después de que el niño hubiera nacido! Nunca podría explicárselo. Pero, si le escribía ahora, iba a creer que quería que volviera a casa, y se burlaría. Y no debía creer nunca que ella lo deseaba o le necesitaba.
Se alegró mucho de haber ahogado ese impulso cuando, como primera noticia de Rhett, llegó una carta de tía Pauline, pues por lo visto Rhett había ido a ver a su madre. ¡Qué descanso saber que estaba todavía en los Estados Unidos, aun cuando la carta de tía Pauline fuese indignante! Rhett había llevado a Bonnie a verlas a ella y a tía Eulalie, y la carta estaba llena de alabanzas.
«Una monada. Cuando crezca será seguramente una belleza. Pero me figuro que ya sabrás que cualquier hombre que la corteje tendrá que entendérselas con el capitán Butler. Nunca he visto un padre tan entusiasmado. Y ahora, querida, deseo confesarte una cosa. Hasta que he conocido al capitán Butler había creído que tu matrimonio con él había sido una locura espantosa, porque, desde luego, nadie en Charleston dice de él nada que pueda oírse, y todo el mundo lo siente muchísimo a causa de su familia. ¡Con decirte que Eulalie y yo estábamos indecisas sobre si deberíamos o no recibirlo! Pero después de todo, esa nena es nuestra sobrinanieta. Cuando vino nos sentimos agradablemente, muy agradablemente sorprendidas, y comprendimos lo anticristiano que es el dar crédito al chismorreo de los desocupados. Porque Rhett es verdaderamente encantador. Un real mozo, muy guapo además, y tan serio y atento... Y tan entusiasmado contigo y con la niña...
»Y ahora, querida, voy a hablarte de algo que ha llegado a nuestros oídos, algo que a Eulalie y a mí nos ha costado al principio mucho trabajo creer. Habíamos oído, desde luego, que tú algunas veces te ocupas del almacén que el señor Kennedy te había dejado. Habíamos oído rumores; pero, naturalmente, los habíamos desmentido. Nos dábamos cuenta de que en aquellos primeros días después de la guerra, y estando las cosas como estaban, era tal vez necesario. Pero ahora ya no es necesaria semejante conducta de tu parte, porque, según he sabido, el capitán Butler está en espléndida posición y es además capaz de dirigir por ti cualquier negocio o propiedad que puedas tener. Teníamos que saber la verdad de estos rumores y nos vimos obligadas a hacer al capitán Butler varias preguntas, lo que resultó altamente violento para todos nosotros.
»Con desgana nos confesó que te pasabas la mañana en el almacén y que no permitías a nadie que llevase los libros por ti. También reconoció que tenías algunos intereses en una serrería o serrerías (no quisimos importunarle con más preguntas estando como estábamos sobrecogidas por la noticia, que era completamente nueva para nosotras) que te obligaban a salir a caballo sola o escoltada por un rufián que, según nos ha asegurado el capitán Butler, es un asesino. Hemos podido ver que esto le destroza el corazón, y pensamos que debe de ser un esposo muy indulgente, mejor dicho, demasiado indulgente. Scarlett, eso no puede continuar. Tu madre no está aquí para ordenártelo y debo hacerlo yo en su lugar. Piensa lo que sentirán tus hijitos cuando sean mayores y se den cuenta de que has pertenecido al comercio. Lo mortificados que se sentirán al enterarse de que te has expuesto a los insultos de gente grosera y a los peligros de la crítica ocupándote de unas serrerías. ¡Qué poco femenina!»