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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (89 page)

BOOK: Lo que el viento se llevó
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—De modo que necesita usted un vestido nuevo y elegante para ir a que le presten el dinero, ¿eh? Ahí hay algo que no me convence. Y no quiere usted decir de dónde ha de venir el dinero...

—No tengo por qué decir nada —replicó Scarlett, indignada—. Es cosa mía. ¿Vas a darme esas cortinas y ayudarme a hacer el vestido, o no?

—Sí, señora —dijo Mamita suavemente, capitulando con una facilidad que despertó las sospechas de Scarlett—. Voy a ayudarla a hacer el vestido, y espero que se pueda hacer también un refajo con el forro, que es de satén, y hasta adornar unos pantaloncitos con las cortinillas de encaje.

Entregó el cortinón a Scarlett y una sonrisa astuta se difundió por todo su rostro.

—¿Va la señora Melanie con usted a Atlanta?

—No —dijo ella ásperamente, comprendiendo ya lo que iba a venir—. Voy sola.

—Esto lo cree usted —contestó Mamita con firmeza—, pero yo también voy con usted y con ese vestido nuevo. Sí, señora; ni un paso sin mí.

Por un instante, Scarlett imaginó su viaje a Atlanta y su conversación con Rhett bajo la intensa vigilancia de Mamita en su papel de cancerbero negro. Se sonrió nuevamente y posó la mano sobre el brazo de Mamita.

—Mamita querida, eres muy buena al querer venir conmigo y ayudarme, pero ¿cómo demonios podrían componérselas sin ti los de aquí? Tú lo diriges casi todo en Tara.

—¡Bah! —dijo Mamita—. Es inútil halagarme, señora Scarlett. La conozco a usted muy bien desde que le puse el primer pañal. Dije que iba con usted a Atlanta, y voy. La señora Ellen se levantaría de su tumba si fuese usted sola a la ciudad llena de yanquis y de negros liberados y gente de esa calaña.

—Pero ¡si estaré en casa de tía Pittypat! —exclamó Scarlett frenética.

—La señorita Pittypat es una excelente mujer que cree que lo ve todo, y no ve nada —dijo Mamita.

Y, dando media vuelta con el majestuoso aire del que da por terminada una entrevista, se fue hacia el pasillo. Las maderas del suelo retemblaron cuando gritó:

—¡Prissy, niña! ¡Vuela a la buhardilla y trae la caja de patrones, y a ver si encuentras las tijeras sin necesitar toda la noche para buscarlas! «Pues me he lucido —pensó Scarlett con desaliento—. Es como si llevase a mi zaga un sabueso.»

Después de cenar y levantar manteles, Scarlett y Mamita esparcieron sobre la mesa los patrones, mientras Carreen se dedicaba a descoser los forros de satén y Melanie cepillaba el terciopelo con un cepillo húmedo para quitar bien el polvo. Gerald, Will y Ashley se quedaron allí fumando y sonriendo mientras contemplaban el tumulto femenino. Un sentimiento de agradable excitación, emanado de Scarlett, parecía haberse apoderado de todos, excitación que ellos eran incapaces de comprender. La fisonomía de Scarlett estaba ahora arrebolada, un acerado brillo iluminaba sus ojos, y se reía mucho. Esa risa era agradable para todos, porque hacía muchos meses que nadie la había oído reírse de verdad. Gerald parecía el más complacido. Sus ojos acusaban menos vaguedad que de ordinario mientras seguían la ajetreada figura de su hija, y, cada vez que ella se ponía a su alcance, le daba una palmadita de cariñosa aprobación. Las muchachas andaban tan excitadas como si hiciesen preparativos para un gran baile, y descosieron, cortaron e hilvanaron como si se confeccionasen vestidos de fiesta para ellas mismas.

Scarlett iba a Atlanta a buscar dinero, o a hipotecar Tara si fuese preciso. Pero ¿qué era realmente una hipoteca? Scarlett decía que podrían pagarla fácilmente con la cosecha de algodón del año próximo, y todavía les sobraría dinero; y lo decía con aire tan concluyente que a nadie se le ocurrió pedir más detalles. Sólo le preguntaron quién iba a prestar el dinero, y ella contestó: «No se pueden hacer preguntas indiscretas», con un aire tan solemne que todos se rieron y le gastaron infinidad de bromas sobre su millonario amigo.

—Debe de ser el capitán Rhett Butler —dijo sagazmente Melanie, y todos soltaron la carcajada al oír cosa tan absurda, porque sabían el odio que le tenía Scarlett, que no hablaba nunca de él sin decir: «Esa mala bestia de Rhett Butler.»

Pero Scarlett no se rió con ellos esta vez, y Ashley, que se reía, cambió súbitamente de expresión al notar la mirada rápida y enigmática que Mamita dirigía a Scarlett.

En un impulso de generosidad debido a la atmósfera reinante, Suellen se fue a buscar su cuello de encaje de Irlanda, todavía bonito a pesar de lo muy gastado que se hallaba, y Carreen insistió para que Scarlett llevara sus zapatos, que eran los menos deteriorados que había en la casa. Melanie rogó a Mamita que le dejara terciopelo suficiente para forrar su viejo abrigo y suscitó alaridos de risa al decir que si el único gallo que les quedaba en el gallinero no se largaba en seguida, éste tendría que renunciar a su soberbia cola negra y verde.

Scarlett, vigilando los veloces dedos que trabajaban, oyó las carcajadas y miró a unos y a otros con disimulada amargura y menosprecio. «No tienen ni idea de lo que me está pasando realmente, de lo que les pasa a ellos y al Sur. Piensan todavía, a pesar de todo, que no puede ocurrirles nada verdaderamente malo, porque son quienes son: O'Hara, Wilkes, Hamilton. Los mismos negros piensan igual. ¡Oh, todos son idiotas! ¡No comprenden! Siguen creyendo y viviendo lo mismo que antes, y nada podrá cambiarlos. Melly puede ir vestida de harapos e incluso ayudarme a matar a un hombre, pero eso no la ha alterado en lo más mínimo. Es todavía la misma señora Wilkes, tímida y bien educada, la perfecta dama. Y Ashley puede contemplar la guerra y la muerte, quedar herido, ser cogido prisionero y regresar para no encontrar aquí más que miseria, y continuar siendo el mismo caballero que era cuando poseía Doce Robles. Will es distinto. Conoce el estado real de las cosas, pero Will jamás tuvo mucho que perder. Y, en cuanto a Suellen y Carreen, éstas creen que sólo es cosa de un momento. Esperan que Dios haga un milagro en beneficio de ellas. Pero no lo hará. El único milagro que se hará aquí lo haré yo cuando me case con Rhett Butler... Ellos no han de cambiar. Acaso no pueden cambiar. Yo soy la única que ha cambiado... y no habría cambiado tampoco si no me hubiese visto obligada a hacerlo.» Mamita, finalmente, echó del comedor a los hombres y cerró la puerta a fin de comenzar a probar el vestido. Pork ayudó a Gerald a subir las escaleras y a meterse en la cama, y Ashley y Will se quedaron solos a la luz de la lámpara del vestíbulo delantero. Permanecieron silenciosos unos instantes. Will masticaba su tabaco, como un plácido rumiante. Pero su expresión distaba mucho de ser plácida.

—Ese viaje a Atlanta —dijo finalmente, con voz lenta— no me gusta. No me gusta ni pizca.

Ashley miró rápidamente a Will y en seguida miró a otra parte, preguntándose si a Will le asaltaban las mismas sospechas que le atormentaban a él. Pero esto era imposible. Will ignoraba lo que había pasado en el huerto aquella tarde y cómo él había empujado a Scarlett a la desesperación. Will no pudo haber observado la cara de Mamita cuando se mencionó el nombre de Rhett Butler y, además, Will nada sabía de la mala reputación de Rhett y de su dinero. Por lo menos, Ashley no creía que pudiese estar enterado de ello, aunque desde su regreso a Tara había notado él que Will, como Mamita, parecían saber muchas cosas sin que nadie se las dijese e incluso presentirlas o adivinarlas antes de que acaecieran. Percibía algo siniestro en el aire, pero era impotente para salvar de ello a Scarlett. Ni una sola vez había podido cruzar su mirada con la de ella aquella noche, y el buen humor punzante y duro con que ella le había tratado le asustaba. Las sospechas que le atormentaban eran demasiado terribles para ser expresadas con palabras. Él no tenía derecho a insultarla preguntándole si eran ciertas. Apretó los puños. No tenía derecho alguno sobre ella, porque esa misma tarde había renunciado a tenerlos, y para siempre. No podía ayudarla. Nadie podía ayudarla. Pero, cuando recordó la cara de Mamita y la resuelta expresión que mostraba al meter la tijera en las cortinas de terciopelo, se sintió algo aliviado. Mamita protegería a Scarlett tanto si ésta lo deseaba como si no.

«Yo soy la causa de todo ello —pensaba con desesperación—. Yo la he empujado a ello.»

Se acordó del modo en que Scarlett había enderezado los hombros al separarse de él por la tarde, se acordó de qué manera resuelta había alzado la cabeza. Su corazón se derritió de compasión por ella, desgarrado por su propia impotencia, inundado de admiración. Ashley sabía que en el diccionario de Scarlett no existía la palabra «denuedo», y sabía que ella le hubiera mirado sin comprender si él le hubiese dicho que era el ser más denodado que jamás conociera en toda su vida. Sabía que ella ignoraba todas las bellas cualidades que él le atribuía al creerla denodada. Sabía que ella tomaba la vida tal y como se presentaba, oponiendo su sólido y firme cerebro a cualquier obstáculo que surgiese, luchando siempre con una determinación que no conocía la derrota y continuando la lucha aunque viese que la derrota era inevitable.

Pero, durante cuatro años, él había visto que también se negaban a reconocer la derrota hombres que avanzaban sonriendo hacia el desastre seguro, porque eran denodados. Y habían sido vencidos a pesar de todo.

Pensó, mientras miraba a Will en el tenebroso vestíbulo, que jamás había conocido un denuedo como el que mostraba Scarlett O'Hara al ponerse en marcha para conquistar el mundo, vestida con las cortinas de su madre y adornada con las largas plumas de un gallo de la casa.

33

Soplaba un viento, fuerte y frío y las densas nubes eran de un oscuro tono pizarroso cuando Scarlett y Mamita se apearon del tren en Atlanta, la tarde del siguiente día. No se había reconstruido la estación después de la quema de la ciudad, y tuvieron que recorrer unos cuantos metros entre cenizas y barro sobre las ennegrecidas ruinas que señalaban el antiguo emplazamiento del edificio. Impulsada por la costumbre, Scarlett hizo ademán de buscar a Peter y el carruaje de tía Pitty porque siempre los había encontrado esperándola cuando iba desde Tara hasta Atlanta durante los años de guerra. Pero pronto se rehizo, y se reprochó mentalmente su falta de memoria. Naturalmente, Peter no podía estar allí, porque ella no había avisado a tía Pitty de su llegada y, además, recordaba que en una de sus cartas tía Pitty le había relatado lacrimosamente la muerte del pobre animal que Peier había adquirido en Macón para conducirla a Atlanta después de la rendición.

Miró el terreno lleno de surcos de ruedas que rodeaba la antigua estación, buscando el coche de algún amigo o conotido que pudiese conducirlas hasta la casa de tía Pitty, pero no vio ningún rostro familiar, ni negro ni blanco. Era probable que ninguno de sus amigos tuviese ya coche, si era cierto lo que había escrito la tía. Los tiempos eran duros, y si resultaba difícil hallar alimentos y acomodo para las personas, mantener a los animales era imposible. La mayor parte de los amigos de Pitty, lo mismo que ésta, tenían ahora que andar a pie.

Había unos cuantos carros que cargaban mercancías junto a los vagones y varias calesas salpicadas de barro con desconocidos de desagradable aspecto en el pescante, pero sólo había dos carruajes. Uno era un coche cerrado; el otro, abierto, iba ocupado por una mujer bien vestida y un oficial yanqui. Scarlett retuvo involuntariamente la respiración al ver el uniforme. Aunque Pittypat había escrito que Atlanta tenía una guarnición yanqui y estaba llena de militares, la primera visión de las guerreras azules le chocó y atemorizó. ¡Era tan difícil recordar que la guerra había terminado y que ese militar no iba a perseguirla, ni a robarla, ni a insultarla!

El relativo vacío junto al tren hizo retroceder su memoria a aquella mañana de 1862, cuando ella llegó a Atlanta como joven viuda, envuelta en crespones y loca de aburrimiento. Rememoró cuan ocupado estaba aquel espacio por carros, carruajes y ambulancias, y cuánto alboroto armaban de carreteros y cocheros y los gritos de las gentes saludando a sus amigos. Añoró la despreocupada excitación de los tiempos de guerra y suspiró con desmayo al pensar que tenía que caminar a pie hasta la casa de tía Pittypat. Pero tenía esperanzas de que, una vez en la calle Peachtree, podría encontrar a alguien que las llevase en coche.

Mientras miraba a su alrededor, un negro color de cuero, de mediana edad, guió su carruaje cerrado hasta ella y, saltando del pescante, preguntó:

—¿Desea coche, señora? Medio dólar a cualquier calle de Atlanta.

Mamita le dirigió una mirada aniquiladora.

—¡Un coche de alquiler! —rugió—. Negro, ¿sabes quiénes somos?

Mamita era una negra rural, pero no siempre había vivido en el campo, y sabía que ninguna mujer decente circulaba en un vehículo de alquiler, especialmente en coche cerrado, sin ir escoltada por algún miembro masculino de la familia. Echó a Scarlett una severa mirada cuando vio que se le iban los ojos hacia la berlina.

—¡Venga por aquí, señora Scarlett! ¡Un coche alquilado y un negro liberado! ¡Esa sí que es una buena combinación!

—Yo no soy un negro liberado —declaró el cochero con calor—. Pertenezco a la señora Talbot, lo mismo que el coche, y lo traigo con objeto de ganar dinero para ella.

—¿Qué señora Talbot es ésa?

—La señora Suzannah Talbot, de Milledgeville. Nos trasladamos aquí cuando el viejo amo murió en la guerra.

—¿La conoce usted, señora Scarlett?

—No sé —lamentó Scarlett—. ¡Conozco tan pocas personas en Milledgeville!

—Entonces, iremos a pie —sentenció Mamita severamente—. Puedes seguir tu camino, negro.

Asió la maleta que contenía el vestido de terciopelo de Scarlett, su sombrero y su camisa de noche y recogió el lío envuelto en un gran pañuelo de algodón que encerraba sus propias cosas, y empujó suavemente a Scarlett hacia el vasto espacio cubierto de cenizas. Aunque Scarlett hubiera preferido ir en coche, no quiso discutir con Mamita. Desde la tarde del día anterior, cuando Mamita la sorprendió con las cortinas en la mano, había notado en los ojos de la vieja negra una expresión alerta y vigilante que no agradaba a Scarlett lo más mínimo. Iba a ser difícil escapar de aquella Mamita en disposición de guardiana, y así procuró no excitar el espíritu combativo de la negra mientras no fuese absolutamente imprescindible.

Según avanzaban por las estrechas aceras hacia la calle Peachtree, Scarlett se sentía tan apenada como desalentada, porque Atlanta tenía un aspecto devastado y muy diferente del que ella había conocido. Pasaron junto a lo que había sido el hotel Atlanta, en donde habían vivido Rhett y el tío Henry. De tan elegante albergue sólo quedaba la armazón, los ennegrecidos muros. Los almacenes que habían bordeado la vía a lo largo de quinientos metros, y que contenían toneladas y toneladas de provisiones militares, no habían sido reconstruidos y sus rectangulares cimientos parecían desnudos y esqueléticos bajo la luz grisácea. Sin edificios a uno y otro lado y sin cobertizos de coches, las vías parecían abandonadas y expuestas a los elementos. Confundidos entre aquellas ruinas, yacían los restos del almacén que Scarlett edificara en los terrenos que Charles le había legado. El tío Henry había pagado los impuestos del año precedente. Tendría que reembolsarle ese dinero, cuando pudiese. ¡Otra cosa en que pensar!

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