Lo que el viento se llevó (96 page)

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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

BOOK: Lo que el viento se llevó
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—¡Oh, señor Kennedy! —gritó chapoteando al atravesar la calle para apoyarse sobre la enlodada rueda, sin preocuparse ya de lo mucho que se ensuciaría su capa—. ¡En mi vida me he alegrado tanto de ver a una persona como a usted ahora!

Él se ruborizó de placer por la evidente sinceridad de sus palabras, se apresuró a escupir un chorro de jugo de tabaco al otro lado del carruaje y saltó ágilmente al suelo. Estrechó la mano de la joven y, levantando la cubierta de lona, la ayudó a subir al coche.

—Scarlett, ¿qué hace usted sola y por este distrito? ¿No sabe usted què es peligroso en estos tiempos? Y está usted chorreando. Tenga, arrópese los pies con la manta.

Mientras él la atendía con pequeños cacareos como de gallina, ella se entregaba al deleite de que la cuidasen. Era agradable tener junto a sí a un hombre que la atendiese y la riñese cariñosamente, aunque fuese esa especie de solterona con pantalones que era Frank Kennedy. Y resultaba mucho más apetecible después del brutal tratamiento de Rhett. ¡Oh, qué placer daba ver una cara de su propio condado cuando se hallaba tan lejos, muy lejos de su hogar! Él iba bastante bien vestido, observó, y el cochecillo era nuevo también. El caballo parecía joven y bien alimentado, pero Frank aparentaba ser más viejo de lo que era, más viejo que en la Nochebuena en que estuvo en Tara con sus soldados. Estaba flaco y curtido por los elementos, y sus ojos amarillentos se veían acuosos, hundidos en pliegues de carne blanduzca. Su barba color de canela parecía más escasa que nunca, estriada por regueros de jugo de tabaco y desigual como siempre, debido a su costumbre de tirar de ella incesantemente. Pero se mostraba vivaz y contento, en contraste con las señales de tristeza, preocupación y cansancio que Scarlett advertía en todos los rostros.

—¡Qué placer es para mí verla! —dijo Frank con calor—. No sabía que estaba usted en la ciudad. Vi a la señorita Pittypat la semana pasada, y nada me dijo de su llegada. ¿No ha venido nadie de Tara con usted?

¡Pensaba en Suellen, el viejo tonto!

—No —dijo ella envolviéndose en la confortable manta y subiéndosela hasta el cuello—. Vine sola. Y no envié ningún aviso a tía Pitty. Con un chasquido de la lengua contra el paladar, Frank arreó al caballo, que siguió su cuidadosa marcha por el resbaladizo arroyo. —¿Y los de Tara, están todos bien? —Oh, sí, bastante bien.

Debía pensar en algún tema de conversación, pero le era difícil. El fracaso había entorpecido su cerebro, y lo único que deseaba era arroparse en la manta y decirse a sí misma: «No quiero pensar en Tara ahora. Pensaré más tarde, cuando no me sea tan doloroso.» Si pudiese dar pie a Kennedy para que hablase de algo durante todo el camino, ella no tendría que hacer más que murmurar discretas palabras de asentimiento hasta llegar a casa.

—Señor Kennedy, ha sido una sorpresa verle. Ya sé que no me he portado bien no escribiendo a los amigos, pero no sabía que estaba usted en Atlanta. Me parecía que alguien dijo que estaba en Marietta.

—Tengo negocios en Marietta, muchos negocios —respondió él—. ¿No le contó la señorita Suellen que yo tenía una tienda?

Scarlett recordaba vagamente que Suellen mencionó algo acerca de Frank y de una tienda, pero nunca se fijaba mucho en lo que Suellen decía. A Scarlett le bastaba saber que Frank vivía y que pronto se llevaría a su hermana. —Ni una palabra —mintió—. ¿Tiene usted una tienda? ¡Qué listo es usted!

Pareció algo ofendido de que Suellen no hubiese publicado la noticia, pero la lisonja le animó.

—Sí, tengo una tienda, una buena tienda, creo yo. La gente me dice que he nacido para comerciante. —Y se rió complacido, con esa risita parecida a un cloqueo que a ella le parecía siempre tan cargante.

«¡Qué vanidoso imbécil!», pensó.

—¡Oh, usted tendrá éxito en cualquier cosa que quiera emprender, señor Kennedy! Pero ¿cómo logró usted instalar la tienda? Cuando le vi a usted en las penúltimas Navidades, me dijo que no tenía ni un céntimo.

Frank tosió un poco para despejarse la garganta, se arañó la barba y sonrió con su sonrisa nerviosa y tímida.

—Es una larga historia, Scarlett.

«¡Alabado sea Dios!», pensó ella. Acaso durase todo el resto del trayecto. Y, en voz alta, dijo:

—Cuénteme, cuénteme.

—¿Se acuerda usted de cuando estuvimos la última vez en Tara buscando provisiones? Bueno, poco después pasé al servicio activo. Quiero decir a pelear de verdad. Se acabó para mí ser comisario de Intendencia. Poco se necesitaba esta comisaría, Scarlett, porque no podíamos encontrar nada para el Ejército, y decidí que el lugar para un hombre sano era la línea de combate. Bueno, me incorporé a la caballería, y luché durante algún tiempo hasta que recibí un balazo en el hombro.

Parecía estar muy orgulloso de ello, y Scarlett hubo de exclamar:

—¡Terrible!

—¡Oh, no lo fue mucho! Era una herida superficial —dijo él con fingida modestia—. Me enviaron a un hospital en el Sur, y, cuando estaba casi repuesto, vinieron los invasores yanquis. ¡Allí sí que se armó un jaleo! Nos avisaron a última hora, y todos nosotros, los que podíamos andar, ayudamos a sacar de allí los depósitos del Ejército y el equipo del hospital para llevarlo junto a la vía y ponerlo en el tren. Teníamos un tren ya casi enteramente cargado cuando los yanquis entraron por un extremo de la ciudad, y nosotros nos marchamos por el otro tan de prisa como pudimos. Fue triste ver, desde el techo de los furgones en donde estábamos sentados, cómo los yanquis quemaban todo lo que tuvimos que dejar en la estación. Fíjese, Scarlett, quemaron por lo menos un kilómetro de material amontonado por nosotros junto a la vía. Nosotros escapamos a duras penas. Por poco...

—¡Terrible!

—Sí, ésta es la palabra. Terrible. Nuestras tropas habían vuelto ya a Atlanta por entonces, y ese tren fue enviado aquí. Bueno, la guerra no tardó en terminarse y..., bien, había cantidades de loza, de catres, de colchones y de mantas que nadie reclamaba. Supongo que, legalmente, pertenecían a los yanquis. Creo que eso fue lo que se convino cuando la rendición, ¿no es así?

—Sí, eso creo —dijo Scarlett distraídamente. Iba entrando en calor y se amodorraba poco a poco.

—No sé aún si hice bien —continuó Frank—. Pero por lo que yo veía, todo ello no iba a servir de mucho a los yanquis. Lo probable es que lo quemasen. Y nuestras gentes habían pagado su dinero para adquirirlo, y estimé que debía volver a la Confederación o a los confederados. ¿Comprende lo que quiero decir?

—Sí...

—Me alegro de que esté usted de acuerdo conmigo, Scarlett. En cierto modo, tenía un peso sobre mi conciencia. Muchas personas me han dicho: «No te preocupes, Frank», pero yo no me atrevería a levantar la cabeza si juzgase que lo que he hecho no estaba bien. ¿Le parece que hice bien?

—Naturalmente —dijo ella, sin saber realmente lo que Frank le estaba contando. ¿Por qué le atormentaba la conciencia? Cuando un hombre llega a la edad de Frank, debe haber aprendido ya a no preocuparse de cosas que no importan nada. Pero él siempre fue algo nervioso y remilgado y tenía cosas de vieja solterona.

—Me alegro mucho de que usted lo diga. Después de la rendición, lo único que yo poseía eran diez dólares en plata, y nada más. No sabía verdaderamente qué hacer. Pero me gasté los diez dólares en poner un tejadillo a una tienda desvencijada que había en Five Points, y trasladé allí el equipo del hospital, y comencé a venderlo. Todo el mundo necesitaba camas, y colchones, y loza, y yo lo vendía todo barato, porque estimaba que estas cosas eran tan mías como de los demás. Pero hice algún beneficio y compré más mercancías, y la tienda marcha muy bien. Espero ganar mucho dinero con ella, si las cosas se arreglan.

Al oír la palabra «dinero», la mente de Scarlett se despejó y quedó clara como el cristal.

—¿Dice usted que ha ganado dinero?

Al ver su interés, Frank se esponjó visiblemente. A excepción de Suellen, pocas mujeres le habían mostrado más que la acostumbrada cortesía, y era halagüeño tener a una belleza como Scarlett admirada y pendiente de sus palabras. Disminuyó el paso del caballo a fin de poder relatar toda la historia antes de llegar a la casa.

—No soy millonario, Scarlett, y, considerando el dinero que poseía antes, lo que tengo ahora resulta poco. Pero he ganado mil dólares este año. Por supuesto, quinientos sirvieron para comprar nuevos géneros, reparar la tienda y pagar el alquiler. Pero he sacado quinientos dólares limpios de polvo y paja, y, como las cosas mejoran ciertamente, pienso sacar dos mil el año próximo. Y no me vendrán mal, ¿sabe usted?, porque tengo otro negocio.

A la mención del dinero, el interés de la joven se había despertado. Bajó las espesas y gruesas pestañas para que velasen sus ojos y se acercó a él algo más.

—¿Qué quiere decir eso, señor Kennedy? Él se echó a reír y sacudió las riendas sobre el lomo del caballo. —Me parece que la estoy aburriendo al hablar de negocios, Scarlett. Una joven bonita como usted no necesita saber nada de negocios. ¡Qué majadero!

—¡Oh, ya sé que soy muy tonta con respecto a los negocios, pero me intereso tanto por sus asuntos...! Le ruego que me lo cuente todo, y ya me explicará lo que yo no entienda.

—Bueno, mi otro negocio es un aserradero. —¿Un qué...?

—Un taller para cortar y alisar madera. No lo he comprado aún, pero voy a hacerlo. Hay un individuo llamado Johnson que tiene uno muy arriba de la calle Peachtree y está con muchas ganas de venderlo. Necesita dinero contante inmediatamente, y está dispuesto a venderlo y a continuar dirigiéndolo por un jornal semanal. Es uno de los pocos molinos de aserrar que hay en este sector. Los yanquis destruyeron la mayor parte. Y el que posea hoy un molino de ésos posee una mina de oro, porque se puede pedir por la madera el precio que le dé a uno la gana. Los yanquis quemaron aquí tantas casas que no hay bastante para cobijar a la gente, y todo el mundo está loco por construir. La gente se vuelca ahora sobre Atlanta, acuden todas las personas de los distritos rurales que no pueden cultivar sus fincas sin negros. Le aseguro a usted que Atlanta va a ser muy pronto una gran ciudad. Necesitan madera para hacer casas, y por lo tanto yo voy a comprar ese taller tan pronto como..., bueno, tan pronto como me paguen algunas cuentas que me deben. Dentro de un año, a estas fechas habré de respirar libremente con respecto al dinero. Me... me figuro que ya sabe usted por qué tengo tanto empeño en juntar dinero muy pronto, ¿no es así? Se ruborizó y cacareó otra vez. «Piensa en Suellen», adivinó Scarlett con desagrado.

Por un momento, consideró la posibilidad de pedirle que le prestase trescientos dólares, pero rechazó fatigada la idea. Frank Kennedy quedaría confuso, balbuciría una disculpa, pero no se los prestaría. Había trabajado mucho para ganarlos y poderse casar con Suellen en la primavera, y si daba el dinero su boda se aplazaría indefinidamente. Aun si ella procuraba explotar sus simpatías y sus deberes hacia su futura familia y obtenía la promesa de un préstamo, sabía que Suellen no habría de permitirlo. Suellen se inquietaba cada vez más por el hecho de que se estaba convirtiendo en una solterona, y habría de remover cielos y tierra para impedir que nada retrasase su boda.

¿Qué tenía aquella niña siempre quejumbrosa para que este viejo imbécil tuviese tantos deseos de proporcionarle un nido? Suellen no se merecía un marido enamorado y los beneficios de una tienda y de un aserradero. Tan pronto como Suellen pusiese las manos en un poco de dinero, comenzaría a darse un tono insoportable y jamás contribuiría con un céntimo al sostenimiento de Tara. ¡Ca! Sólo pensaría en lo afortunada que era al haber podido marcharse de allí, y nada le importaría que vendiesen Tara en subasta por no pagar los impuestos si tenía vestidos bonitos y podía ya anteponer el título de señora a su nombre.

Al reflexionar brevemente Scarlett sobre el seguro porvenir de Suellen, y el suyo y el de Tara tan precarios, llameó en ella una viva ira por las injusticias de la vida. Ella iba a perder todo lo que tenía, mientras que Suellen... Repentinamente nació en ella una resolución.

¡Ni Frank, ni su tienda, ni su taller de maderas, serían para Suellen!

Suellen no los merecía. Sería ella misma quien los tendría. Pensó en Tara y se acordó de Jonnas Wilkerson, venenoso como una serpiente cobra, al pie de los peldaños del pórtico, y se agarró a la última pajita que flotaba por encima del naufragio de su vida. Rhett había fallado, pero el Señor le había proporcionado a Frank.

«Pero ¿puedo conseguirlo? —Sus dedos se apretaban mientras contemplaba la lluvia sin verla—. ¿Podría yo lograr que olvidase a Suellen y me propusiera casarnos ahora, en seguida? Si casi pude hacer que me lo propusiese Rhett, estoy segura de conseguir que lo quiera Frank. —Recorrió con los ojos su figura, pestañeando—. Ciertamente, no es ningún Adonis —pensó fríamente—, y tiene muy mala dentadura, y le huele el aliento, y tiene edad para ser mi padre. Además, es nervioso, tímido, candido, y posee toda una serie de defectos. Pero, al menos, es un caballero, y creo que podría tolerar mejor la vida con él que con Rhett. Por lo menos, lo manejaría mucho más fácilmente. De todos modos, los mendigos no podemos escoger.»

Que se tratara del prometido de Suellen en nada perturbaba su conciencia. Después del colapso moral completo que la había conducido a Atlanta y a Rhett, el hecho de apropiarse el prometido de su hermana le parecía una bagatela de la que no valía la pena preocuparse.

Con el resurgimiento de nuevas esperanzas, su espina dorsal se enderezó y olvidó que tenía los pies fríos y mojados. Miró a Frank tan fijamente, contrayendo las pupilas, que éste pareció alarmarse y ella bajó la mirada instantáneamente recordando las palabras de Rhett: «He visto ojos como los suyos por encima de una pistola de duelo... No despiertan ardor en el pecho masculino.»

—¿Qué le pasa, Scarlett? ¿Se ha resfriado usted? —Sí —contestó, como si estuviese vencida—. ¿Le importaría...? —vaciló tímidamente—. ¿Le importaría que metiese la mano en el bolsillo de su abrigo? Hace mucho frío, y mi manguito está empapado.

—¿Cómo? ¡Claro que no! Y no lleva usted guantes... ¡Qué bárbaro he sido pasando el tiempo así, charlando tanto, cuando debe usted estar helada y deseando sentarse junto a la lumbre! ¡Arre, Sally! Y, por cierto, he charlado tanto que me he olvidado de preguntar qué hacía usted en este barrio con un tiempo así.

—Estuve en el Cuartel General yanqui —contestó sin pensarlo. Las cejas de Frank se elevaron, asombradas.

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