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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

Los Anillos de Saturno (16 page)

BOOK: Los Anillos de Saturno
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—Asistirá el funcionario Zayon —aseguró Lucky.

—Zayon —repitió Yonge como en un bufido—. Es un hombre capaz, pero subordinado. No se da cuenta de que el Servicio tiene misiones superiores a la de obedecer ciegamente las órdenes de arriba; de que tenemos respecto a Sirio el deber de cuidar de que se le gobierne según los inflexibles principios del honor que guían al mismo Servicio.

—¿Cómo está Bigman? —preguntó Lucky.

—Bastante bien. Pero parece desdichado. Es raro que una persona con un aspecto tan estrambótico como él posea un sentido del deber y el honor más sólido y estricto que usted.

Lucky apretó los labios. Quedaba muy poco tiempo, y se alarmaba siempre que uno de los dos funcionarios se ponía a especular sobre su pérdida del honor. De ahí a preguntarse si es que en realidad quizá no lo hubiera perdido sólo mediaba un paso. Dado este paso, podían ponerse a cavilar muy bien cuáles eran sus verdaderas intenciones, y a continuación...

—Bueno, sólo le llamé para asegurarme de si todo marchaba bien —decía Yonge, con un levantamiento de hombros—. Soy el responsable de la seguridad y el bienestar de usted hasta que, a su debido tiempo, le presentemos ante la conferencia.

—Espere, funcionario. Allá en Titán usted me hizo un favor...

—No le hice ninguno. Seguí los dictados del deber.

—Sea como fuera, nos salvó la vida a Bigman y a mí. Quizás hiciera demasiado. Puede ocurrir que cuando haya terminado la conferencia, usted considere en peligro su propia vida.

—¿Mi vida?

Lucky explicó pausadamente:

—Cuando yo haya declarado, es posible que, por un motivo u otro, Devoure decida desembarazarse de usted, a pesar del peligro de que los sirianos se enteren de su pelea con Bigman.

Yonge emitió una carcajada amarga.

—Durante el viaje, no se le ha visto ni una sola vez. Ha esperado en su camarote que se le curase el rostro. Estoy perfectamente a salvo.

—A pesar de todo, si se considera usted en peligro, acuda a Héctor Conway, consejero jefe de Ciencias. Le doy palabra de que le aceptará como exiliado político.

—Supongo que lo dice con buena intención —contestó Yonge—, pero pienso que después de la conferencia será Conway quien tendrá que buscar asilo político. —Y Yonge cortó las conexiones.

Lucky no pudo hacer otra cosa que contemplar el resplandeciente Vesta y pensar tristemente que, al fin y al cabo, todas las probabilidades se inclinaban notablemente en favor de que Yonge estuviera en lo cierto.

Vesta era uno de los asteroides mayores. No alcanzaba el tamaño de Ceres, que con sus ochocientos kilómetros de diámetro era un gigante entre dichos astros; pero sus trescientos cuarenta y tantos kilómetros de polo a polo le colocaban en la segunda clase, en la que solamente otros dos, Palas y Juno, competían con él.

Visto desde la Tierra, Vesta era el asteroide más brillante de todos gracias al azar que había formado su concha exterior principalmente de carbonato cálcico más que de los silicatos y óxidos metálicos, todos más oscuros, que componían los otros asteroides.

Los científicos especulaban sobre esta rara diferencia de constitución química —que nadie había supuesto hasta que se aterrizó real y verdaderamente en el astro; pues anteriormente los astrónomos se preguntaban si Vesta estaba recubierto de una capa de hielo, o de anhídrido carbónico helado—; pero no habían llegado a ninguna conclusión. Y los escritores descriptivos dieron en llamarle «el mundo de mármol».

«El mundo de mármol» había sido convertido en una base naval durante los primeros tiempos de la lucha contra los piratas espaciales del cinturón de asteroides. Las cavernas naturales existentes bajo su superficie aumentaron de dimensiones y se habían hecho perfectamente herméticas, proporcionando espacio para albergar toda una flota y guardar dos años de provisiones para la misma.

Ahora la base naval resultaba más o menos anticuada; pero con unos ligeros cambios las cavernas podían ser —y habían sido— el lugar más adecuado para una reunión de delegados de toda la Galaxia.

Allí habían acumulado provisiones y agua, y se agregaron algunos lujos que el personal naval no hubiera necesitado. Cruzada la superficie de mármol y una vez en el interior, poca cosa distinguía a Vesta del mejor hotel de la Tierra.

Como la delegación terrestre era la anfitriona (Vesta era territorio terrestre; ni siquiera los sirianos podían discutirlo), distribuía los alojamientos y se encargaba de que los delegados estuvieran cómodos. Esto implicaba el adaptar las diversas dependencias a las ligeras diferencias de gravedad y a las condiciones atmosféricas a que estuvieran habituados los delegados. Los de Warren, por ejemplo, tenían el aire de las habitaciones relativamente frío, en atención al clima que reinaba en su planeta de origen.

No era por casualidad que se dedicaran los mayores esfuerzos a acomodar a la delegación de Elam. éste era un mundo pequeño que giraba en torno a una enana roja. Reinaba allí un medio ambiente tal que nadie habría supuesto que pudieran medrar en él seres humanos. Sin embargo, el ingenio de la especie humana sabía sacar partido hasta de aquellas mismas deficiencias.

Como no había suficiente luz para que crecieran en el planeta plantas del tipo de las de la Tierra, se utilizaban luces especiales y se cultivaban variedades particulares, con tal esmero que los cereales y demás productos agrícolas elamitas en general no sólo eran aceptables, sino de una calidad que no tenía por igual en ningún otro punto de la Galaxia. La prosperidad elamita descansaba en sus exportaciones agrícolas en una medida que otros mundos más favorecidos por la naturaleza no podían igualar.

Debido probablemente a la pobre luz del sol de Elam, la pigmentación de la piel recibía pocos estímulos. Todos sus habitantes tenían el cutis extremadamente blanco.

El jefe de la delegación de Elam, por ejemplo, era casi albino. Se llamaba Agas Doremo, y durante más de treinta años había sido el jefe reconocido de las fuerzas neutralistas de la Galaxia. En todos los conflictos que surgían entre la Tierra y Sirio —por supuesto, los sirianos representaban a las fuerzas antiterrestres más extremistas de la Galaxia— mantenía nivelada la balanza.

Conway contaba con que también ahora la mantendría así. Por ello entró en las habitaciones destinadas al elamita con el aire de un amigo, aunque procuró no mostrarse demasiado efusivo, y sólo le estrechó la mano calurosamente. Parpadeando por culpa de la luz, rojiza y apagada, aceptó un vaso de una especie de cerveza traída de Elam.

—El cabello se le ha plateado desde la última vez que le vi, Conway —afirmó Doremo—. Lo tiene tan blanco como el mío.

—Han pasado bastantes años desde que nos vimos por última vez, Doremo.

—Entonces, ¿es que no se le ha puesto blanco en estos últimos meses? Conway sonrió tristemente.

—Sí, creo que se me hubiera blanqueado, si hubiese sido negro.

Doremo movió la cabeza y bebió un sorbo.

—La Tierra se ha dejado colocar en una situación muy incómoda —comentó.

—En efecto. No obstante, según todas las reglas de la lógica, la Tierra tiene razón.

—¿Sí? —Doremo no se comprometía.

—No sé si usted ha meditado mucho este problema...

—Bastante.

—Ni si está muy dispuesto a discutirlo antes de la conferencia...

—¿Por qué no? Los sirianos fueron a verme.

—¡Ah! ¿Tan pronto?

—Viniendo hacia aquí, me detuve en Titán. —Doremo sacudió la cabeza—. Tienen una hermosa base allí, como pude ver cuando me hubieron procurado gafas oscuras... Es la horrible luz azul de Sirio la que lo estropea todo, naturalmente. Hay que reconocérselo, Conway; hacen las cosas en un santiamén.

—¿Ha decidido usted que tienen derecho a colonizar Saturno?

—Mi querido Conway —respondió Doremo—, yo he decidido que quiero paz. Una guerra no daría ningún fruto bueno. Sea como fuere, la situación es ésta: los sirianos están en el sistema saturniano. ¿Cómo se les puede echar de allí sin guerra?

—Hay un medio, uno sólo —aseguró Conway—. Si los otros mundos exteriores expusieran claramente que consideran a Sirio un invasor, éste no podría enfrentarse con la enemistad de toda la Galaxia.

—Ah, pero ¿cómo se persuade a los mundos exteriores de que voten contra Sirio? — preguntó Doremo—. La mayoría, si me perdona usted que lo diga, recelan, por tradición, de la Tierra, y hasta dirán por propia iniciativa que, al fin y al cabo, el sistema saturniano estaba deshabitado.

—Pero desde que la Tierra concedió la independencia a los mundos exteriores, como fruto de la «doctrina hegeliana», se ha dado por firmemente entendido que ninguna unidad menor que un sistema estelar está dotada para gozar de independencia. Que un sistema planetario esté deshabitado no significa nada, si el sistema estelar de que forma parte no está también, en conjunto, deshabitado.

—Estoy de acuerdo con usted. Confieso que eso es lo que se ha dado siempre por entendido.

Sin embargo, este principio no había sido puesto a prueba jamás. Ahora lo será.

—¿Cree usted —propuso suavemente Conway—, que sería prudente destruir este supuesto y aceptar un principio nuevo que permitiera que cualquier extraño entrase en un sistema y colonizase los planetas o planetoides deshabitados que pudiera encontrar?

—No —respondió Doremo con énfasis—, no lo creo. Creo que nos interesa a todos que los sistemas estelares se sigan considerando indivisibles; pero...

—¿Pero?

—En esta conferencia se desatarán pasiones que harán difícil que los delegados enfoquen los problemas con buena lógica. Si puedo permitirme la pretensión de aconsejar a la Tierra...

—Adelante. Esta conversación es extraoficial y no ha de quedar constancia de ella.

—Le diría: «No cuenten con apoyos en esta conferencia. Permitan que Sirio permanezca en Saturno por el momento. Con el tiempo, Sirio extremará la jugada. Entonces ustedes podrán convocar otra conferencia, con mayores esperanzas.» Conway movió la cabeza negativamente.

—Imposible. Si fracasamos aquí, las pasiones se exacerbarán entre nosotros; en verdad ya se han exacerbado.

—Pasiones por todas partes —comentó Doremo levantando los hombros—. Me siento muy pesimista esta vez.

Conway le habló en tono persuasivo:

—Pero si usted personalmente cree que Sirio no debería estar en Saturno, ¿no podría persuadir a otros de esta verdad? Usted es una persona influyente que goza del aprecio de toda la Galaxia. No le pido que haga nada, sino mantenerse fiel a sus propias convicciones.

De su actitud puede depender que haya guerra o haya paz.

Doremo dejó el vaso a un lado y se limpió los labios con una servilleta.

—De verdad me gustaría hacerlo, Conway; pero en esta conferencia no me atrevo ni a intentarlo siquiera. Sirio ha preparado el terreno tan a su manera que podría resultar peligroso para Elam el enfrentarse a ellos. Somos un mundo pequeño... Al fin y al cabo, Conway, si ustedes convocaron esta conferencia para llegar a una solución pacífica, ¿por qué, simultáneamente, enviaron naves de guerra al sistema saturniano?

—¿Eso le han contado los sirianos, Doremo?

—Sí. Me enseñaron alguna de las pruebas que tenían. Hasta me enseñaron una nave terrestre capturada, en vuelo hacia Vesta bajo la garra magnética de una nave siriana. Me dijeron que a bordo de la nave terrestre iba nada menos que Lucky Starr, de quien hasta nosotros, en Elam, hemos oído algo. Tengo entendido que Starr está girando alrededor de Vesta, en estos instantes, esperando el momento de prestar declaración.

Conway movió la cabeza pausadamente en signo afirmativo.

Doremo continuó:

—Pues bien, si Starr confiesa que se han cometido acciones bélicas contra los sirianos..., y lo confesará; de lo contrario sería inconcebible que los sirianos le dejaran prestar testimonio, la conferencia no necesitará nada más. No habrá argumentos que valgan contra eso. Según creo, Starr es hijo adoptivo de usted.

—En cierto sentido, sí —murmuró Conway.

—Esto empeora la situación, compréndalo. Y si usted dice que ha actuado sin la sanción de la Tierra, como supongo que tendrá que decir...

—Y como es cierto que lo ha hecho —afirmó Conway—, aunque no estoy en disposición de asegurar qué alegaremos nosotros.

—Si le desautoriza, nadie le creerá. Se trata de su propio hijo, compréndalo usted. Los delegados de los mundos exteriores levantarán el clamor de «¡terrícolas pérfidos!», de la supuesta hipocresía de la Tierra. Sirio sacará el mayor partido posible de la situación, y yo no podré hacer nada. Ni siquiera podré echar mi voto personal en favor de la Tierra... Será mejor que la Tierra ceda, esta vez.

Conway movió la cabeza negativamente.

—No puede ceder.

—Entonces —lamentó Doremo con infinita tristeza—, esto significará la guerra, con todos nosotros contra la Tierra, Conway.

15 - LA CONFERENCIA

Conway había apurado el vaso.

Ahora se levantaba para salir y estrechaba la mano al elamita con una profunda melancolía en el rostro.

Casi como en una ocurrencia de última hora, agregó:

—Pero, ya sabe, todavía no hemos oído el testimonio de Lucky. Si los efectos del mismo no son tan malos como usted piensa, si su declaración resultara inofensiva incluso, ¿querría colaborar en favor de la paz?

Doremo se encogió de hombros.

—Amigo, se agarra a un clavo ardiendo. Sí, sí, en el caso improbable de que las palabras de su hijo adoptivo no provoquen una desbandada de la conferencia que no permita reunir de nuevo a los delegados, aportaré mi granito de arena. Como le he dicho, en realidad estoy de parte de ustedes.

—Gracias, señor. —Y se estrecharon la mano nuevamente.

Doremo seguía con la mirada al consejero jefe que salía moviendo tristemente la cabeza.

Cruzada ya la puerta, Conway se detuvo, no obstante, para recobrar el aliento. En realidad había conseguido todo lo que esperaba. Ahora, si al menos los sirianos presentaban realmente a Lucky.

La conferencia se abrió con la nota rígida y formal que era de esperar. Todo el mundo hacía gala de una corrección hasta dolorosa, y cuando la delegación de la Tierra entró para ocupar los puestos del centro y la extrema derecha del salón, todos los delegados ya sentados, hasta los sirianos de delante y de la extrema izquierda, se pusieron en pie.

Cuando el secretario de Estado, en representación de la potencia anfitriona, se levantó para pronunciar el discurso de bienvenida, habló de generalidades sobre la paz y sobre la puerta que esta paz abría a la expansión continua del género humano por la Galaxia, de los antepasados comunes y la hermandad de todos los hombres, y también del lamentable desastre que sería una guerra. Puso mucho cuidado en no mencionar ninguno de los puntos en discusión, no pronunció el nombre de Sirio y, sobre todo, no insinuó ninguna amenaza.

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