Los asesinatos e Manhattan (39 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca

BOOK: Los asesinatos e Manhattan
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Al cruzar la calle Pearl empezó a tener la sensación de que le seguían. No sabía muy bien a qué atribuir la sensación: ¿había oído algo subliminalmente, o era su sexto sentido de policía de calle? A pesar de ello, siguió caminando al mismo ritmo y sin girarse. Aunque estuviera suspendido de sus funciones, llevaba la pistola debajo del brazo, y sabía usarla. Pobre del atracador a quien le pareciera presa fácil.

Hizo un alto en su camino para contemplar el laberinto de calles que llevaban al río, y en ese momento la sensación se acentuó. Ya hacía tiempo que había aprendido a fiarse de esas sensaciones. Al igual que casi todos los policías de calle, había desarrollado un radar de gran sensibilidad, capaz de detectar cualquier anomalía. Cuando te convertías en policía, o se te desarrollaba deprisa ese radar, o te arrancaban el culo a tiros y te lo devolvían con papel de regalo y en una caja con un lacito rojo. O'Shaughnessy casi se había olvidado de que poseía esa intuición; llevaba muchos años en desuso, pero era una facultad a prueba de bombas. Siguió caminando hasta llegar a la esquina de Burling Slip, en cuya oscuridad se refugió, arrimándose al muro y sacando al mismo tiempo la Smith & Wesson. Esperó aguantando la respiración. Oía el eco del agua chocando con los muelles, el ruido lejano del tráfico y ladridos de perro; nada más.

Se asomó a la esquina. Aún quedaba bastante luz para ver claramente, y no advirtió ninguna presencia humana en las casas ni en los almacenes portuarios. Entonces salió a la luz crepuscular con la pistola a punto. Si le seguía alguien, vería la pistola. Y se marcharía.

Despacio, volvió a enfundar el arma y, tras un último vistazo a su alrededor, se metió por la calle Water. ¿Por qué seguía teniendo la sensación de que le seguían? Al fin y al cabo, tal vez su intuición había sido responsable de una falsa alarma. Al acercarse a la mitad de la manzana, y al número 16, le pareció ver algo oscuro escondiéndose al otro lado de la esquina, y oír un roce de zapatos en la acera. Entonces, olvidándose de Mary Greene, salió corriendo y se metió por la otra calle con la pistola en la mano por segunda vez.

La calle Fletcher estaba oscura y vacía, pero al fondo había una farola encendida, y gracias a su luz vio desaparecer, rauda, una sombra. No había confusión posible. Corrió manzana abajo y dobló otra esquina hasta frenar en seco. La calle, desierta, estaba siendo cruzada por un gato negro con la cola tiesa, cuya punta se movía a cada paso. O'Shaughnessy estaba a pocas manzanas del mercado de Fulton, con el viento de cara, y se le metió en la nariz un hedor a pescado. Llegó flotando del puerto la nota triste de una sirena de remolcador. Se rió solo, avergonzado. No solía ser propenso a las paranoias, pero no había otra palabra. Había estado persiguiendo a un gato. Señal de que el caso debía de estar afectándole. Se colocó bien los libros y siguió caminando hacia el oeste, en dirección a Wall Street y el metro.

Esta vez, sin embargo, no cabía duda: pasos, y cerca. Una tos débil. Se giró y volvió a sacar la pistola. Había oscurecido tanto que ya no se distinguía bien el contorno de la calle, ni de los muelles viejos, ni tampoco de los portales de piedra. Quienquiera que fuese el que le seguía, era tenaz y habilidoso. No se trataba de ningún atracador. En cuanto a la tos, era un farol. Quería que O'Shaughnessy supiera que le seguían. Intentaba darle miedo, ponerle nervioso y empujarle a cometer un error. O'Shaughnessy dio media vuelta y echó a correr, pero no de miedo, o no del todo, sino para que el otro le siguiera. Corrió hasta la siguiente bocacalle, se metió por ella y llegó hasta la mitad de la manzana. Entonces se detuvo, volvió sobre sus pasos en silencio y se escondió en la oscuridad de un portal. Le pareció oír a alguien corriendo. Arrimado a la puerta del fondo, esperó con la pistola en la mano, listo para saltar.

Silencio; un silencio que se prolongó un minuto, dos… hasta cinco. Pasó despacio un taxi que asaetaba la niebla y la noche con los faros. O'Shaughnessy salió del portal con pies de plomo y miró alrededor. Otra vez no había nadie. Lentamente, sin apartarse de los edificios, empezó a caminar por la acera en sentido contrario, hacia el punto de donde venía. Quizá su perseguidor se hubiera metido por otra calle. O se había rendido. A menos que fueran imaginaciones suyas, al fin y al cabo.

Fue en ese momento cuando una silueta oscura salió de un portal, y cuando a O'Shaughnessy le taparon la cabeza con algo, y se lo apretaron en el cuello; el momento en que invadió bruscamente su nariz el olor dulzón y repugnante de algo químico. Una de sus manos se levantó hacia la capucha, mientras la otra apretaba el gatillo entre convulsiones. Lo siguiente fue caer, caer interminablemente.

El ruido del disparo resonó por la calle desierta, rebotando por los viejos edificios hasta apagarse del todo. Entonces el silencio volvió a adueñarse de los muelles y de las calles, que se habían quedado vacías.

5

Patrick O'Shaughnessy se despertó muy despacio. Tenía la cabeza como si se la hubieran partido con un hacha; le dolían los nudillos, y se notaba la lengua hinchada, con un regusto metálico. Abrió los ojos, pero la oscuridad era total. Temiendo haberse quedado ciego, hizo el gesto automático de llevarse las manos a la cara, pero se dio cuenta, con una mezcla de mareo y sopor, de que las tenía atadas. Pegó un tirón y oyó un ruido.

Cadenas. Le habían encadenado.

Al mover las piernas, descubrió que también las tenía encadenadas. El sopor se le pasó de golpe, y volvió a la dura realidad. El recuerdo de la noche anterior (los pasos, el juego del gato y el ratón en las calles vacías, la asfixiante capucha) se impuso con una nitidez brutal, inexorable. Por unos instantes forcejeó como loco, presa de un pánico atroz que le subía del pecho; después relajó el cuerpo y procuró dominarse. Con pánico, pensó, no arreglas nada. Hay que pensar.

¿Dónde estaba? En una especie de celda. Le habían hecho prisionero. Sí, pero ¿quién?

La respuesta casi fue simultánea a la pregunta: el asesino por imitación. El Cirujano.

La segunda oleada de pánico, provocada al darse cuenta de esto último, se vio cortada en seco por la aparición repentina de un haz de luz cruda, que después de tanta oscuridad llegaba a doler. Miró deprisa alrededor. Estaba en una habitación pequeña y sin mobiliario, toda ella de piedra toscamente labrada, y le habían encadenado al suelo de cemento, frío y húmedo. En una pared había una puerta de metal oxidado, que era (a través de una mirilla) pordonde entraba la luz. De repente esta se atenuó, y por la mirilla entró una voz. O'Shaughnessy vio moverse unos labios rojos y húmedos.

—Por favor, no se altere —decía en tono tranquilizador—, que pronto habrá acabado todo. No tiene sentido resistirse.

La mirilla se cerró ruidosamente, y O'Shaughnessy volvió a quedar sumido en las tinieblas. Oyó un eco de pisadas por el suelo de piedra, alejándose. Era evidente lo que se le venía encima. Había visto los resultados en la sala de autopsias del forense. El Cirujano iba a volver; tarde o temprano volvería, y…

No lo pienses. Concéntrate en la manera de escapar.

Intentó relajarse y poner todo su empeño en respirar con lentitud, llenándose del todo los pulmones. Le ayudaba su formación de policía. Notó que la calma se le extendía por todo su cuerpo. Todo tenía remedio. Hasta los criminales más cuidadosos cometían errores. Había hecho el tonto; el entusiasmo de encontrar los libros de cuentas había sido más fuerte que su habitual prudencia. Se le habían olvidado las advertencias de Pendergast sobre que el peligro era constante.

Pues se acabaron las tonterías.

«Pronto habrá acabado todo», había dicho la voz; señal de que tardaría poco en volver. Pues bien, encontraría a O'Shaughnessy preparado. El Cirujano no podía hacer nada sin haberle quitado las esposas. Sería el momento en que O'Shaughnessy se le echara encima. Por desgracia, estaba claro que el Cirujano no tenía ni un pelo de tonto. Su manera de seguirle, de tenderle una emboscada, delataban mucha astucia y sangre fría. Con hacerse el dormido no había suficiente.

Era cuestión de vida o muerte. Sólo tenía una oportunidad, y había que aprovecharla a fondo. Respiró hondo dos veces seguidas, cerró los ojos, se dio un golpe en la frente con los grilletes de las manos y los desplazó de izquierda a derecha. La efusión de sangre casi fue inmediata. El dolor, porque también lo hubo, era beneficioso: le mantenía alerta, y con algo en que pensar. Las heridas de la frente solían sangrar mucho. Otro punto a su favor. Se tumbó lentamente de costado, adoptando una postura como de haberse desmayado y, durante la caída, haberse golpeado en la frente contra la pared de piedra basta. El tacto de ésta era frío; el de la sangre que le goteaba por las pestañas, caliente. Iba a salir bien. Iba a salir bien. No quería acabar como Doreen Hollander, destrozado y tieso en la camilla de un depósito de cadáveres.

Volvió a reprimir un brote de pánico. Pronto habría terminajo todo. Volvería el Cirujano, y se oirían sus pasos sobre la piedra. Se abriría la puerta y, en el momento de serle retiradas las cadenas, tomaría al asesino por sorpresa y le reduciría. Saldría con vida, y de paso cogería al culpable de los crímenes por imitación.

Tranquilo. Tranquilo. Con los ojos cerrados y goteando sangre en el suelo frío y húmedo, O'Shaughnessy hizo el esfuerzo de pensar en la ópera. Enseguida, las lúgubres paredes de la celda empezaron a vibrar con los bellos acordes de «O Isis O Osiris», que ascendían sin esfuerzo hasta el nivel de la calle y más arriba, hacia el incorrupto cielo.

6

Pendergast, en la plaza y con un paquetito marrón debajo del brazo, miraba pensativo al par de leones que custodiaban la entrada de la biblioteca municipal. La ciudad acababa de sufrir un chaparrón, y los faros de los autobuses y los taxis se reflejaban en infinidad de charcos. Apartó la mirada de los leones y la levantó hacia la fachada que había detrás de ellos, ancha, imponente, con columnas corintias muy macizas que acababan en un arquitrabe enorme. Eran más de las nueve de la noche, y la biblioteca ya hacía mucho que había cerrado. La marea de estudiantes, investigadores, turistas, poetas inéditos y gente del mundo académico llevaba varias horas sin aparecer. Volvió a echar un vistazo alrededor, y a pasear la mirada por la plaza de piedra y la acera del fondo. A continuación se aseguró el paquete bajo el brazo y subió lentamente por la ancha escalinata. En la fachada de granito de la biblioteca había una puerta más pequeña, un poco desplazada de la majestuosa entrada principal. Se acercó a ella y dio unos golpecitos en el bronce con los nudillos. La puerta se abrió hacia dentro casi enseguida, y apareció un vigilante, altísimo, rubio, con el pelo muy corto y la musculatura muy marcada. Una de sus manazas sujetaba un ejemplar del
Orlando furioso
.

—Buenas noches, agente Pendergast —dijo—. ¿ Qué tal estamos ?

—Bastante bien, gracias —contestó Pendergast. Señaló el libro con la cabeza—. ¿Qué, Francés, disfruta con Ariosto?

—Mucho. Gracias por el consejo.

—Creo recordar que le recomendé la traducción de Bacon.

—Es que un ejemplar lo tiene Nesmith, del departamento de microfichas, y los demás están en préstamo.

—Recuérdeme que se lo envíe.

—Gracias, ya se lo recordaré.

Pendergast volvió a asentir y pasó de largo. Sin oír otros pasos que los suyos, cruzó el vestíbulo y subió por la escalera de mármol. Al llegar a la entrada de la sala 315, la sala de lectura principal, volvió a detenerse. Dentro, bajo círculos de luz amarillenta, había varias hileras de mesas largas de madera. Entró y se deslizó hacia un mueble aparatoso de madera oscura que separaba la sala de lectura en dos mitades. De día eran los mostradores donde los bibliotecarios tramitaban las peticiones de libros y las enviaban a los almacenes subterráneos por tubo neumático. Al ser por la noche, estaba vacía y en silencio. Pendergast abrió una puerta lateral de la estructura, penetró en ella y se dirigió hacia otra, pequeña y con marco, situada entre largas hileras de mesas con ruedas. También la abrió, y bajó por la escalera a la que daba acceso.

Debajo de la sala de lectura principal había siete niveles de depósitos. Los primeros seis eran grandes urbes de estanterías, ajustadas a una trama precisa que se repetía hilera a hilera y columna a columna. Los almacenes tenían el techo bajo, y las estanterías repletas de libros producían una sensación de claustrofobia. Sin embargo, al caminar casi en penumbra por el primer nivel, notando el olor a polvo, humedad y papel en descomposición, Pendergast experimentó una paz que pocas veces se le concedía. Parecía que se le hubieran aliviado tanto el dolor de la herida de arma blanca como el peso del maletín, considerable. A cada recodo, a cada cruce de pasillos, le embargaba el recuerdo de anteriores paseos: viajes de descubrimiento, expediciones literarias que solían terminar en epifanías de investigación, en solucionar de golpe un caso.

No era momento, sin embargo, para ensoñaciones. Siguió caminando hasta llegar a una escalera estrecha y todavía más empinada que le llevó a un nivel inferior de los depósitos. Al fin salió de la escalera, que parecía un armario, e ingresó en el séptimo nivel. A diferencia de los anteriores, todos perfectamente catalogados, se trataba de una auténtica y misteriosa ratonera, llena de caminos sin salida y merecedora de escasísimas visitas, pese a su reputación de contener algunos fondos espectaculares. Olía a cerrado, como si hiciera varias décadas que no circulaba el aire (a imagen de los libros a los que rodeaba). De la escalera salían varios pasillos flanqueados por estanterías, que confluían y divergían en ángulos extraños. Pendergast se había quedado quieto. En el silencio, la anómala agudeza de su oído captó un ruido casi imperceptible, el de las colonias de pececillos de plata que, rascando, rascando, devoraban su camino a través de provisiones interminables de pasta de papel.

También había otro ruido, más fuerte y seco. Chac. Se giró hacia el lugar de donde procedía y siguió su pista por las estanterías, cambiando de sentido varias veces. Cada vez se oía más cerca. Chac, chac. Distinguió a cierta distancia un halo de luz. Tras doblar la última esquina, vio una mesa grande de madera, muy iluminada. En el borde había una serie de objetos: una aguja, un carrete de hilo recio, unos guantes blancos de algodón, un cuchillo de encuadernador y un lápiz de pegamento. Al lado se observaban varias obras de referencia amontonadas:
The Enemies of Books
, de Blade,
Urban Entomology
, de Ebeling, y
Curatorial Care of Works of Art on Paper
, de Clapp. Junto a la mesa había un carrito con una montaña muy alta de libros viejos en diferentes fases de descomposición, pero que coincidían en tener las tapas gastadas y los lomos arrancados.

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