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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca

Los asesinatos e Manhattan

BOOK: Los asesinatos e Manhattan
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Durante los trabajos de excavación para construir un nuevo bloque de apartamentos en Manhattan, los obreros hacen un descubrimiento espeluznante: los restos de treinta y seis personas torturadas y mutiladas, víctimas de un asesino que aterrorizó a la ciudad de Nueva York a finales del siglo XIX.

El agente especial Pendergast del FBI convence a Nora Kelly, arqueóloga del Museo de Historia Natural, de que le ayude a resolver el misterio de aquellas muertes. Pero lo que era solo una inquietante investigación histórica se convierte en la caza desesperada de un cruel asesino, cuando sobre la ciudad se abate una oleada de asesinatos casi idénticos a los de un siglo atrás.

Douglas Preston - Lincoln Child

Los asesinatos de Manhattan

ePUB v1.0

NitoStrad
09.03.12

Autor: Douglas Preston - Lincoln Child

Título original: The Cabinet of Curiosities

Traducción de: Jofre Homedes Beutnagel

Primera edición: febrero de 2003

Douglas Preston y Lincoln Child dedican este libro

a los profesores y bibliotecarios de Estados Unidos,

sobre todo a los que han tenido un papel

importante en sus vidas.

EL OSARIO
1

Pee-Wee Boxer miraba la obra, y le daba asco. El capataz era un cabronazo. Los trabajadores, una pandilla de inútiles. Lo peor, que el que manejaba el Cat no tuviera ni pajolera idea de excavadoras hidráulicas. ¿Sería cosa del sindicato? ¿Gracias a alguna amistad influyente? El caso es que le daba unas sacudidas al cacharro que ni que fuera su primer día en la FP de Queens. Boxer, cruzados los brazos musculosos, observaba los mordiscos de la cuchara en los cascotes de la vieja casa de pisos. La cuchara se abatió, frenó bruscamente con un chirrido hidráulico y reanudó sus zarandeos en diversos ángulos. ¡Vaya gentuza! ¿De dónde los sacaban?

Oyó pasos en la grava, y se giró. Era el capataz, con una capa de sudor y de polvo en la cara.

—¡Boxer! ¿Qué pasa, que tienes entrada de platea?

Boxer, haciéndose el sordo, flexionó los músculos de sus fornidos brazos. En aquella obra, el único que sabía de construcción era él. Por eso los demás le tenían rabia, pero a él le daba igual. Le gustaba estar solo.

Oyó el ruido de la excavadora horadando el sólido relleno de la pared antigua. Habían despejado el estrato inferior, el de las edificaciones más antiguas, y parecía una herida recién hecha: encima, asfalto y cemento; debajo, ladrillos y cascotes; a continuación, más ladrillos, y por último tierra. Afianzar bien los cimientos del bloque de pisos de cristal, clavarlos en el lecho de roca, exigía llegar hasta muy hondo.

Se fijó en lo que había detrás del solar: una hilera de casas rojizas del Lower East Side, muy perfiladas en el resol de la tarde. Algunas las acababan de reformar. Las demás no tardarían. Otro barrio que se aburguesaba.

—¡Eh, Boxer! ¿Estás sordo?

Volvió a doblar los brazos, y se le pasó por la
cabeza
la idea de pegarle un buen par de puñetazos en la cara coloradota de aquel tío.

—Venga, mueve el culo, que esto no es un
peepshow
.

El capataz señaló la cuadrilla de Boxer con un movimiento de cabeza, pero sin acercarse. Mejor para él. Boxer miró a los del turno, y los vio afanándose en cargar ladrillos en un volquete. Seguro que en el barrio había algún
yuppy
enrollado que se los compraba a cinco dólares, y cuanto más zarrapastrosos mejor. Echó a caminar, pero despacio, para que el capataz viera que no tenía prisa.

Se oyó un grito, y de repente el ruido de la excavadora paró. El Cat había perforado un muro subterráneo, y detrás se veía un agujero oscuro e irregular. El capataz se acercó con expresión ceñuda, y los dos hombres iniciaron una viva conversación.

—¡Boxer! —Era su voz, la del capataz—. Ya que no pegas ni golpe, tengo otra faenita para ti.

Boxer modificó sutilmente su trayectoria, como si ya la hubiera elegido así de antemano, y, sin alzar la vista en reconocimiento de haber oído la orden, dejó que su actitud expresara todo su desprecio por el escuálido capataz. Se le plantó delante y le miró fijamente las botitas de trabajo polvorientas. Pies pequeños, picha corta.

Poco a poco levantó la cabeza.

—Bienvenido a la Tierra, Pee-Wee. Mira.

La mirada de Boxer al agujero se redujo a un vistazo.

—Saca la linterna.

La desprendió (era amarilla, con agarre de goma) de un bucle de los pantalones y se la dio al capataz, que al encenderla, como si viera un milagro, exclamó:

—¡Hombre, funciona!

El capataz se agachó. En aquella postura (de puntillas sobre una montaña de cascotes, como un señorito, y con la cabeza y el tronco metidos en el boquete) parecía tonto de remate. Dijo algo, pero no se le oía bien. Se apartó.

—Parece un túnel. —Se pasó una mano por la cara, dejando una raya de polvo larga y negra—. ¡Jo, qué pestazo!

—¿Qué, has visto a Tutankamón? —preguntó alguien.

Se rieron todos menos Boxer. ¿Quién coño era ese?

—¡Espero que no sea ningún rollo arqueológico! —El capataz se giró hacia Boxer—. Pee-Wee, tú que eres tan alto y tan fuerte, métete y nos lo cuentas.

Boxer le cogió la linterna, trepó por la montaña de escombros sin mirar a los maricas de sus compañeros y entró por el agujero que la excavadora había hecho en la pared. Arrodillado, rodeado de ladrillos rotos, iluminó la cavidad con la linterna. Era la entrada de un túnel largo y bajo, con grietas en zigzag por todas las paredes y el techo. Parecía a punto de caerse. Boxer titubeó.

—¿Qué, entras o no?

Era la voz del capataz. Oyó otra quejándose en broma.

—Es que no está en el convenio…

Carcajadas. Entró.

Los ladrillos rotos descendían en pendiente hasta el suelo del túnel. Boxer bajó a base de resbalones, entre nubes de polvo. Después de recuperar el equilibrio, se puso derecho y enfocó la linterna hacia delante. El polvo sólo se dejó perforar un poquito por el haz de luz. Desde dentro parecía aún más oscuro que desde fuera. Esperó a que se le acostumbrara la vista, y a que el polvo se posara un poco. Arriba se oían conversaciones y risas, pero era como si llegaran de muy lejos.

Dio unos cuantos pasos, mientras efectuaba un barrido con la linterna. El techo estaba como forrado de unas estalactitas finísimas. Recibió en la cara una ráfaga de aire hediondo. Ratas muertas, probablemente.

Aparte de unos trozos de carbón, el túnel se veía vacío. En los dos lados había una hilera muy larga de nichos en arco, todos más o menos de un metro de ancho y uno y medio de alto, tapiados con ladrillos colocados de cualquier manera. Las paredes brillaban por la humedad. Boxer oyó una polifonía de goteos casi imperceptibles. De repente, como el túnel era impermeable a los sonidos del exterior, reinaba un silencio sepulcral.

Dio otro paso y recorrió las paredes y el techo con la luz de la linterna. Tuvo la impresión de que la red de grietas se hacía más tupida. La bóveda tenía algunos cantos salidos. Retrocedió con precaución, y volvió a fijarse en los nichos tapiados de las dos paredes.

Se acercó al que le quedaba más cerca. Hacía poco que se había desprendido un ladrillo. Los otros parecían sueltos. Tuvo curiosidad por saber qué había dentro. ¿Otro túnel? ¿Algo escondido a propósito?

Enfocó el agujero con la linterna, pero la oscuridad del otro lado era impenetrable. Entonces metió la mano, cogió el ladrillo de debajo y lo movió. Lo que pensaba: también estaba suelto. Al sacarlo levantó una nube de cal. A medida que sacaba los demás, notó que aumentaba el mal olor.

Volvió a iluminar el interior. Otro muro de ladrillos, casi a un metro del primero. Orientó la luz, y la mirada, hacia la base del arco: había algo, una especie de fuente. De porcelana. Retrocedió un paso, y se le empañaron los ojos por la fetidez del aire. Ahora su curiosidad luchaba con una vaga inquietud. Dentro había algo, seguro; quizá algo antiguo, y de valor. Si no, ¿por qué iban a tapiarlo?

Se acordó de que una vez, durante el derribo de una casa vieja, un tío había encontrado un saco de monedas de plata muy poco comunes, por valor de un par de miles de dólares, y que se había comprado una preciosidad de cortacésped Kubota de primera mano, de los que se montan. Como lo del nicho valiera algo, se lo embolsaba y al carajo con los otros.

Se desabrochó el cuello y se tapó la nariz con la camiseta. Después introdujo en el boquete el brazo donde tenía la linterna y, sin vacilar, hizo lo mismo con la cabeza y los hombros. Abrió los ojos.

Al principio se quedó de piedra. Luego, sin querer, echó la cabeza hacia atrás y se golpeó con los ladrillos de encima. Por último soltó la linterna, que se cayó en el agujero, y se apartó con un movimiento brusco que le costó un arañazo en la frente. Después de algunos pasos vacilantes por la oscuridad, tropezó con un ladrillo y se cayó de bruces, profiriendo un grito involuntario.

Todo estaba en silencio. Subía un remolino de polvo. Arriba, muy arriba, parpadeaba una luz del exterior. Boxer, jadeante, notó que le envolvía el tufo. Hizo el esfuerzo de levantarse y de subir hacia la luz por la cuesta de ladrillos, usando los pies y las manos y mordiendo el polvo. De repente era de día, y estaba al aire libre. Cayó de cabeza por el lado opuesto de la montaña de cascotes, y aterrizó con un golpe tremendo en plena cara. Lo siguiente fue gente acercándose, manos levantándole, voces hablando a la vez.

—Pero, tío, ¿qué te ha pasado?

—Se ha hecho daño —dijo alguien—. Está lleno de sangre.

—Apartaos —dijo otro.

Boxer intentó recuperar el aliento y controlar el martilleo de su corazón.

—No le mováis. Llamad a una ambulancia.

—¿Se te ha hundido el suelo?

No había manera de que se callaran. Por fin, Boxer consiguió toser y quedarse sentado, provocando un silencio inmediato.

—Huesos —logró decir.

—¿Huesos? ¿Cómo que huesos?

—Delira.

Notó que empezaba a despejársele la cabeza. Miró alrededor, y percibió el calor de la sangre que le goteaba por la cara.

—Calaveras y huesos. Amontonados. Docenas de ellos.

Se sintió débil, y volvió a tumbarse boca arriba, al sol.

2

Nora Kelly miraba por la ventana de su despacho del tercer piso. Más allá de los tejados cobrizos del Museo de Historia Natural de Nueva York, más allá de las cúpulas, los minaretes y las torres habitadas por las gárgolas, contempló la frondosa extensión de Central Park, hasta que su mirada recaló en los edificios del fondo, los de la Quinta Avenida: una pared continua y monolítica, como de patio de armas de un castillo infinito, que la luz otoñal pintaba de amarillo. Era una vista muy bonita, pero que no le deparó ningún placer.

Faltaba muy poco para la reunión. Empezó a controlar un ataque de rabia, hasta que pensó que le haría mucha falta. Hacía dieciocho meses que le habían congelado el presupuesto de investigación, dieciocho meses en los que había visto incrementarse de tres a doce el número de vicepresidentes del museo, a doscientos mil dólares por barba. Al mismo tiempo, había asistido a la reconversión del departamento de relaciones públicas, que de simple despachito de ex periodistas cordiales y ociosos había pasado a ser el amplio coto de una serie de publicitarios jóvenes y perfectamente trajeados, pero que no sabían nada de arqueología ni de ciencia. Además, Nora había presenciado el fenómeno en virtud del cual los máximos cargos del museo, tradicional monopolio de científicos y educadores, quedaban en manos de abogados y recaudadores de fondos. Cada ángulo de noventa grados del museo había sido aprovechado para despachito de funcionario. Se lo gastaban todo en grandes actos de recaudación, ingresos que, a su vez, servían para sufragar otros actos, en un ciclo interminable de gran vigor onanístico.

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